Sufro mucho. Es indecible. Si pudieran escuchar mi grito interior. Si por tan sólo un instante sintieran la presión que tritura mis huesos y la prisión que encierra mi alma.
Sufro solo. Los veo y escucho, pero ellos no me miran ni entienden. Creen saber lo que estoy padeciendo. No es así. No pueden. Deliberan sobre dosis y medicinas, horarios y reportes. Entran, chequean, cumplen, y se van.
Sufro por sufrir. No es tan sólo el dolor que me aflige y no afloja. No es sentirlo, sino conocerlo. Está todo en mí. Tan íntimo como mi conciencia. Lo detesto, aunque sea ahora mi única e inseparable compañía. Mi peor enemigo es mi fiel amigo. Trato de hablarle, pero no responde. Le suplico compasión; con rabia, con calma, da igual.
Silencio. Su presencia es radical ausencia. De sentido, de razón, de explicación. No tiene rostro, sólo el mío desfigurado. No tiene voz, sino la mía, desgarrada, desesperanzada, cansada.
¿Por qué? ¿Por qué ahora? ¡¿Por qué a mí?! Por qué así…
¡Sufro por no morir!
Por favor, no más. No quiero. ¡No puedo! Así no. Es indigno. Tengan piedad. Es mi vida. ¡Mía!
Empieza un nuevo día. Lo sé por la rutina. Los técnicos acaban de salir. Su visita de hoy fue más breve, imagino que porque ya queda menos. ¡¿Por qué no terminamos con esto ya?! Este diálogo con el dolor es un insoportable monólogo estéril. ¡Quiero morir!
Escucho la puerta. Alguien viene. Será otra visita técnica. No logro ver. No sé si quiero.
Está a mi lado. Tomó mi mano. No dice nada. Pero está.
Sigue aquí. ¿Cuánto tiempo ha pasado? No lo sé.
Aún no dice nada. Solo sostiene mi mano. Siento algo distinto. Leve. Pequeño.
No es alivio. El dolor persiste. No sé qué será. No tengo recuerdo semejante.
Quisiera preguntarle, pero no puedo. Ya pasará. Ya se irá.
Y otra vez, esa suavidad se abre paso y traspasa la frontera de mi dolor implacable. El calor de su piel parece más intenso que mis quemaduras. Pero no quema. Comienza a extenderse, no por mi brazo sino desde el centro de mi pecho, de adentro hacia afuera. ¿Qué es esto? Mi dolor no se opone, lo deja pasar. Ahora somos tres.
¿Quién eres? No tengo familia ni amigos.
¿Por qué estás aquí, sin decir nada, con un extraño incurable, con este miserable desdichado?
¿Qué logra tu mano para que la mía cobre vida, para que mi vida se vivifique un instante? ¿Qué haces conmigo que quiero aferrarme a tu mano para siempre? Este instante… ¡si pudiera ser para siempre!
Han pasado varios días, no sé cuántos exactamente. Los técnicos van y vienen. Y luego ella. Y nuestras manos. Sólo eso. ¡Pero eso es todo!
Mi instante de eternidad. Inesperado, inmerecido, preferido e infinitamente bienvenido.
¡Cuánto quisiera agradecerte!
Percibo que se reclina y acerca a mi oído. ¡Por fin podré escucharla! Y entonces, por primera vez luego de tantos encuentros, con voz delicada y apretando mi mano con un vigor inusitado, me dice al oído:
“Gracias, qué alegría que tú existas…”
¿Qué significa esto? ¿Qué quizo decirme? ¿Yo soy algo para ella? ¿Soy motivo de gratitud? ¿Puedo ser causa de alegría? ¿Es bueno que exista?
Soy un moribundo, un doliente amargado, un mero acompañante del dolor despersonalizado. No valgo nada. Mi vida no tiene sentido.
Y, sin embargo, ella sostiene mi mano. ¿O soy yo quien sostiene la suya? ¿Puede ser? ¿Yo, un bien para alguien?
¡Es bueno que exista!
¿Qué me dices ahora, maldito dolor? ¿Permanecerás en silencio sabiendo que es bueno que yo exista? ¿Cuál es tu dominio frente a esta mano que se aferra a la mía? ¡Dí algo, habla! Tú respuesta es siempre la misma: sufrimiento. No sabes decir nada más. Pero ya no somos tú y yo. Somos ella y yo. Ya no eres tú. No eres alguien. No eres persona. ¡Yo sí! ¡Soy alguien! ¡No soy para mí mismo! ¡Soy alguien para alguien!
Ya no quiero morir. Tampoco sufrir. Pero si he de sufrir para que mi mano pueda sostener la tuya…, ¿con qué derecho podría privarte de este ínfimo bien? No tengo nada más que darte. Sólo ser alguien. Sólo ser persona. Y sostener tu mano mientras tenga vida.
Y ella, conociendo el fondo de mi alma, me respondió: “Con eso me basta”.