Y si prestáis sólo a aquellos de quienes esperáis recibir, ¿qué gracia tendréis? Pues también los pecadores prestan a los pecadores para recibir de ellos igual favor. (…) Prestad sin esperar nada a cambio.
Lc. VI, 34-35
Y muy razonablemente es aborrecida la usura, porque, en ella, la ganancia procede del mismo dinero, y no de aquello para lo que éste se ha inventado. (…) De modo que de todos los negocios éste es el más antinatural.
Aristóteles
¡Basta de silencio! Porque por haber callado ¡El mundo está podrido!
Santa Catalina de Siena
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- Introducción: una cuestión controvertida e incómoda
Por muchos motivos, la cuestión de la ilicitud de la usura es compleja. Se trata de un asunto que divide los espíritus y exalta los ánimos. El mero nombre de usura es ya conflictivo, por la carga valorativa asociada a esta palabra (¿quién podría enorgullecerse de ser llamado usurero?). Por otro lado, la interpretación de la Doctrina Social de la Iglesia acerca de sus pronunciamientos sobre la ilicitud de los intereses en el mutuo de dinero ―contrato en el cual se enmarca la pregunta por la usura― ha pasado por una historia llena de disputas, coronada en nuestros días por un aparente silencio. En efecto, si bien las condenas a la usura en un sentido amplio no han cesado (y que como veremos, incluso han tenido un cierto resurgimiento con el Papa Francisco), hace décadas que la Iglesia no se pronuncia formal y explícitamente sobre este asunto.
Frente a tal panorama, este trabajo no tiene pretensiones de originalidad. Más bien, apunta a refutar argumentos a favor de la licitud de la usura y, con ocasión de eso, a resumir brevemente el estado de la cuestión en el Magisterio de la Iglesia, junto con exponer los fundamentos de derecho natural dados por el Magisterio y diversos autores contra esta práctica. Nuestra labor, por ende, es sobre todo de recopilación y resumen, más que de formulación de nuevas críticas o interpretaciones: buscamos dar a conocer un debate que, por olvidado, pareciera estar zanjado en favor de una de las partes. Como es nuestra intención mostrar, lo verdadero parece ser lo contrario: la Iglesia nunca ha negado las enseñanzas sobre la usura y, si ha tendido a callar, ha sido en buena parte por la confusión al respecto y por las dificultades para llevar estos principios a la práctica, teniendo presente la complejidad de la vida económica contemporánea.
Hemos tenido en consideración sobre todo los argumentos de ciertos católicos que se manifiestan a favor del préstamo de dinero a interés desde una perspectiva que, con más o menos matices, podríamos a grandes rasgos llamar «neoliberal»[1] o simplemente «liberal». No faltan católicos que se refieren a las reiteradas condenas de la Iglesia a lo largo de la historia respecto de la usura como una postura meramente «canónica»[2] (vale decir, como si fuera una materia contingente cuya regulación es meramente positiva, y no de derecho divino ni natural) o como una «torpe condena»[3]. Otros, simplemente sostienen que se trata de un cambio doctrinal.
Otros autores del catolicismo liberal se acomodan con igual facilidad a la pretendida ruptura, pero admiten que habría ocurrido en materia moral y la presentan como ejemplo importante de transformaciones ya producidas en la enseñanza de la Iglesia, junto a otras cuestiones similares (la esclavitud, la libertad religiosa); o como modelo para transformaciones de esa enseñanza moral todavía no ultimadas, por ejemplo en lo que toca al divorcio o la contracepción, pero ya esbozadas o, a su juicio, deseables.[4]
En ciertos ambientes católicos tiende a verse este asunto como una cuestión en que la Iglesia no tendría competencia para definir nada, amparándose en una mal entendida autonomía de las realidades temporales (la cual, bien entendida, es sólo autonomía relativa) o en una supuesta neutralidad moral de los asuntos económicos (amparándose en la excusa de tratarse de un tema meramente «técnico»). Existe, por otra parte, un temor de que un sistema económico que habría brindado mejores condiciones de vida para todos podría venirse abajo si se prohibiera la práctica del préstamo a interés.
Nuestro trabajo, en consecuencia, buscará hacerse cargo de esos argumentos, de los que sostienen que ha habido un cambio en el Magisterio y de los que desde una perspectiva jurídico económica pretenden justificar la usura, para así, a partir de ellos, explicar la doctrina tradicional. Esperamos que contribuya a formar a muchos católicos que quizás intuitivamente opinan que algo está mal en el sistema financiero, o al menos a que quienes hoy asumen la licitud del préstamo a interés reflexionen al respecto.
- Capitalismo y usura
Muchas críticas se han formulado desde distintos sectores políticos, filosóficos y económicos al sistema económico que domina el mundo en nuestros días, que a grandes rasgos podemos denominar capitalismo[5]. Con todo, tales críticas muchas veces no pasan de ser vagas descripciones de desigualdades o difusas acusaciones a un sistema económico abstracto, o a alguno de sus modelos o formas históricas (mercantilismo, capitalismo industrial, capitalismo financiero, etc.). Bastante menos se ha escrito, en cambio, acerca de cómo ciertas instituciones o conductas concretas que se promueven en este sistema, al menos en la actualidad, son perjudiciales para la comunidad política o por qué lo serían. No pretendemos agotar la materia con todas sus aristas, sino referirnos exclusivamente a una, aunque es una especialmente relevante para la operación del capitalismo, que es la usura.
Hoy en día asumimos el interés; pero el mercado financiero como lo conocemos no ha sido siempre como en nuestra época. A lo largo de la modernidad ―por diversas razones que no viene al caso tratar aquí―, fue introduciéndose paulatinamente esta práctica, con su tolerancia, aceptación y promoción. El préstamo a interés como una práctica legitimada social y jurídicamente se enmarca, por tanto, dentro de la economía capitalista o moderna. Realizar un diagnóstico exhaustivo acerca de los problemas de este fenómeno es una empresa que nos supera con creces, pero para los propósitos de este trabajo bastará con comenzar señalando algunos aspectos del mercado crediticio chileno.
Junto con el crecimiento económico en Chile, la llegada del «modelo» trajo consigo un nivel imprevisto de atomización social, como consecuencia de la ruptura de vínculos sociales y, también, de la frivolidad de nuestra época. Ahora bien, junto con ello se han producido otros problemas, como señaló Daniel Mansuy en una columna publicada en el diario El Mercurio:
la fiesta del consumo nunca fue pura felicidad (…). De allí la frustración acumulada, que también ayuda a explicar la violencia que no deja de intrigarnos (…) ¿Acaso no sabemos hace tiempo que el narcotráfico, la disolución de los vínculos familiares y el sobreendeudamiento tienen presionada a buena parte de la población?[6]
Parece claro que muchos ven la economía como un aspecto de la realidad social absolutamente amoral. En consecuencia, la ausencia de límites en el (supuestamente) libre intercambio de bienes y servicios ha sido absolutamente indiscriminada y abusiva. En parte debido a tal ausencia, ha sobrevenido un endeudamiento en la población bajo condiciones injustas, con una masividad enorme: el año 2017, un 66% de los hogares se encontraban endeudados, según la encuesta financiera de hogares del Banco Central[7], y la deuda de los hogares es alta con respecto a sus ingresos anuales[8], es decir, es una fuente de mayor presión y agobio[9].
