Les dejamos a continuación esta columna del miembro de nuestro directorio Cristóbal Aguilera publicada el 29 de enero en Controversia.
Hace unos días leí un tuit de una candidata a la Convención Constituyente que decía lo siguiente sobre la maternidad: «la maternidad será elegida, deseada y preparada o no será«. La frase condensa muy bien el anhelo soberanista que tiene capturada a nuestra cultura. Todo aquello que no es obra de nuestra voluntad, que no es querido y escogido expresamente por nosotros, puede ser deliberadamente desechado, aunque se trate de un niño que aún no ha nacido. La autonomía de la voluntad o, para decirlo con todas sus letras, el individualismo egoísta, se erige, así, como el principal principio y valor político y moral.
La frase, obviamente, busca justificar el aborto libre. El propósito es el siguiente: que las mujeres embarazadas puedan abortar a sus hijos sin ninguna barrera que se los impida. Si no quieren que nazcan, porque sencillamente no los desean, entonces el Estado debe permitirles (y facilitarles) acabar directamente con sus vidas.
Olvidan, sin embargo, una verdad ineludible: que la maternidad no se origina con el nacimiento, y que un hijo muerto en el vientre no borra la marca de dicha maternidad (como tampoco el abandono borra la marca de la paternidad). Se puede elegir abortar o no, pero no se puede elegir dejar de ser madre o padre de un hijo abortado (o abandonado). Y es que la naturaleza impone límites que son inquebrantables, por más esfuerzos que se hagan por negarlos o transgredirlos (esto lo saben mejor que nadie las mujeres que han cargado toda su vida, y muchas veces sin poder encontrar consuelo, con el peso de haber abortado un hijo).
El aborto es de los crímenes más horrendos que puede existir. Y el sentido común se rebela permanentemente ante aquellos que, por estos días, buscan deshumanizar la maternidad del modo más burdo posible, que es intentando explicar que el hijo que no ha nacido no es un verdadero hijo. Nadie, en realidad, cree algo así. Puede ocurrir que uno se aliene a tal punto que pierda la conciencia de lo que está haciendo. Pero la realidad, de pronto, nos vuelve a golpear como una piedra en los dientes.
Por eso es que muchos médicos abortistas, luego de años de haber practicado cientos, miles de abortos, se convierten en activistas pro-vida (como le ocurrió a Bernard Nathanson). Y por eso, incluso gobiernos que han impulsado el aborto, tienen destellos de lucidez: el mismo Ministerio de Salud que presentó el proyecto de aborto durante la administración de la expresidenta Bachelet, impulsó una campaña para desincentivar el tabaquismo durante el embarazo con el mensaje: “si fumas, intoxicas a tu hijo”.
El individualismo nos nubla la visión de la realidad al hundirnos en nosotros mismos, y dificulta que aceptemos el hecho tan obvio de que los hijos son un regalo, el más grande que podemos recibir. La lógica soberanista es completamente ajena a esta esfera de la vida que llamamos paternidad y maternidad, que es pura donación gratuita.
Los padres saben esto. Han experimentado en carne propia lo que significa ponerse en el segundo, tercer, y hasta último lugar de prioridades (con todas las lágrimas, dolores y sacrificios que esto implica). Y lo saben, también, porque han hecho vida la verdad de aquella máxima según la cual la auténtica felicidad consiste en darse completamente a otro, no en buscarse a uno mismo.
Frente a los intentos de poner al individuo y sus deseos por sobre todas las cosas, hay una palabra muy potente en este mundo que constituye la principal piedra de tope de esta cultura individualista: “maternidad”. Es imposible poder comprender la maternidad (y paternidad) desde la lógica de la autonomía y la satisfacción de los propios deseos. El desafío cultural es, en cambio, volver a mirar la maternidad como un misterio insondable, que se trata de la transmisión y origen de una vida humana que nos convierte en padres y madres, ante lo cual nuestra primera reacción debería ser la gratitud y el homenaje.