Ignacio Suazo comenta un artículo del profesor Enrique Martínez, profesor de metafísica, antropología filosófica y pedagogía en la Universitat Abat Oliba CEU, de Barcelona. Se trata de un artículo titulado «Memoria de sí y educación del otro», muy apropiado para mirar atrás y reflexionar sobre lo que ha sido Veritas et Bona como proyecto formativo, así como también para pensar en nuestra futura revista.
Formalmente, con este número despedimos nuestro boletín Veritas et Bona, el que fuera el espacio formativo de Comunidad y Justicia por poco más de un año. Al hacerlo, se entremezclan sentimientos de esperanza, gratitud y –por qué no decirlo– nostalgia. Esperanza, porque abandonamos este proyecto sólo para embarcarnos en uno aún más grande: la revista digital Suroeste. Gratitud, porque durante este periodo quienes escribimos artículos tuvimos la inmejorable oportunidad de estudiar y conocer la doctrina social de la Iglesia y lo más graneado de la tradición filosófica iusnaturalista (algo que alguien como yo, formado al alero de las ciencias sociales, agradece sobremanera). Y la nostalgia… bueno, es algo inevitable, habiendo sido parte de la breve historia de Veritas et Bona.
Más allá de los sentimientos que embargan, un cambio como este resulta ser un buen momento para evaluar y proyectar: repetir aquello que se haya hecho bien y tomar conciencia de aquello que se hizo mal, con la esperanza de poder mejorarlo. Y si se trata de hacer evaluaciones, nada mejor que comenzar analizando lo realizado a la luz de su fin, que en este caso, no es otro que el de educar. En efecto, un boletín como Veritas et Bona busca, en último término, a ayudar a otros a querer el bien y rechazar el mal a través del desarrollo de argumentos, con análisis (ojalá lúcidos) de la realidad y la defensa de ciertas posiciones. En esa línea, un texto como “Memoria de sí y educación del otro” de Enrique Martínez, que reflexiona sobre la esencia de la educación, tiene mucho que decirnos. Específicamente, hay al menos tres lecciones que pueden desprenderse de este texto y desde las cuales podemos evaluar nuestros proyectos.
La primera lección es quizá la más importante: si queremos orientar correctamente un proceso educativo, no podemos olvidar el fin último del hombre, esto es, la felicidad. Dejar de tener esta consideración no impedirá que la educación tenga algún fin más o menos implícito (¡siempre lo hay!), pero será presa fácil de consideraciones técnicas tan parciales como contingentes (“productividad”, “objetivos pedagógicos”, entretenimiento, etc.). No cabe duda de que la felicidad es hoy un concepto bastante equívoco, pero Martínez se encarga de recordarnos su significado: “la vida racional alcanza su modo más pleno de ser en la felicidad”.1Martínez, 85. Es decir, el concepto de felicidad sólo tiene sentido si se entiende como desarrollo de esta dimensión racional del ser humano, a saber, su inteligencia y su voluntad.
Ciertamente lo primero es el conocimiento de la verdad (no se puede desear aquello que no se conoce), pero el filósofo español nos recuerda que no hay verdadera contemplación (y por ende, perfección moral) donde no se desea aquello que se contempla: “(…) aunque el acto cognoscitivo sea más perfecto de suyo que el apetitivo, si no alcanza el grado de contemplativo no decimos que dé la felicidad.”2 Martínez, 86. ¿Y qué es lo que debe ser contemplado? No es otra cosa que el bien más perfecto al cual el hombre puede aspirar: Dios mismo. “(…) la felicidad plena, que puede dar el Bien infinito, consiste en la contemplación misma del rostro de Dios”. 3Martínez, 86. En efecto, no hay educación ―verdadera educación― donde no se apunta de algún modo a Dios.
Que la educación tiene como fin la felicidad y a Dios es una intuición muy presente en Veritas et Bona, porque es una verdad profundamente arraigada en la doctrina social de la Iglesia, cuyos principios intentamos seguir siempre. Por ejemplo, en la segunda edición de nuestro boletín,4 Suazo, «Fides et Ratio y la comprensión de los DD.HH.» encontramos una reflexión de la encíclica “Fides et Ratio” donde se recuerda que la razón debe reconocer a Dios en “su trascendencia soberana y su amor providente en el manejo del mundo”.5 San Juan Pablo II, Fides et Ratio, sec. 18. No siempre es fácil sacar todas las consecuencias prácticas de semejante frase, pero su llamado es claro: Dios no puede ser excluido del ejercicio de la razón, a costa de ocultar a los ojos del hombre su propia humanidad. Sólo en Dios (a través de Cristo) se esclarece el misterio del hombre, como recordaba Vicente Hargous en un ensayo, haciendo un guiño a Gaudium et Spes.6 Hargous, «Reseña de “¿Qué es el hombre?”, de Joseph Ratzinger». Si la educación debe orientarnos a la verdad y, en último término, a Dios entonces nuestra razón no puede quedar encerrada en ella misma, sino que debe ser formada en la verdad. Intentamos dar cuenta de esta intuición en los textos seleccionados para la novena edición de nuestra revista. Buena parte de los textos desarrollaban argumentos relativos a la conciencia recta, es decir, de aquella deliberación personal debe ser realizada a la luz de la verdad, si quiere ser acertada.