El sobreendeudamiento los podría estar haciendo vulnerables de caer en la pobreza, impidiendo salir de ella, o agudizando una situación de precariedad económica en la que ya se encuentran, al introducirlas en un círculo de deuda y altas tasas de interés, que es difícil de romper.[10]
Por cierto, las causas de la actual crisis social son muchas, y no sería razonable considerar solamente ―cual raíz de todos los males― la del crédito, pero ella sí forma parte esencial del problema, sobre todo aquella práctica que es el anatocismo o cobro de intereses sobre intereses. Muchos ven esto como una simple fórmula, sin considerar que por esa fórmula la deuda crece exponencialmente y aumenta el sufrimiento de muchas familias. Esto es hoy una realidad en Chile, como señala el profesor Julio Alvear:
El anatocismo de la ley 18.010 ha llevado a consecuencias no deseadas. Una cosa es incentivar la expansión de crédito y otra el encarecimiento de la deuda. El axioma ‘deudores más pobres con créditos más caros’ ha llegado a ser en Chile una dura realidad para muchos hogares que viven de su empleo y sus avatares[11].
Todo este panorama no demuestra la justicia o injusticia del anatocismo, ni mucho menos del préstamo a interés en general, pero sí ayuda para ver que algo está mal en el sistema financiero actual, donde no parece reconocerse límite moral alguno al mutuo de dinero.
Nuestra propuesta se basa en comprender las relaciones económicas, por decirlo con una imagen, desde abajo hacia arriba. Buscar comprender la economía comenzando desde un sistema altamente complejo es imposible y prescinde de la cuestión de la licitud de las conductas individuales que la sostienen (y, por ende, de la legitimidad de sus instituciones). No parece razonable, en efecto, que un conjunto de hechos singulares injustos conformen estructuras sanas y justas; y en cambio, un conjunto de acciones singulares justas pueden llegar a formar un todo coordinado y armónico, regido por un orden de justicia.
Es un hecho empírico e irrefutable que el hombre ―unidad substancial de alma y cuerpo― requiere de cosas exteriores como condición necesaria para su vida corporal. Pero una vida propiamente humana exige no solamente de los bienes necesarios o indispensables para sobrevivir: en la adquisición y uso de los bienes intervienen muchas personas, con su razón y su voluntad, para producir otros bienes, productos de la técnica, útiles para una vida buena. De esta manera, la vida en sociedad es humana porque es plenitud del hombre. Queda claro, por tanto, que las cosas están ordenadas al hombre, y no el hombre a las cosas. Cuando las relaciones sociales entre personas humanas respecto de las cosas exteriores (que son escasas) se coordinan en armonía ―dando a cada uno lo suyo― y se ordenan a la satisfacción de las necesidades reales de todos y al bien común (y no a la producción de cosas superfluas sin mayor sentido que el crecimiento del sistema), existe un orden económico en la sociedad que es conforme con la naturaleza humana. Pues bien, este orden económico es lo que podemos llamar economía natural[12]. Desde la perspectiva de una filosofía realista ―y, por cierto, esta es la visión católica― existe una manera adecuada de relacionarse entre las partes de la sociedad política ―que son las familias y sociedades menores―, adecuación que se dice respecto del fin de la comunidad política, que es el bien común.
- Visión histórica de la ilicitud moral de la usura
En la antigüedad, aunque en ciertos lugares y épocas se permitió el préstamo a interés[13], era frecuente que sea condenado, hasta el punto de que los pensadores más grandes de dicha era, Platón y Aristóteles, lo consideraban ilícito en cualquier caso[14]. Entre los medievales, quizá el más grande de los doctores católicos, santo Tomás de Aquino[15], también era de esta postura, y está acompañado por muchos otros[16]. La generalización de la idea de que el cobro de intereses es una práctica moralmente neutra es propia de la modernidad (lo que no quita que siempre haya habido quienes la mirasen con cierto recelo), hasta llegar al estado de cosas actual, en el cual dicha idea es casi un dogma incuestionable. Ahora bien, en nuestra época esta idea ha sido profundizada, lo que se aprecia, entre otros factores, en la legalización (y en los intentos de justificación doctrinal) del anatocismo, es decir, el interés compuesto o interés sobre interés. Al igual que el cobro de intereses simples, también esta práctica era considerada ilegítima hace no mucho tiempo en la historia[17], siendo mal visto durante años e incluso derechamente prohibido:
El anatocismo es una figura compleja. Durante siglos ha sido mal visto. En el derecho romano fue prohibido al final de la República. El Código de Justiniano excluyó tanto el anatocismus coniunctus (intereses sobre los intereses devengados y no pagados acumulados al capital), como el separatus (intereses prestados de nuevo al deudor que generan, a su vez, intereses). El derecho canónico mantuvo la prohibición reforzando las razones para rechazarlo (peccatum usuræ), de lo que se hizo eco la doctrina social de la Iglesia y, en general, el derecho público cristiano de los países occidentales.[18]
Cuando se prohibió en Roma, se fundaba la prohibición en que existe un cómputo ilícito, es decir, el concepto por el cual lo que se cobra no corresponde con la realidad:
resulta evidente la ilicitud de las usurae usurarum, no solamente porque sea inmoderado, pues la clave reside en que para [Ulpiano] la indemnización de una deuda que se hubiera incrementado con los intereses de los intereses acusaría un cómputo ilícito: computatio illicita.[19]
En lo que respecta a la historia de la Iglesia, y particularmente del Magisterio, en materia de usura, ha habido disputas, sobre todo en los últimos años (de ahí que Juan Antonio Widow la haya calificado de «una historia compleja»[20]). Con todo, puede afirmarse con certeza que las condenas fueron muchísimas y contundentes.
Estas condenas se fundan, como se sabe, en la Escritura, sobre todo en el Antiguo Testamento, donde la usura se prohíbe explícitamente. Ya lo dice el salmista: «el que no da a usura su dinero y no admite cohecho para condenar al inocente. Al que tal hace, nadie jamás le hará vacilar» (Sal. XIV, 15)[21]. En el Nuevo Testamento, lo afirmado por nuestro Señor en el Sermón de la Montaña ha sido usado numerosas veces como argumento contra esta práctica:
Y si prestáis sólo a aquellos de quienes esperáis recibir, ¿qué gracia tendréis? Pues también los pecadores prestan a los pecadores para recibir de ellos igual favor. Sin embargo, amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada a cambio.[22]
La primera norma canónica al respecto data del año 300, dispuesta por el Concilio de Elvira, que condenaba bajo pena de excomunión a todo clérigo culpable de recibir usuras[23].
