Por Ignacio Suazo
Un feriado es un día de descanso, qué duda cabe, pero es por sobre todo una fiesta, un día en que celebramos algo especial. Muchas veces, quizás, al llegar estas fiestas, olvidamos que detrás del lujo de levantarse más tarde, tener una semana más corta o reunirse para un asado familiar (al menos, antes de la pandemia), hay un motivo que es digno de celebración, porque nos transmite algo valioso y digno de imitar. Los feriados son símbolos que quieren decir algo o que nos conectan con lo mejor de nuestra historia, logrando despertar sentimientos de gratitud y admiración hacia ella. Es como bien logra transmitir una conocida canción del cantautor Fernando Delgadillo: «Y si miramos hacia atrás donde fuimos a empezar / y encontramos los antiguos que formaron un lugar / pero un buen día se marcharon y aprendimos a decir / grandes fueron los viajeros que cruzaron por aquí».
¡Gratitud y admiración! Cuánto necesitamos de ellas hoy en día. Son el antídoto contra esa hinchazón que produce nuestro desmedido afán de reconocimiento. Muchas personas (demasiadas) buscan ser admiradas ¿Cuántas, en cambio, buscan poner sus ojos en hombres y mujeres que sean verdaderamente dignos de admiración? Muchos buscan el reconocimiento. Tal vez sea más necesario primero reconocer que hay millares a quienes debemos nuestra gratitud.
Hoy se entremezclan dos episodios dignos de elogios. Primero, celebramos el martirio de dos pilares de la Iglesia: Pedro, el mismo sobre quien, según la palabra de Cristo, fue edificada la Iglesia y a quien le fue entregado el poder de las llaves, y Pablo, el apóstol de los gentiles, de los paganos, al que los cristianos debemos las joyas doctrinales que son sus cartas.
El segundo episodio que celebramos hoy forma parte de nuestra historia reciente. A fines de 1982, la guerra con Argentina parecía inevitable. Al otro lado de Los Andes, la Junta Militar ya había asignado fecha y hora a la llamada “Operación Soberanía”. Desde nuestro lado, se preveía una guerra de guerrillas ―larga y cruenta― que asolaría la totalidad de nuestra extensa frontera con el país agresor. Sólo horas antes del desembarco en tierras chilenas, se ordenó suspender el ataque y aceptar la mediación papal, ofrecida ya desde tiempos de Pablo VI.
Detrás de esa paz, que salvó a nuestro país de una guerra que nos habría dejado en el suelo, resuenan los nombres del Cardenal Antonio Samoré y, sobre todo, de su Santidad Juan Pablo II. Tampoco podemos olvidar nombres como el de Julio Phillipi o al Ministro Hernán Cubillos (y en general, a todos quienes, desde el lado Chileno, abogaron por mantener una actitud de calma frente a las provocaciones de los generales trasandinos). También debemos mucho a las anónimas voces en el bando argentino, que lograron hacer que se impusiera la cordura. A todos ellos debemos gratitud, porque la paz es uno de los bienes más grandes que puede tener la patria y que no podemos dar por asumido.
Son múltiples voces que parecen unidas casi por el azar. Pero así como los episodios de nuestra vida, mirados con atención, parecen unidos de forma sorprendentemente armónica (“el hilo de oro” de que hablaba el santo de Loyola), detrás del 29 de junio hay una cierta armonía que reclama ser descubierta y admirada. Y lo necesitamos sin duda. Porque quizá lo más paradójico es que si pasáramos más tiempo pensando qué conviene admirar, seguramente a fuerza de quererlo, nosotros mismos nos convertiríamos en personas más dignas de admiración.
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