Los elogios que escuchamos al trabajo de los expertos son idénticos a los que escuchamos con la proclamación del Acuerdo por Chile, en diciembre pasado. La justificación subyacente no varía: un acuerdo o Constitución es bueno porque deja a todos satisfechos e insatisfechos al mismo tiempo.
En el acuerdo hay moderación y renuncia, política y sacrificio, diálogo y negociación. Una Constitución de los Acuerdos. Eso entregan los expertos a los consejeros. Y los cantos de sirena llaman a conservar esa transversalidad lograda desde los comunistas hasta los republicanos. Como todos los sectores políticos se sienten incluidos, es buena. Pero el acuerdo por el acuerdo no dice nada, levanta sospechas a sus opositores y lo acordado goza de un plus de legitimidad que de suyo nada dice sobre la racionalidad de su contenido.
No se trata tampoco de fijar posturas intransigentes ni de distinguir qué es negociable de lo que no lo es, sino de determinar el criterio que guíe el trabajo. Para descubrirlo conviene recordar que toda norma es un orden racional que tiene el bien común como fin. Si la norma cumple con eso, el peligro del criterio acuerdista desaparece. Es decir, el acuerdo es razonable no por sí mismo sino por su contenido. La política acuerdista ha invertido el orden e impedido cuestionar el contenido.
Por eso, las normas no son cuestión de gustos. La razón de las normas que establecen la duración de los cargos públicos, el pago de impuestos, los requisitos para levantar una pyme o los deberes familiares no reside en los sentimientos o emociones positivas, sino en su racionalidad con miras al bien común, le guste o no le guste al funcionario enamorado del cargo que debe entregar, del ciudadano que no quiere pagar impuestos, del emprendedor que se salta el papeleo o del padre que no educa a sus hijos. Tampoco son una cuestión de moderación, el popular sinónimo acrítico de la racionalidad y legitimidad. Por su puesto, bienvenida sea la prudente moderación en todos los temas opinables y discutibles. Pero hay temas no negociables. Por eso es falso que haya que buscar siempre un equilibrio en todos los temas.
Si la adhesión transversal que se busca obtener de la ciudadanía (mezclada con legítimas aspiraciones electorales) se fundara solo en que la Constitución es fiel reflejo de un acuerdo, de concesiones recíprocas en cuestiones esenciales y no negociables, su aceptación será nula o tibia, transitoria y contingente. La genuina y duradera adhesión ciudadana brotará de la justicia de la norma que se plebiscite, de su anclaje en las inclinaciones profundas, naturales, que todos los chilenos y todas las personas llevan inscritas en su corazón. Y esto no es populismo, aunque no pocos confunden ambas cosas.
El desafío de los consejeros será no sucumbir a la tentación de la moderación claudicante elevada al altar de la virtud, fundamentando y demostrando la justicia de su propuesta constitucional, evitando esconderse en la aparente neutralidad que hay en los acuerdos que se justifican a sí mismos. Su trabajo debe orientarse en esta brújula.