La segunda lección de Martínez es como un corolario de la primera. Su texto nos enseña cuál es la esencia misma de la razón. Por ser ella misma subsistente y por ende, completamente inmaterial, ella es capaz de volver completamente sobre sí misma (algo que es, de paso, completamente ingenuo para el pensamiento filosófico contemporáneo). Y es que la razón, al menos su acto primero, es pura reflexividad. Es lo que Martínez llama memoria (pues el alma se recuerda siempre a ella misma, es necesario que se tenga habitualmente presente a sí misma para poder pensar actualmente), que es capaz de noticia (intelección de las especies) y de amor (volición determinada libremente). En otras palabras: la autoconciencia es el fundamento de la inteligencia y de la voluntad. Tener claro la naturaleza eminentemente inmaterial de la razón (y por tanto, de las facultades recién mencionadas) se convierte en todo un desafío en el mundo contemporáneo (nunca liberalismo y marxismo habían estado tan de acuerdo de algo), donde desde todos los frentes se jibariza tanto a la inteligencia como a la voluntad: a la primera, por su incapacidad de captar verdaderamente la esencia de las cosas; y a la segunda, por su imposibilidad de actuar de forma auténticamente libre. Veritas et Bona intentó proclamar desde su primera hora la dimensión espiritual de la persona humana, la cual le permite acceso a la verdad. No en vano se dedicó todo un número (el n°10) a defender la tesis de la objetividad de la ética. Sin embargo, la negación de esta verdad, las más de las veces, ocurre de forma velada. Pasa, por ejemplo con la eutanasia: detrás de una comprensión de la dignidad humana como una mezcla de bienestar y autonomía (“ante este dolor, me mantengo digno y elijo morir”) lo que hay es un olvido de la capacidad racional de la persona humana, de su capacidad de conocer su naturaleza humana y su dignidad.
Martinez deja todavía una tercera lección por delante: la educación se da fundamentalmente en la relación entre maestro y discípulo, o dicho de otra forma, un encuentro entre un hombre que logra algo en su vida digno de ser amado y otro que ―consciente de su indigencia― pide ayuda. Vaya desafío para un medio digital. Porque si bien en una revista esta comunidad de discípulos y maestros tiene sus particularidades, marcadas por la ausencia del otro (a quien sólo conocemos a través de sus escritos), en último término, la finalidad sigue siendo educativa.
De la contemplación de esta diada pueden salir páginas sin fin de meditaciones. Pero en este breve texto me conformo con dar cuenta de tres cosas. La primera es que la adquisición personal de aquello que se enseña ―sea conocimiento especulativo, sea un conocimiento práctico― es algo subjetivamente elaborado por el maestro. Es lo que Martínez refiere al decir que “las actitudes del maestro pertenecen al acto educativo en la medida que hayan sido pronunciadas primero en el corazón del maestro”.7Martínez, «Memoria de Sí y Educación Del Otro», 92. Esto plantea un desafío importante para nuestra revista: no basta saber, sino que se debe hacer propio aquello que se sabe. Esto sin duda vale para los autores (¡alta responsabilidad!). En efecto, difícilmente un autor puede transmitir una verdad con la cual no se haya comprometido profundamente. Sin embargo, la tarea de transmitir adecuadamente lo verdadero no descansa sólo sobre los débiles hombros de quien se decide a escribir un artículo digital. Un autor se deja acompañar por hombres y mujeres que le anteceden y que por sus palabras y/u obras, sí logran expresar aquello que nuestra prosa muchas veces no logra captar. Y en Veritas et Bona, recurrimos a personas que sí se han transformado en señalizadoras del camino: Chesterton, León Bloy, Dorothy Day, San Juan Pablo II y un largo etcétera. De sus libros y testimonios nos alimentamos y vivimos. Y si logramos que alguno de nuestros lectores conociera a estos hermanos mayores, entonces podemos darnos por satisfechos con nuestro cometido.
