Ni el 18 de septiembre, ni el 18 de octubre, ni el 15 de noviembre pudieron ser la fecha simbólica para cerrar el segundo acuerdo constitucional. Quedan pocas posibilidades de que exista una discusión clara antes de fin de año. Quizás el 24 de diciembre, conmemorando la publicación de la Ley N.º 21.200, que regulaba el proceso constitucional. O a lo mejor guardan esa fecha para la publicación de la ley y no para cerrar el acuerdo.
Pero con cada día que pasa, con cada reunión infructífera, con cada cónclave mediador del oficialismo, el acuerdo se ve lejano. Un ultimátum tras otro, recriminaciones y frustración por la lentitud de las negociaciones es la tónica. La razón: el corazón del acuerdo. El tipo de órgano y la forma de elección de sus integrantes. Se han hecho los cálculos electorales para buscar la fórmula que más acomode a los comensales, pero hay temor que el plato sea más grande para los invitados nuevos o los que se han levantado de la mesa.
A diferencia del primer y segundo acuerdo, el tercero permite revisar la coherencia del argumento de quienes todavía promueven la vía constitucional como único remedio posible a la crisis política por la que pasamos.
El mandato inmortal de tener una nueva Constitución surge con la votación de la primera papeleta del plebiscito de entrada. La votación de la segunda papeleta contiene la solución del tercer acuerdo: que el órgano redactor sea una Convención Constitucional. Pero las reglas que alteraron la representación y el desempeño de los convencionales impiden repetir el experimento, por lo que se proponen y desechan nuevas fórmulas. Y surge la pregunta ¿Por qué sólo se respeta el resultado de la primera papeleta? ¿Cuál es el criterio para distinguir? ¿No fue acaso la misma “voluntad ciudadana” la que se expresó el mismo día? Porque si la razón es que debe revisarse el mecanismo de la segunda papeleta para volver real lo decidido en la primera, también se puede revisar el mecanismo de la primera para volver real la vía idónea de resolver las injusticias sociales.
Respetan el resultado del plebiscito de entrada solo en la medida que se acomoda a sus planteamientos inamovibles y ajustan en lo que les incordia. No hay coherencia argumentativa, y si no existe es necesario buscar otras soluciones o proponer marcos de discusión diferentes.
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