Vicente Hargous nos propone una reflexión en torno al modo de responder a los anhelos e inquietudes que plantea el hombre contemporáneo: el diálogo y el don de lenguas para darse a entender son necesarios, pero no nos pueden llevar a dejar de lado la comprensión más profunda de lo real que tenía la metafísica clásica, pues sólo desde ella podremos responder cabalmente a los desafíos de nuestro tiempo.
Vivimos una época en que la confusión y el escepticismo campean a sus anchas por las mentes de las personas. Junto con una fuerte dosis de ignorancia en materia religiosa, hay mucha inseguridad, pensamiento débil, discontinuidad vital y desconexión respecto de lo que hemos recibido… Todo un caldo de cultivo que, en un mundo secularizado y globalizado, propicia la “dictadura del relativismo” (Ratzinger, Joseph: Homilía, Misa pro eligendo Pontifice, 18-IV-2005), el indiferentismo religioso y la idea de que ya no existe nada sólido a que aferrarse. La metafísica ha sido demolida. El fracaso de la modernidad en la segunda guerra mundial nos ha quitado las falsas seguridades del hombre racionalista ilustrado, que a su vez nos habían quitado los fundamentos existenciales que entregaban la fe y la filosofía clásica. A esto se suma el que la cultura tiende a la búsqueda de lo apetecible por sobre lo verdadero (ya nos enseñaba el buen Chesterton que “cuando se deja de creer en Dios enseguida se cree en cualquier cosa”)… Lo que nos queda es un panorama desolador, frente al cual muchos jóvenes católicos no saben cómo reaccionar y, muchas veces, se dejan llevar por el turismo intelectual de probar todo, recoger un poco de cada cosa y, así, acrecentar más aún la propia ensalada mental.
Dar a conocer a Cristo en nuestra época exige conocer al hombre contemporáneo, con sus anhelos y temores. Ahora bien, conocer el ambiente no significa mezclarse en él hasta el punto de perderse en la tormenta de vientos de doctrina que circulan hoy, hasta diluir la propia identidad cristiana y no dejar más que pequeños resabios de un mundo que ya pasó o infundadas convicciones morales hoy incomprensibles para los demás. Y es que hay una realidad que no cambia: hay una común naturaleza que compartimos con un Aristóteles, un Agustín y un Tomás; y hay asimismo unos conceptos que, aunque los llamemos de maneras distintas, son necesarios para explicar lo que somos, lo que es el mundo que nos rodea y lo que es Dios. Es frecuente que se insista en las necesidades ―muy reales― de adecuar el lenguaje para darnos a entender al oyente y de comprender el contexto actual para responder a su anhelo de infinitud ―de modo que pueda satisfacer sus inquietudes vitales―, pero apenas se menciona la necesidad de conservar (o quizás de restaurar) la propia identidad, de generar vínculos con otros que hayan descubierto esa identidad como quien encuentra un tesoro, de compartirla y defenderla de quienes la quieren destruir.
Incluso entre católicos que podríamos considerar bien formados existe una ignorancia tremenda respecto de materias morales y políticas que antes se consideraban parte del acervo común de nuestra civilización… o al menos no existe claridad sobre los fundamentos racionales de lo que se cree. Y como nadie da lo que no tiene, no basta con comprender al hombre contemporáneo y dialogar con él (tareas muy necesarias): es necesario antes ordenar la propia casa. Debemos recuperar los conceptos de un vocabulario perdido que nos conecta con 2000 años de historia, ordenar los saberes según su natural jerarquía, catequizar a los propios antes que a los lejanos.
Incluso los neopaganos que sostienen premisas relativistas tienen ―sin saberlo ni explicitarlo― un criterio conforme con el cual juzgan lo que dicen y escuchan. La diferencia entre el nuestro y el suyo es que nosotros sabemos que su criterio es falso y que el nuestro es realmente la verdad, no por soberbia, sino porque de otra manera no creeríamos en lo que creemos. Los cristianos no somos plenamente poseedores de la verdad, pero sí nos sabemos poseídos por ella (cfr. Benedicto XVI: Homilía, Misa con sus exalumnos, Castelgandolfo, 2-IX-2012). Es necesario que las proposiciones sean juzgadas como verdaderas o falsas, conforme con un criterio que es la Verdad misma que estamos llamados a contemplar (cfr. Santo Tomás de Aquino: Summa contra gentiles, I, L. I, 1).
La filosofía clásica en general ―y la tomista en particular― veía el árbol del conocimiento como regido o gobernado por un tronco que fundaba cada una de sus ramas. Dicha función ordenadora corresponde precisamente a la metafísica (ya nos decía san Pío X que “nunca dejará de ser de gran perjuicio” apartarse del doctor de Aquino, en especial en cuestiones metafísicas). La metafísica es la ciencia arquitectónica por antonomasia (cfr. Santo Tomás de Aquino: Summa contra gentiles, I, L. I, 1), la scientia rectrix a partir de cuyos principios es posible todo otro conocimiento.
Existe un cierto isomorfismo entre el mundo y nuestro conocimiento, y por eso nuestro conocimiento debe ordenarse según el orden del mundo, pues el mundo es un cosmos ordenado. Más allá de los pedaleos mentales de los modernos y postmodernos que buscan negarlo, la planta tiende ―como el perro o el niño― a desarrollarse según su propia naturaleza, la oveja huye del lobo y el pato migra en invierno. Pero el orden de cada cosa se dice respecto de su fin, y todo fin es necesariamente intentado por una inteligencia. Por tanto, el fin último de cada cosa fue dado por quien le dio su existir, que es el Nous, el Logos ordenador del universo, al que todos llamamos Dios (una de las famosas vías del doctor angélico). A partir de esta idea, santo Tomás prueba que, dado que el bien del intelecto es la verdad, la verdad debe ser el fin último del universo. La verdad ordenadora de todas las cosas será, así, el criterio conforme con el cual se han de juzgar todas las proposiciones: lo propio del sabio es “contemplar principalmente la verdad del primer principio y juzgar de las otras verdades”, para desde dicha contemplación “impugnar las falsedades” (Santo Tomás de Aquino: Summa contra gentiles, I, L. I, 1), pues es también necesario refutar el error y no sólo meditar la verdad. La sabiduría no consiste en un chato conocimiento de ciertos tecnicismos filosóficos y teológicos, sino en una comprensión profunda de lo real, que nos permite juzgar bien, entender el mundo que nos rodea y compartir dicha comprensión con nuestros contemporáneos.
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