En 1891, Mabel Suffield zarpó de Inglaterra a Sudáfrica para casarse con un hombre trece años mayor que ella y dedicado al negocio bancario. Cuatro años después, debido a la necesidad de un mejor clima para sus dos hijos, John y Hilary, volvió a su tierra natal, pero sin su marido. No lo volverían a ver, pues murió al año siguiente.
Mabel se alojaba en casa de sus padres, pero a fines de 1896 se trasladaron a Sarehole, un lugar con colinas y bosques, que tendría efectos permanentes en el mayor de sus hijos. Los niños gozaban jugando por el campo, imaginando aventuras con ogros y dragones. Su madre, preocupada por su educación y ante la falta de recursos, decidió enseñarles a leer y a escribir, así como latín y francés, aunque no tuvo éxito con el piano, cuya música ella gozaba tocar. La botánica y el dibujo fueron parte de los temas de clases.
Sin embargo, la enseñanza que los marcaría profundamente sería la religión y el sacrificio que implicó para ella, pues la familia Suffield era anglicana y el padre de Mabel había sido educado en una escuela metodista y no soportó que su hija se volviera una papista. Luego de la muerte de su marido, Mabel comenzó a frecuentar una iglesia católica y a recibir formación, para ser recibida en 1900, junto con May, su hermana, en la Iglesia Católica. Su cuñado, furioso, prohibió a May volver a entrar en un templo católico, y le retiró el apoyo financiero a Mabel. Sin embargo, en palabras de Carpenter, biógrafo de su hijo mayor, “nada conmovía su lealtad hacia su nueva fe, y contra toda oposición comenzó a instruir a sus dos hijos en la religión católica”.
Esto obligó a Mabel a cambiar de hogar varias veces, pero priorizó la cercanía de una nueva iglesia católica, y finalmente se asentó en el suburbio de Edgbaston, cerca del Oratorio de Birmingham, y que tenía una escuela en la que sus hijos podían recibir educación católica. Ahí conoció y recibió el apoyo y comprensión de un sacerdote de nombre Francis, de ascendencia española y con gusto por fumar pipa. Si bien ocurrieron nuevos cambios de casa, debido a las crecientes dificultades económicas, el padre Francis pasó a ser un soporte vital para la familia.
La salud de Mabel, producto del desgaste y cansancio, comenzó a deteriorarse, y estuvo internada por tres meses en 1904 con un diagnóstico de diabetes. Si bien pareció mejorarse, Mabel volvió a empeorar, entró en un coma diabético y falleció el 14 de noviembre de ese año.
John tenía 12 años cuando quedó huérfano. A los 21 escribió sobre su madre: “Mi querida madre fue en verdad una mártir, y no a todos concede Dios un camino tan sencillo hacia sus grandes dones como nos otorgó a Hilary y a mí, al darnos una madre que se mató de trabajo y preocupación para asegurar que conserváramos la fe”. Impresos quedaron en John lo que había recibido de su madre: una formación católica, el estudio por las lenguas y el amor por la naturaleza. Combinados, potenciados y fortalecidos en el tiempo, Mabel estaba presente en la mano de su hijo cuando escribía sus libros. John llegaría a ser uno de los escritores más reconocidos de todos los tiempos, identificable por su apellido: John Ronald Reuel Tolkien.
En una carta de 1953, señala que El Señor de los Anillos “es, por supuesto, una obra fundamentalmente religiosa y católica; de manera inconsciente al principio, pero luego cobré conciencia de ello en la revisión. (…) Porque, a decir verdad, conscientemente he planeado muy poco; y debería estar agradecido por haber sido educado (desde los ocho años) en una Fe que me ha nutrido y me ha enseñado todo lo poco que sé; y eso se lo debo a mi madre, que se atuvo a su conversión y murió joven, en gran medida por las penurias de la pobreza, que fueron las consecuencias de ello”.