En esta reseña, quien hiciera su pasantía durante este invierno en Comunidad y Justicia, sintentiza y comenta este breve pero contundente libro de C.S. Lewis.
En este ciclo de conferencias realizadas en 1943 y publicadas bajo el título La abolición del hombre, C. S. Lewis explica qué es la ley natural y por qué es incoherente y dañina la postura de aquellos que pretenden desvincularse totalmente de ella y crear un nuevo sistema de valores.
Para referirse a la ley natural, Lewis utiliza por razones de brevedad el neologismo “Tao”. Este concepto alude a los fundamentos últimos del obrar humano que forman parte de lo que solemos denominar de un modo amplio como “la moral tradicional” (p. 20). En opinión del escritor inglés, los principios de la razón práctica son inherentes a la naturaleza humana, por tanto, son universales y es posible apreciar su presencia en las grandes corrientes culturales a lo largo de la historia, como la griega, la cristiana o la oriental (p. 8).
Todas ellas proponen valores objetivos que permiten realizar juicios sobre la realidad; juicios que según su adecuación o no a las cosas son verdaderos o falsos. Esta afirmación que quizás parece tan simple y elemental ha sido cuestionada de distintas maneras por los educadores contemporáneos, por aquellos que Lewis califica como los “innovadores”.
Así, por ejemplo, Lewis estructura toda su reflexión a partir del caso de un libro escolar de gramática, aparentemente inocente, que señala que predicar la belleza de un objeto no dice realmente nada sobre cómo es el objeto en cuestión, sino que es una mera manifestación de los propios sentimientos. En una afirmación semejante, que se cuela de contrabando en la mente de un niño, se juega, en opinión de Lewis, su futura comprensión de la vida humana sin que ni él ni sus padres lo adviertan (pp. 2-3).
El problema radica en que, cuando una postura como esta se asume como correcta, la educación deja de consistir en enseñar a los niños (tal y como postulaban pensadores como Platón, Aristóteles y San Agustín) a amar lo que es amable y a desaprobar lo que es reprobable en sí mismo (p. 7). Y esto es peligroso, porque, desde el momento en que los innovadores desarticulan el sistema de valores tradicional, los educadores, que antes se sometían a principios superiores a ellos mismos, ahora acaban decidiendo cuáles serán los nuevos valores que transmitirán a sus alumnos, valores que, por supuesto, no someten al mismo examen crítico al que sometieron a los valores tradicionales (p. 14). De hecho, los innovadores siempre proponen en la práctica nuevos valores en reemplazo de aquellos que pretenden destruir, aun cuando en un plano teórico nieguen adherir a valor objetivo alguno.
Sin embargo, como señala Lewis, el esfuerzo por proponer valores absolutamente nuevos para la humanidad es tan absurdo como pretender haber descubierto un nuevo color primario (p. 21). En realidad, lo único que hacen las ideologías en su afán reformista es aislar y deformar algún principio del Tao, de la ley natural (pp. 21-22). En otras palabras, la fuerza de atracción que poseen las ideologías procede de los fragmentos de verdad que conservan.
Ahora bien, el fenómeno de los innovadores se manifiesta, particularmente, en el proceso de conquista de la naturaleza por parte del hombre que se ha producido a raíz del desarrollo explosivo de las ciencias empíricas en los últimos siglos. Según el pensador británico, este proceso no ha supuesto, necesariamente, mejoras significativas para la vida de las personas comunes y corrientes. En la mayoría de los casos, lo que solemos concebir como la superioridad del hombre sobre la naturaleza no es otra cosa que la concentración de ciertos productos artificiales por parte de una minoría que le permiten ejercer un cierto control sobre el resto de la población. Estos recursos, fabricados gracias al progreso de la ciencia, pueden ser buenos o malos. Sin embargo, entre los ejemplos que menciona Lewis vale la pena destacar la píldora anticonceptiva, la cual, en sus palabras, le permite a una generación ejercer su poder sobre la generación futura, de tal manera, que esta última no puede hacer nada al respecto (pp. 25-26).
Situaciones como estas, –donde parece que el hombre no domina realmente sobre la naturaleza, sino que se ha degradado a sí mismo–, han sido posibles precisamente porque algunos de los participantes en este proceso, a los que Lewis llama negativamente “los manipuladores” se han apartado de los preceptos del Tao y han decidido determinar qué es y cómo debe ser el hombre y la realidad (pp. 25).
La postura de estas personas que rechazan tan abiertamente, por ejemplo, los valores religiosos, han olvidado, entre otras cosas, que las ciencias exactas siempre han trabajado con una abstracción de la realidad, donde se excluyen ciertos elementos por un tema de metodología, y que la esencia, el sentido de las cosas, no puede captarse o explicarse exclusivamente a partir de medidas cuantificables (p. 33). Y ahora, apoyados solamente en la técnica (al menos en teoría), algunos legitiman ciertas acciones que a lo largo de la historia han sido consideradas impías (p. 36). Apoyados en la técnica y en el racionalismo, estos manipuladores que se jactan de poder ver más allá de todo fundamento último presente en la religión o en la cultura, acaban adoptando un comportamiento ajeno a toda dirección natural y racional (p. 31).
Como observa Lewis, “es inútil intentar ‘ver a través’ de los principios últimos. Si uno trata de ver a través de todo, entonces todo es transparente. Pero un mundo totalmente transparente es un mundo invisible. ‘Ver a través’ de todas las cosas es lo mismo que no ver nada” (p. 37). Es decir, si se cuestiona todo, si no hay ninguna verdad última, universal e inmutable a partir de la cual podamos juzgar el obrar humano, no hay nada, ninguna premisa sobre la cual podamos construir ningún tipo de racionamiento, ningún juicio válido que permita orientar la vida humana.