Semana a semana, nuevos estudios y voces alertan sobre la crisis demográfica chilena. El rápido descenso en el número de nacimientos es una tendencia imparable desde el 2014. Este problema no se soluciona con el aumento de nacimientos de madres extranjeras y no revierte la tendencia de baja natalidad, porque, como se explicó la semana pasada en El Mercurio, “en el mediano y largo plazo irá disminuyendo porque los migrantes se van adaptando a la cultura del país de llegada”. Esto último es importante: ¿la cultura chilena es antinatalista? Porque, pareciera, que la cultura chilena desincentiva, a chilenos y extranjeros, tener más hijos.
Algunos han analizado esta crisis mirando hacia adelante y los efectos que se producirían en los sistemas de salud y de pensiones, la economía y la fuerza laboral, etc.; como si fuera sólo un problema de números. Otros lo han abordado desde una perspectiva feminista, enfocándose en la decisión y motivos de la mujer para el “cuándo” de la maternidad, como si la decisión fuese individual. La Encuesta Bicentenario 2024 intenta revisar las causas que originan esta caída y también datos del INE dan luces al respecto, y abundan en razones del tipo priorizar la estabilidad económica y laboral, el miedo al fracaso, la falta de “preparación”, la excusa ambientalista, el sacrificio y costos que implica, etc.
Estas razones son las que han configurado, lentamente, una cultura que ha preferido que la mujer se incorpore al mundo laboral y trabaje de la forma en que los hombres trabajan y no considerando las particularidades propias y esenciales de la mujer. Una cultura que ha potenciado la estabilidad en todo orden de cosas (económico, académico, personal) antes de tomar el riesgo de tener uno o dos hijos, porque no estamos hablando de familias numerosas. Una cultura que ha demonizado al hombre como un opresor y violador por naturaleza. Una cultura que tiene al Estado atornillado dentro del hogar con voz y voto en cada decisión que se toma. Una cultura que ha privilegiado los derechos sobre los deberes, y el egoísmo sobre el sacrificio y el compromiso, que ha debilitado el matrimonio y las uniones sólidas entre padres e hijos en lugar de ofrecer ayuda para que sean duraderas. Una cultura que desgarra vestiduras por animalitos y plantitas, cuando hay familias, personas de carne y hueso, que sufren hambre. Una cultura en la que las autoridades no se atreven a decir verdades incómodas y establecer prioridades reales y prefiere bailar al ritmo del tweet, la funa y la encuesta. Una cultura que ha combinado exitosamente lo peor del liberalismo individualista, el socialismo estatista y el progresismo hedonista. Esa es la cultura chilena. Esa que se pasea, sin pudor, en los reality shows y se escribe, también sin pudor, en las leyes. Esa cultura es la que mueve la publicidad de las empresas y que apela a la pasión y no a la razón para, insaciablemente, comprar y consumir.
La crisis demográfica no se arreglará con políticas públicas que mejoren los números para tener sistemas de pensiones sostenibles en el tiempo. Se necesita algo mucho más permanente, inmutable. La cultura que garantizaba la existencia y desarrollo de las instituciones y comunidades que dan larga vida a los países, ya no existe. El cambio de switch debe alcanzar a las siguientes generaciones, y eso es un tema de educación. No basta con que nazcan más, si ellos no son (bien) educados. Porque los hijos no son números en un Excel sobre estadísticas de natalidad, sino personas que requieren de educación, autoridad, corrección y crianza, por padres que cuenten con apoyo para sortear las dificultades inevitables de vivir juntos y ayudarse mutuamente. Guste o no, mientras más tiempo estén juntos, mejor para sus hijos, y por eso el matrimonio es mejor que cualquier otra unión. No ver el problema en su totalidad es retrasar la catástrofe demográfica.
Chile abandonará su crisis antinatalista cuando apueste por una cultura natalista.