Entre los Padres de la Iglesia de los siglos IV y V se encuentran las críticas más duras y claras de esta práctica: san Ambrosio de Milán, san Agustín, san Jerónimo, san Juan Crisóstomo, san Basilio, san Gregorio de Nisa y san Gregorio de Nacianzo[24]. El repudio generalizado a esta práctica una vez que el cristianismo permeó en la sociedad se mantuvo hasta la modernidad[25]. Los Papas adhirieron a estas críticas con prontitud. San León Magno, por ejemplo, decía que «es indecente el crimen de colocar los dineros a usura, no sólo de parte de los clérigos, sino también de los laicos»[26].
Santo Tomás de Aquino, cúspide del pensamiento cristiano, en el siglo XIII, definió y rechazó formalmente cualquier cobro de intereses en préstamos de dinero, calificándolos como pecado de usura. Como veremos, su postura reafirma la tesis de Aristóteles, según la cual es un negocio antinatural, toda vez que el dinero es estéril, pero desarrolla analíticamente esa tesis con mucho detalle.
La condena formal y explícita más reciente tuvo lugar en 1745, con la encíclica Vix Pervenit, del Papa, Benedicto XIV:
El género del pecado llamado usura, que tiene su lugar propio y su sede en el contrato de mutuo, en el cual se contiene, consiste en esto: del mismo mutuo, que por su propia naturaleza obliga a que se restituya solamente la cantidad prestada, uno quiere que se le restituya más de lo que se recibió; y, por tanto, afirma que, además del capital, se le debe un cierto lucro, en razón del propio mutuo. Por lo tanto, esto se aplica a cualquier lucro, en razón del mismo mutuo, que exceda el capital. Por esta razón, todo lucro que de esta manera supere lo prestado es ilícito y usurario.
No ayuda para purgar esta mancha el hecho de que tal lucro no es excesivo sino moderado, no es grande sino exiguo; ni el hecho de que aquel de quien se reclama tal lucro (a causa del mutuo únicamente) no es pobre sino rico; ni siquiera argumentando que el dinero prestado no se deja ocioso, sino que se gasta útilmente, ya sea para aumentar la propia fortuna, para comprar nuevos predios o para realizar negocios lucrativos. Porque actúa en contra de la ley del mutuo, que exige necesariamente que haya igualdad entre lo dado y lo restituido, quien no se avergüenza de exigir más de lo que se prestó, en virtud del mismo mutuo, una vez puesta esa igualdad. Por lo tanto, si [el mutuante] recibiere [una suma superior a la prestada] estará obligado, en virtud de la regla de justicia que llaman conmutativa, que dispone que en los contratos humanos se cumpla santamente con la igualdad propia de cada uno, a reparar exactamente en lo que se se haya cumplido con tal igualdad.[27]
De esta manera, de manera muy contundente, «una vez más la Iglesia reafirmó la posición tradicional y condenó la usura, definiendo como pecaminoso cualquier interés recibido por un préstamo»[28]. Sin embargo, a partir de ahí, la complejidad del sistema económico creció cada vez más, lo que requerirá un conocimiento más profundo del tema y de las sutiles distinciones que deben considerarse, que muchas veces los confesores no supieron abordar con finura. Thomas Storck pone al respecto un ejemplo digno de ser atendido:
Cuando se leen los sutiles análisis de la usura por parte de los teólogos de la época barroca, uno no puede dejar de sentirse impresionado por su minucioso esfuerzo. Sin embargo, la creciente complejidad de la vida comercial hacía difícil decir con seguridad qué era y qué no era usura. Incluso en el siglo XV, Fra Santi (Pandolfo) Rucellai, que había sido banquero antes de entrar en la orden dominicana y que, a petición de Savonarola, escribió un tratado sobre la moralidad de la banca de cambio, no pudo dar una opinión definitiva sobre ciertos puntos.[29]
El problema aumentará durante los siglos sucesivos. Al comenzar el siglo XIX, en muchos lugares las autoridades eclesiásticas parecían haber decidido comenzar a tolerar intereses moderados, ante la dificultad para discernir si los cobros eran justos o no[30].
Las dificultades prácticas para aplicar una doctrina de la usura que distingue con demasiada sutileza entre distintas clases de préstamos y efectos de ellos, a actos económicos en una sociedad cada vez más compleja, no significa que el principio haya desaparecido. En forma más general, pero no por eso poco clara, Roma seguirá haciendo mención al mercado financiero o a la usura en sus orientaciones. León XIII, por ejemplo, dirá en Rerum Novarum que «[El tiempo] hizo aumentar el mal de la voraz usura, que, reiteradamente condenada por la autoridad de la Iglesia, es practicada, no obstante, por hombres codiciosos y avaros bajo una apariencia distinta»[31].Como observa Thomas Storck, estos cambios quedarán reflejados con una condena a la usura en el Código de Derecho Canónico de 1917:
Si se da una cosa fungible a alguien de manera que se convierta en suya y después se le ha de devolver sólo en la misma especie, no se puede recibir ganancia alguna por razón del contrato mismo; pero en el pago de una cosa fungible no es ilícito en sí mismo contratar por la ganancia permitida por la ley, a no ser que sea evidente que ésta es excesiva, o incluso por una ganancia mayor, si existe un título justo y adecuado (canon 1543).[32]
Es de justicia decir que en la nueva versión del Código de Derecho Canónico (1983) no dice nada en relación al tema, ni tampoco en la versión de 1992 del Catecismo de la Iglesia Católica[33]. Pero antes y después de eso, la Iglesia siguió haciendo referencias al tópico de la usura. Algunas décadas antes, Pío XI diría en la encíclica Quadragesimo anno:
Dominio ejercido de la manera más tiránica por aquellos que, teniendo en sus manos el dinero y dominando sobre él, se apoderan también de las finanzas y señorean sobre el crédito, y por esta razón administran, diríase, la sangre de que vive toda la economía y tienen en sus manos así como el alma de la misma, de tal modo que nadie puede ni aun respirar contra su voluntad.[34]
Hay también referencias recientes. Por ejemplo, en la encíclica Caritas in Veritate, Benedicto XVI volvió a referirse a la usura de forma indirecta, al hablar del mercado financiero con estas palabras: «las finanzas mismas, que han de renovar necesariamente sus estructuras y modos de funcionamiento tras su mala utilización»[35]. Para ello el Papa emérito menciona dos veces que se debe proteger a los más pobres «de la amenaza de la usura»[36] y propone mirar «las experiencias microfinanciación», pensando sobre todo «en el origen de los Montes de Piedad»[37]. Los Montes de Piedad o montepíos son pequeñas iniciativas para prestar dinero a las personas más pobres y así evitarles tener que recurrir a prestamistas inescrupulosos. Estas iniciativas a veces cobraban intereses pequeños, con el fin de pagar el funcionamiento de los propios montepíos, incluyendo los sueldos de sus trabajadores, pero se planteaba justamente como un proyecto en oposición a la usura[38].