Pero en la educación no todo depende del maestro. Un segundo punto marcado por Martínez es la importancia del educando. Pues si la palabra a enseñar debe ser dicha en primer lugar en el corazón del maestro, de modo que este desea poder entregársela a alguien ─nos dice el profesor Martínez─8Martínez, 92. la educación sólo existe cuando hay un educando dispuesto a ser educado. Pero ¿cómo hacerlo? ¿Promoción de la libertad del educando? ¿Conocimiento de sus características y búsquedas? ¿Búsqueda de un vínculo? Todas estas son cosas buenas y hasta necesarias. Pero ¿Dónde se encuentra el principio fundamental desde el cual se construye todo el edificio educativo? Si la educación comienza en el educando, no cabe duda que esta descansa en buena parte en la propia motivación del educando, quien por sus propios medios busca aprender. Al decir del Padre José Kentenich, fundador del Movimiento de Schoenstatt, no puede haber verdadera heteroeducación sin autoeducación. y sí queremos ser más precisos sólo puede educarse quien desea crecer, conociendo más la verdad de las cosas y deseando realizar proyectos más nobles. Con todo, todavía se puede dar un paso más en la comprensión de la educación.
Enrique Martínez lo ve con claridad: “¿Quién que no reconozca su ignorancia, su torpeza o su inmadurez podrá sentirse ansioso de mejorar?»9 Martínez, 92.Es lo que él llama indigencia: el deseo de perfección, mediante la sabiduría o la virtud, nace de esta aceptación de necesidad.10 Martínez, «Memoria de Sí y Educación Del Otro», 93. Hoy nos resulta chocante escuchar estos términos, en buena parte por cierta influencia cultural. Ciertas corrientes pedagógicas contemporáneas (hoy dominantes) intentan oscurecer todo aquello que huela a límite, so pretexto de que el niño no se haga una imagen equivocada de sí mismo que le impida aprender.
Por otro lado ¿Puede alguien experimentar deseos de aprender si no es antes consciente de que no sabe? Y este reconocimiento sin duda genera tristeza, pues la percepción de adolecer de algo se experimenta como un mal presente. Pero es aquí donde el educador juega un rol clave, pues este es capaz –a través de su palabra y ejemplo– mostrar que es posible adquirir aquello que se echa en falta. El problema no es tanto mostrar el límite, como mostrar que normalmente se es capaz de cruzarlo. Entonces la tristeza da paso a la esperanza: aparece el conocimiento o la virtud como un bien arduo, posible de adquirir con trabajo.
Llegado a este punto, debemos preguntarnos ¿Buscó Veritas et Bona conectar con la indigencia de sus lectores? ¿Fue capaz de captar las grandes preguntas de sus suscriptores? ¿Habrá sido capaz de despertar la siempre necesaria conciencia de límite y la subsecuente voluntad de crecimiento? Para ello sin duda pusimos algunos medios: realizar encuestas para conocer el perfil y percepción de quienes recibieron mes a mes nuestros boletines o conversar con nuestros más asiduos lectores. Buscamos así mismo poner en la palestra temas en los cuales hay normalmente un gran desconocimiento, como la usura o el adecuado uso de la fuerza. También intentamos cubrir aquellos temas que, por ser fundamentales, se vuelven siempre necesarios de profundizar: la paternidad o la relación entre política y catolicismo ¿Fue suficiente? Probablemente no. Pudimos poner más medios para conocer a nuestros lectores, sin duda. Y pedimos para que Dios haya suplido aquella indigencia de quienes intentamos algo dar.
Estas breves pero exigentes tareas se traducen en un gran ideal: la conformación de una comunidad de educadores y educandos. Una que acepte la naturaleza humana y su vocación por la felicidad. Que acepte que esa felicidad sólo se alcanza la capacidad de verdad que tiene el hombre. Que encuentre a educadores poseídos de ciertas verdades comprendidas y aquilatadas en el corazón, dispuestos a dar a conocer sus conocimientos a un público que sepa de su indigencia. Porque eso es lo que intentó ser Veritas et Bona y ahora buscará emular Suroeste: un espacio que propicie los vínculos entre escritores y lectores. Y si un estudiante universitario pudo encontrar un nuevo referente intelectual, si logramos generar un debate honesto y respetuoso gracias al cual un autor pudo refinar sus argumentos, hallando así la manera de comunicarlos de mejor forma, o si logramos reafirmar la convicción de un padre de familia de que es posible llegar a la santidad, entonces podremos darnos por satisfechos.