Por último, el Papa Francisco ha profundizado aún más estas críticas al sistema económico esbozadas por Benedicto XVI. En su primera exhortación apostólica el actual pontífice denuncia al actual «sistema social y económico» como «injusto en su raíz»[39], cuyas consecuencias son el consumismo desenfrenado y la inequidad[40]. En cuanto a sus causas, el actual pontífice no menciona la palabra «usura», pero su diagnóstico claramente conoce deficiencias serias en las instituciones del sistema económico vigente. Denuncia que este «desequilibrio proviene de ideologías que defienden la autonomía absoluta de los mercados y la especulación financiera» y que «la deuda y sus intereses alejan a los países de las posibilidades viables de su economía y a los ciudadanos de su poder adquisitivo real»[41]. Por todo lo anterior, el Papa llama a emprender una «reforma financiera que no ignore la ética»[42].
- Argumentos a favor de la licitud del préstamo a interés
Frente a esta historia y, en el caso de los católicos, a las condenas del Magisterio de la Iglesia, muchos autores han tratado de responder con diversos argumentos. Resumiremos, a continuación, algunos de ellos[43].
- «Así funciona el mercado»: falacia naturalista
La mentalidad de mucha gente en nuestros días simplemente desprecia a quienes osan criticar de cualquier forma el sistema vigente o alguna de sus instituciones. Lo cierto es que muchas veces se despacha al crítico del sistema con una falacia ad hominem: «lo que pasa es que no sabes economía». La economía tiene, desde luego, un lugar en esta discusión. Ahora bien, la economía como hoy la conocemos describe ciertos procesos sociales, es decir, estudia lo que de hecho suele ocurrir en las conductas económicas (libres) de las personas; pero de ahí no se sigue ―ni es posible que se siga― que aquello que ocurre en los hechos (de facto) sea de suyo justo (de iure). En otras palabras, que el interés tenga un impacto económico y pueda ser analizado desde esa óptica, nada dice de su licitud. Eso sería equivalente a concluir que el tráfico de drogas es ético por el solo hecho de que contribuya a la libre circulación de los bienes: un narco puede comprar autos, casas, viajes y muchos bienes, que contribuirían a fomentar la producción económica… pero nadie en su sano juicio estaría dispuesto a sostener que su negocio es ético por generar ciertos beneficios sociales. Se trata, por tanto, de la conocida falacia naturalista, según la cual se extrae una conclusión normativa (un imperativo) a partir de premisas descriptivas.
Históricamente, la economía era vista como una parte de la moral, hasta la llegada de Adam Smith. Este moralista escocés decidió aplicar los métodos matemáticos de la nueva física de Newton a los fenómenos económicos, para explicarlos con neutralidad por medio de la observación[44]. Este conocimiento es real, pero incompleto, pues toda acción humana, voluntaria, forma parte de la ética y puede ser justa o injusta. Así como podemos describir físicamente la manera en que un hombre dispara a otro y lo mata ―explicando cómo la bala sale por el cañón de un arma y atraviesa a su víctima―, podemos también describir con cierta abstracción los procesos sociales desde una perspectiva económica, pero lo esencial de la primera acción no es esa descripción material, sino su bondad o malicia intrínseca (en el ejemplo dado, si el acto era voluntario, podría tratarse objetivamente de un homicidio o de un acto de legítima defensa). De la misma manera, lo esencial a cada acción humana en materias económicas está definido por la justicia o injusticia del intercambio (no sólo de «justicia social», tan repudiada por cierto liberalismo[45], sino por estricta justicia conmutativa). Hay procesos que de hecho ocurren, pero esos procesos bien pueden ser injustos. La economía empírica solamente describe de manera abstracta ciertas tendencias, con modelos de predicción matemáticos, que se dan en las conductas de las personas en los intercambios[46]. Muestran algo de ciertas conductas de la vida social, pero no nos muestran si tales conductas son justas o injustas[47].
Otro ejemplo que podría responder a esta crítica, según el cual la economía necesita del préstamo a interés para funcionar, es el de la esclavitud[48]. Es verdad que la economía chilena en su estado actual debe permitir la usura para presentar de manera competitiva sus portafolios de inversión. Pues bien, si pensamos en la esclavitud, ella era uno de los elementos centrales de cualquier economía de la Antiguedad, donde las galeras funcionaban con esclavos remeros, las construcciones de ciudades y carreteras también usaban esclavos, al igual que la extracción de materias primas y un largo etcétera. Prohibir la esclavitud en esa época habría significado un encarecimiento de costos y una pérdida considerable de posición frente a otras naciones o ciudades, es decir, una pérdida económica (y más aún, aplicada de la noche a la mañana, una prohibición así habría significado el colapso de la economía de la comunidad). Sin embargo, la pregunta no es si, de eliminarse una práctica injusta, se encarecen o no los costos o si hay pérdidas, sino si estamos frente a una economía propiamente humana. Con el caso de la usura podríamos decir lo mismo: es necesario retroceder paulatinamente hasta que ella sea prohibida una vez más, para que tenga lugar una auténtica restauración del orden social y de una economía verdaderamente humana..
- «La economía ha evolucionado»: el mito del progreso indefinido
Es también un argumento frecuente el escuchar la afirmación (muchas veces precedida del adverbio «afortunadamente») de que «la economía ha evolucionado». Muchos ni siquiera se plantean la cuestión de fondo acerca de la moral económica, pero hay otros que señalan que se podría hacer una distinción entre los principios de moral económica y su aplicación a un momento histórico determinado. Joaquín Azpiazu ―jesuita del siglo XX, de mucho prestigio por sus textos sobre Doctrina Social de la Iglesia― es uno de los representantes de esta tesis.
Este autor señalaba tres consideraciones para entender que ha cambiado la situación de hecho que haría legítimo hoy el préstamo a interés, habiendo sido ilegítimo antes. La primera consideración sería la de los «estadios distintos por los cuales ha pasado la economía»[49]: habría una división entre la etapa capitalista, actual (iniciada, según el autor, durante el siglo XIX), y la etapa precapitalista. En la etapa precapitalista, la economía estaba centrada en la tierra y el capital no era tan necesario para su movimiento, lo que hacía que el capital ofrecido de otra manera sería capital muerto (no habría un uso alternativo posible del capital). La segunda consideración que hacía es el fin de los préstamos antes: fundamentalmente servían para el consumo ―especialmente por parte de quienes más lo necesitaban para subsistir―, mientras que hoy estarían ordenados sobre todo a la producción, vale decir, para el financiamiento de las empresas. La tercera consideración se refiere a que la naturaleza del dinero habría cambiado.
Subyace a estas tres consideraciones ―inconscientemente― una tesis que está lejos de haber sido demostrada, cual es el mito del progreso. Evidentemente, ha cambiado la forma en que opera la economía (entramos en una etapa capitalista), ha cambiado el fin de los préstamos (ahora la mayoría supuestamente se destina a la producción) y ha cambiado la noción que tenemos del dinero (ahora se ve como capital, y no como simple medio de cambio). La pregunta que lógicamente deberíamos hacernos no es si ha cambiado o no, sino si dichos cambios han sido buenos o malos y, en consecuencia, 1) si el capitalismo vigente hoy es compatible con la doctrina católica; 2) si en un préstamo con fines productivos es legítimo el cobro de intereses (y si la producción efectiva de riqueza debe ser un factor a considerar o no); 3) si en los préstamos improductivos sería lícito en esta época (en que la mayoría de los préstamos se dirige a fines productivos) cobrar intereses; y 4) si la noción que hoy tenemos del dinero es la correcta (es decir, la que es conforme con la economía natural).
Fundar la licitud del préstamo a interés en esas consideraciones sólo tiene sentido si se asume que la economía capitalista es buena o moralmente neutral (siendo que eso es lo que se debe demostrar), que el préstamo con fines productivos legitima el cobro de intereses (cuestión que también requeriría una demostración, aunque esta parece ser una cuestión más discutible), que son legítimos los préstamos de consumo si en esta época la mayoría de los préstamos se ordenan a la generación de riqueza y, por último, que la noción actual del dinero es la correcta. Vale decir, se asume que la humanidad habría «avanzado» hacia un estadio superior, en el cual comprendemos de mejor manera cómo funciona la economía y las funciones del dinero, pero en ningún momento se demuestra que este estadio distinto sea el moralmente correcto, es decir, el más conforme con el orden económico natural.
- «El interés es sólo el precio del valor futuro»: la falacia contable
Quizás uno de los argumentos más frecuentes para intentar justificar el cobro de intereses en el mutuo de dinero es este: «el acreedor no tiene por qué estar obligado a regalar su dinero: esa misma suma podría haberla invertido y podría haber ganado eso mismo que él cobra en los intereses». Esto es lo que en contabilidad se conoce como «valor futuro». Ahora bien, la misma expresión gramatical que hemos usado prueba nuestro punto: la oración usada no está en futuro simple, sino en condicional. Y es que, en realidad, no existe certeza de que ―excluido el préstamo a interés de todo el sistema― una inversión asegure de manera efectiva un retorno. Se estaría cobrando, así, por algo que en realidad no existe (o que no necesariamente existe). La posibilidad de ganar dinero conlleva un riesgo. No se trata sólo del riesgo de que el deudor no restituya el capital (es decir, el riesgo de que el otro contratante cumpla con la obligación convenida, riesgo que existe en todo contrato, y no sólo en el mutuo de dinero): en este caso existe un riesgo de fracaso del negocio respecto del cual se ha invertido, lo que significa que la ganancia no puede tenerse por cierta y, en consecuencia, no es justo cobrar por la eventual pérdida de ella.
Lo que se estaría cobrando en tales casos es el uso de la cosa, del dinero, como algo separado del dinero mismo, siendo que en las cosas consumibles ―como el dinero― el uso y la disposición de la cosa se confunden (y por eso el dinero es estéril, según la conocida tesis de Aristóteles: pecunia non parit pecuniam). Este es el principal argumento de santo Tomás de Aquino, que reproducimos íntegramente a continuación:
Respondo diciendo que recibir usura por el dinero prestado es en sí mismo injusto, porque se vende algo que no existe, por lo cual se constituye una desigualdad manifiesta que contraría la justicia. Para evidencia de esto se ha de saber que hay cosas cuyo uso es el mismo consumo de las mismas, así como el vino se consume usándolo para beber, o el trigo se consume usándose para comer. De donde en tales casos no deben computarse separadamente el uso de una cosa de la cosa misma, sino que quien concede el uso, por eso mismo concede la cosa. Y por eso en tales casos por el mutuo se transfiere el dominio. Si alguien, por ende, quisiera vender separadamente el vino y el uso del vino, vendería dos veces una misma cosa, o vendería algo que no existe. De donde es manifiesto que pecaría por injusticia. Y por la misma razón comete injusticia quien presta vino o trigo pidiendo para sí dos recompensaciones, una la misma restitución de cosa igual, y otra el precio de su uso (pretium usus), que se llama usura.
Ahora bien, hay cosas cuyo uso no es equivalente al mismo consumo de la cosa, así como el uso de la casa es la habitación, y no su destrucción (dissipatio). Y así, en tales casos puede conceder una u otra cosa, por ejemplo, cuando alguien entrega a otro la propiedad (dominium) de la casa, reservando para sí el uso por un tiempo; o a la inversa, cuando alguien concede a otro el uso de una casa, reservando para sí la propiedad. Y por esto puede ser lícito para un hombre recibir un precio por el uso de la casa y además de eso pedir la casa prestada, como es patente en el arrendamiento de una casa (conductione et locatione domus).
El dinero, en cambio, según lo que dice el Filósofo en el libro V de la Ética y en el I de la Política, principalmente fue descubierto para realizar intercambios, y así el uso propio y principal del dinero es la consumición o disposición (consumptio sive distractio), según la cual es gastado en los cambios (in commutationes expenditur). Y por esto, en sí mismo es ilícito recibir un precio por el uso del dinero prestado, que se llama usura. Y así como un hombre tiene que restituir las cosas injustamente adquiridas, así también con el dinero que recibió por usura.[50]
Los contratos, incluso con el consentimiento libre de sus contratantes, pueden ser justos o injustos. Un contrato es justo si las prestaciones entre las partes resultan equivalentes. Es injusto, en cambio, aquel contrato en que existe desproporción o manifiesta desigualdad entre lo que una parte da y recibe. Por ejemplo, es injusto un contrato en que se vende una cosa por un precio evidentemente mayor que el usual y razonable. El criterio que permite reconocer la injusticia de un intercambio es el enriquecimiento de una persona a costa del empobrecimiento de otra, lo que tradicionalmente se llama enriquecimiento sin causa. Todo contrato de intercambio de bienes exige lo que se conoce como justo título o justa causa, que determina la existencia de un derecho para exigir algo. La pregunta que debemos hacernos para entender si los intereses son justos o injustos (no sólo si son «económicamente convenientes») es si en el contrato existe equivalencia entre las prestaciones de las partes y, por eso, cuál es el título que justifica cobrarlos.
Tratándose del préstamo de cosas consumibles, es decir, aquellas que se consumen por su uso, lo que se presta son las cosas mismas, y quien las recibe adquiere su dominio, haciéndose dueño, quedando obligado a restituir otras cosas equivalentes. No ocurriría necesariamente de la misma manera si la cosa fuera no consumible, como ocurre con el préstamo de uso de una especie o cuerpo cierto (no consumible) ―contrato que se llama comodato―. Es legítimo respecto de ese tipo de cosas cobrar por el uso mediante un contrato de arrendamiento, por ejemplo, porque el uso y provecho de la cosa es separable de la cosa misma, como ocurre con un auto que se puede usar o un campo que se puede cultivar: no se transfiere el dominio o propiedad de la cosa, sino solamente su uso. En el mutuo, sea o no de dinero, en cambio, no puede cobrarse más que lo prestado, pues el uso de la cosa no es separable de su disposición y no es posible disfrutar de él sino mediante su consumo (de ahí que el dinero sea estéril, como decía Aristóteles). Y dado que quien recibe las cosas en el mutuo adquiere el dominio de las mismas, no es lícito a quien las prestó cobrar por su uso, porque ya no es su dueño.
No puede lícitamente, por tanto, cobrarse por un uso alternativo que alguien podría haber hecho de la cosa, como un precio separable del valor de la cosa que se debe restituir, pues en tal caso se vendería separadamente un uso de la cosa de su propiedad, que en la realidad se confunden. En el contrato de mutuo o préstamo de consumo lo que se debe restituir es equivalente al capital. La pérdida de valor del dinero por el paso del tiempo tampoco justifica el cobro de intereses, como veremos más adelante.
- «El que presta se arriesga, es justo que cobre por ese riesgo»: falacia de la confusión de riesgos
El argumento que acabamos de comentar nos permite entrar en otro que se suele usar, muchas veces como una réplica al argumento anterior. De lo que hemos señalado se sigue que el acreedor que exige el pago de intereses, en caso de tratarse de un préstamo productivo (lo que en teoría podría llegar a justificar una ganancia legítima por la generación de riqueza), está invirtiendo sin correr el riesgo del fracaso de la inversión. A esto se responde muchas veces con una falacia que confunde las clases de riesgo involucradas: «cuando un acreedor presta dinero se arriesga, pues el deudor podría no pagar; existe un riesgo de no pago, y en virtud de dicho riesgo debe ser lícito cobrar un interés». Este riesgo es real. Sin embargo, es necesario decir que ese riesgo está presente en cualquier contrato: todo contrato se funda en la buena fe de los contratantes, que deben cumplir con aquello a lo que se han obligado: pacta sunt servanda. El riesgo al que nos referíamos antes, en cambio, es el riesgo del fracaso del negocio en el cual se ha invertido: por ejemplo, cuando se invierte en una sociedad mediante aportes en dinero, el que aporta pasa a ser socio, es decir, se involucra en el negocio para perder o ganar junto con los demás socios. En cambio, al prestar dinero con intereses se cobran éstos con independencia del éxito o fracaso del negocio (es más, también se cobran en caso de tratarse de un crédito de consumo).
¿Qué alternativas le quedan al acreedor, si el deudor es «riesgoso»? Si se desconfía del deudor, el acreedor puede pedir al deudor una caución o garantía (fianza, prenda, hipoteca, etc.), para que se haga efectiva en el evento de incumplirse la obligación, pero no es justo cobrarle un precio más alto. De la misma manera, en este caso no deberían poder cobrarse intereses so pretexto de existir un riesgo. Cabe destacar que este es un tema central para comprender la injusticia manifiesta del «interés por riesgo», hoy permitido en nuestro sistema: esta práctica consiste en el cobro de una tasa más alta para aquellos deudores que el acreedor califica de «riesgosos». Eufemismos aparte, eso no pasa de ser un interés para los pobres: se cobra más a los más vulnerables en el momento en que más necesitan apoyo.
- «Con la inflación se pierde dinero, y es justo cobrar intereses por esa pérdida»: una confusión conceptual
Por burdo que parezca, es un argumento que muchos que no son expertos en la materia consideran de manera intuitiva: si el dinero pierde valor, parece razonable que lo que se restituya tenga idéntico poder liberatorio que lo que se prestó originalmente. Esto constituye un error conceptual que confunde los intereses con los reajustes. El monto del capital reajustado (es decir, actualizado su valor, como si se pactara el monto en UF) no es interés. El monto de intereses que se cobra, resultado de una tasa que se aplica al capital, se cobra además de éste, mientras que los reajustes son el capital mismo, pero actualizado su valor al tiempo del pago.
- «Volenti non fit iniuria»: la falacia liberal
Los liberales piensan que, siendo un asunto privado, en el cual intervienen (supuestamente) de manera libre dos personas, no tendría sentido prohibir una práctica como el cobro de intereses, en la cual (supuestamente) no se perjudica a terceros. Habiendo consentido las dos partes, no podría decirse que el deudor haya sido injustamente afectado, pues no se comete injusticia contra el que actuó voluntariamente (volenti non fit iniuria). Esto es absolutamente falso, pues la voluntad no es la que determina lo justo en una relación de intercambio. Es más, existen instituciones para prevenir precisamente esas hipótesis. La lesión enorme es quizás la más representativa de esto: si el precio de una cosa vendida excede el duplo del precio justo, el contrato debería rescindirse (en el ordenamiento jurídico chileno, respecto de compraventas, esto ocurre solamente si se trata de bienes inmuebles, donde el cambio de valor es muy relevante). Existen además otras formas de lesión, todas ellas apuntan a mantener la vigencia del principio de la prohibición del enriquecimiento sin causa.
Hay un factor subjetivo en la estimación acerca de cuál es el precio justo, pero esto no significa que el precio justo se determine por un mero acuerdo de voluntades:
Se suele hacer mención de un precio natural de las cosas. Natural por no estar afectado o distorsionado por el desorden interior o pasional de las partes, por no pesar en él indebidamente la subjetividad de éstas, correspondiendo así al valor real de la cosa en su referencia al bien natural del hombre. Este precio natural, al exigir como elemento de juicio la comparación entre muchos valores de cambio, es objeto de una cierta estimación común. Esto no significa que sea fruto de un acuerdo de voluntades, sino que, por tratarse de algo que puede ser conocido por el hombre sensato, sin necesidad de especial ciencia, es el criterio de éste, común en la medida en que la vida en sociedad se asienta sobre bases naturales, lo que con mayor certeza y seguridad puede dar razón del precio justo.[51]
En el caso del mutuo, sea de dinero o de otra cosa, no existe un «precio» distinto de lo que se entrega, es decir, igual cantidad de cosas del mismo género y calidad, como hemos visto. Sin embargo, esto nos sirve para mostrar la falacia liberal de que existiendo consentimiento todo vale. Y la lesión enorme no es la única prueba de ello. En una situación de necesidad una persona es capaz de muchas cosas… ¿qué pasa si el deudor consiente en pagar con su propia carne, como le ocurrió al pobre Antonio en El Mercader de Venecia, de Shakespeare? ¿qué pasa si le piden sus propios dientes, como a Fantine en Los Miserables, de Víctor Hugo? ¿qué pasa si una persona se vende a sí misma como esclava? ¿qué pasa si alguien se ofrece a un sádico para que lo torturen?… estos son límites al consentimiento. Pues bien, lo mismo ocurre si se vende algo a un precio excesivo. Los economistas muestran que en un mercado monopólico la tendencia será a que no se respete el precio justo, pero eso muestra precisamente que existe una justicia objetiva en los intercambios (y que existe debilidad humana para ceñirse a ella), que no se determina por la sola voluntad humana.
- ¿Evolución de la Doctrina Social de la Iglesia?
Un economista, en el marco de la presentación del libro Libertad económica, capitalismo y ética cristiana, de Martin Rhonheimer, señaló lo siguiente:
Pienso en esa conocida y torpe condena de la usura durante siglos (un desconocimiento de la teoría del interés del capital), que las autoridades eclesiásticas (¡también las civiles!) mantuvieron a pesar de la enseñanza de tantos doctores escolásticos. Afortunadamente, la Doctrina Social ha ido evolucionando con el tiempo.[52]
Como se ve, el autor omite mencionar a los autores que se han opuesto a esta práctica a lo largo de la historia (también escolásticos, y especialmente a santo Tomás) y ridiculiza esta postura sin hacerse cargo de sus argumentos, como si solamente fuera manifestación de ignorancia de la teoría de interés del capital. Nadie ignora tal teoría, pero quienes nos oponemos a la usura afirmamos que esa teoría describe de manera abstracta una tendencia de las conductas de personas individuales, que pueden ser justas o injustas, con independencia de lo que ocurre en la mayoría de los casos. Ahora bien, el punto que queremos refutar aquí es el supuesto cambio doctrinal en el Magisterio, amparado en una mal entendida autonomía de las realidades temporales.
Muchos autores ni siquiera se detienen a mencionar los documentos del Magisterio, como la encíclica Vix Pervenit (que, aunque dirigida a los obispos de Italia debido a una controversia de carácter local, fue redactada por el Papa y como tal tiene el carácter de magisterio pontificio, y ha sido posteriormente aplicada a toda la Iglesia mediante penas canónicas), ni los pronunciamientos de los Padres y los Concilios, quedándose sólo en las posturas de Aristóteles y santo Tomás, y en los cambios que habría sufrido esta doctrina con los teólogos de Salamanca[53]. Hay otros que sostienen que la doctrina no ha cambiado, pero que la situación histórica sí habría cambiado[54]. Y no faltan quienes omiten la cuestión. Ahora bien, hay otros que sostienen que el Magisterio no ha cambiado y que, como ya hemos esbozado, el cambio de concepto de dinero ha sido un cambio antinatural y erróneo.
Ya hemos mencionado que un cambio de sistema por el paso del tiempo no necesariamente es positivo. Pues bien, estimamos que el paso a una economía capitalista, en la medida en que ha importado un alejamiento de los principios de la economía natural, ha sido un cambio negativo que ha promovido muchas injusticias (aunque haya producido también un crecimiento enorme de la técnica, si es que concediéramos que ambos fenómenos están causalmente conectados). Con todo, ni aunque eso fuera cierto podríamos afirmar que el Magisterio ha cambiado. Es innegable que ha habido filósofos y teólogos-juristas que han realizado distinciones que provocaron una tendencia a la tolerancia pastoral en la materia, sobre todo por parte de los confesores. Sin embargo, el punto fundamental que debe tenerse en cuenta es que ―aunque se haya derogado la pena canónica y a pesar del aparente silencio del Magisterio― ninguna encíclica ni concilio ha revocado formalmente lo que se condena formal y explícitamente en todo el Magisterio anterior, incluyendo la encíclica Vix Pervenit, posterior a los teólogos de Salamanca: «Roma nunca se ha retractado en la doctrina de Vix pervenit, e incluso la ha reafirmado y aplicado a toda la Iglesia»[55] (por ejemplo, mediante penas canónicas), por ende,
sigue siendo la posición de la Iglesia hasta el día de hoy. Es el último documento papal definitivo dedicado al tema de la usura, y su contenido nunca ha sido oficialmente retractado o rescindido. Dado que resume dos mil años de revelación y razonamiento de derecho natural, no es necesario decir nada más. Sin embargo, la Santa Sede no emitió más decisiones sobre tipos particulares de contratos y transacciones. Las situaciones particulares se dejaron en manos de los expertos sobre el terreno y más cercanos al hecho, y se les instó a proceder con prudencia.[56]
Con todo, haber dejado las condenas explícitas, instando a los expertos a actuar con prudencia, no implica un cambio de doctrina. De hecho, como dice Brian M. McCall, los Papas recientes:
han tenido cuidado de dejar claro que dicha política no debe interpretarse como un abandono o anulación de los antiguos principios de la doctrina de la usura. Los Papas León XIII, San Pío X, Pío XI y Benedicto XVI se han referido a la doctrina tradicional de la usura en sus encíclicas, ya sea alabando a los que combaten la usura o condenando a los que la practican.[57]
- Un sistema distinto es posible
La usura es una práctica tan arraigada en nuestro sistema económico, que hoy nos cuesta pensar en una economía al margen de ella. Pero como hemos visto a lo largo de este trabajo, no sólo hay muy buenas razones para oponerse a ella, sino que fue la posición mayoritaria por siglos y autores que bien pueden contados entre los más sabios de la historia la han condenado. Ha sido también la posición oficial de la Iglesia desde sus inicios y que los últimos Papas, si bien no han sido del todo claros en este asunto, sí han tomado posiciones compatibles con esa doctrina y que incluso llaman a una cierta continuidad con ella, sin contradicciones ni modificaciones.
Si hay mediana claridad en que la usura es injusta, la pregunta no es tanto por qué se ha dejado esta doctrina de lado, sino qué se puede hacer al respecto y qué se está haciendo ya en esta línea. Y, afortunadamente, existen varias alternativas que podrían conducir nuestras economías hacia un orden económico justo y humano.
En primer lugar, cabe pensar en medidas que podrían tender a cambiar paulatinamente el sistema. En lo que respecta al consumo, iniciativas como la Dirección General del Crédito Prendario ―dependiente del Estado― sin duda hacen una labor importante. Y las altas tasas de retorno de los créditos hablan de lo responsables que pueden ser los consumidores cuando se les entregan condiciones justas de pago. Otro tanto puede decirse con iniciativas iguales o semejantes a los Montes de Piedad o montepíos, los cuales, aun si cobran intereses para la mantención de los mismos, constituirían una mejora con respecto a la situación actual. De hecho, no suena descabellado promover un sistema parecido que se financie con donaciones provenientes de la caridad cristiana de cada gremio.
En lo que respecta a los créditos destinados a financiar generación de riqueza mediante la producción de bienes y servicios, no pueden desconocerse las múltiples iniciativas de microcréditos a emprendedores que han emergido en las últimas décadas en el mundo, siguiendo el modelo del Banco Grameen, fundado por el economista, Muhammad Yunus. Estas iniciativas han abierto las puertas a miles de emprendedores de bajos recursos que no habrían podido acceder a financiamientos de otro modo o, peor aún, los habría hecho entrar en una bicicleta financiera que, a la larga, los habría dejado fuera del sistema. Por otro lado, el modelo natural de inversión, que siempre se había usado en las economías precapitalistas, que hoy aún se usa y que es la única alternativa en las economías islámicas, es el financiamiento mediante aportes de capital en sociedades. Vale decir, quien aporta capital en una sociedad invierte y participa de las utilidades, pero en caso de pérdidas también participa de las pérdidas que le corresponden: comparte el riesgo con los socios, como un igual.
La propuesta de acabar con los préstamos con intereses suena radical… y lo es. Es radical como toda la propuesta de fe cristiana y como las consecuencias morales del seguimiento de Cristo. Es una forma muy concreta de abordar el tema y, también, de pensar en alternativas que hagan más humanas nuestras relaciones económicas. La radicalidad de la propuesta, por tanto, debe servirnos para pensar en la meta, aunque lejana, para buscar alternativas de financiamiento justas y equilibradas para la necesaria producción económica, así como también soluciones al agobio de las familias necesitadas, a la carga insoportable de la deuda que casi todos deben pagar de por vida como si otros fueran dueños de sus vidas. Cuando se ve que la interdependencia entre todos es un principio constitutivo del orden social, se comprende que el orden económico debe estar equilibrado, exige prestaciones equivalentes y cooperación, pero también que las relaciones personales se construyen en función de confianza mutua y apoyo a quienes más lo necesitan, y no de aprovechamiento hacia ellos. La plenitud de sentido de esta visión se adquiere a la luz de la fe: «en verdad, en verdad os digo, cuanto hicisteis con uno de estos hermanos míos más pequeños, conmigo lo hicisteis»[58].
Sea que se trate de préstamos dirigidos al consumo o a la producción, todo cambio real que constituya una restauración salvadora y que acabe en su raíz con el desorden social sólo puede provenir de «la reforma cristiana de las costumbres»[59]:
Pero, si consideramos más atenta y profundamente la cuestión, veremos con toda claridad que es necesario que a esta tan deseada restauración social preceda la renovación del espíritu cristiano, del cual tan lamentablemente se han alejado por doquiera, tantos economistas, para que tantos esfuerzos no resulten estériles ni se levante el edificio sobre arena, en vez de sobre roca (cf. Mt 7,24).[60]
Es necesario, por tanto, un cambio de paradigma en la economía misma, compuesta de acciones individuales y concretas de personas de carne y hueso. El catolicismo social exige dejar atrás la acumulación de capital como fin último de cada empresario y de la economía como un todo, para orientar sus esfuerzos en la búsqueda de una economía natural, centrada en la persona humana y ordenada al bien común. Esto es, en definitiva, lo que constituye a un orden económico justo.
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[1] Ciertamente, el término ha sido muy criticado por su vaguedad e imprecisión. Somos conscientes de que se trata de una mera etiqueta. No obstante, es verdad que existen ciertos perfiles del espectro político que parecen ser más conformes con esa etiqueta que los demás.
[2] Rozas Valdés, Juan Manuel (2012): «Ayer y hoy de la condena católica de la usura», Anales de la Fundación Francisco Elías de Tejada, Nº. 18, 27-102, p. 31.
[3] Cfr. Goméz Rivas, León (2017): «Presentación del libro Libertad económica, capitalismo y ética cristiana», Procesos de Mercado: Revista Europea de Economía Política, Vol. XIV, n.º 2, Otoño, 593-595, p. 595.
[4] Ibid., pp. 31-32.
[5] El término de capitalismo inevitablemente genera controversias, al menos nominales, pero tiene la virtud de marcar claramente una diferencia con respecto a la economía vigente antes de la modernidad y de destacar, a la vez, su carácter ideológico. Aunque no es el tema de este trabajo, es necesario destacar que las instituciones o estructuras del mercado crediticio actual están esencialmente vinculadas a dicho sistema, hasta el punto de que autores como E. Michael Jones definen el capitalismo como «usura patrocinada por el Estado» (Jones, E.M. (2014): Barren Metal: a history of capitalism as the conflict between labor and usury, 3a ed., Fidelity Press, South Bend, p. 29), «la santificación filosófica y política de la usura» (ibid., p. 20). Con la palabra de capitalismo no nos referimos, por tanto, a una razonable libertad social respecto de la planificación productiva. Esto significa que oponerse al capitalismo como ideología o como postura moral nada tiene que ver (al menos no de modo necesario) con la alternativa o modelo socialista, cuyo estatismo ahoga aquella libertad (o, al menos, la restringe más allá de sus límites justos), promueve una producción ineficiente y muchas veces busca abolir la propiedad privada o al menos colectivizar innecesariamente ciertos medios de producción. La visión materialista de la economía —común tanto al socialismo como al capitalismo entendido desde esta perspectiva— es incompatible con la doctrina católica, al igual que poner el enriquecimiento material como fin por sobre el bien común, o entender la crematística como mero acopio de riqueza, que «corrompe el orden económico, pues no tiene como medida lo justo, lo debido a las partes en razón de sus necesidades y propiedades» (Widow, Juan Antonio (1988): El hombre, animal político. Orden social, principios e ideologías, 2a ed., Editorial Universitaria, Santiago, p. 138).
[6] Mansuy, Daniel (2019): «El desfonde», columna publicada en El Mercurio, columna publicada el 10-11-2019. Disponible en la página web del Instituto de Estudios de la Sociedad (IES): https://www.ieschile.cl/2019/11/el-desfonde/, consultado el 13 de febrero de 2020, a las 9:50 hrs.).
[7] Banco Central (2017): Encuesta Financiera de los Hogares, p. 20. Según la encuesta CADEM, el 76% de los chilenos declara estar endeudado actualmente, incluyendo generaciones jóvenes (CADEM (2019): El Chile que viene – Endeudamiento, p. 8.
[8] Ibid., p. 26: «la deuda total del hogar mediano equivale a un 29% del ingreso anual de un hogar».
[9] El endeudamiento, como es obvio, importa una serie importante de agobios y preocupaciones en la mayoría de los hogares chilenos. Un sistema de pensamiento liberal, frente a esta clase de problemas, normalmente no aborda las cuestions éticas, culturales y políticas involucradas; por ejemplo, Grünwald, Carolina (2017): «Deuda de los hogares y crecimiento», columna publicada en La Tercera, Pulso, 21-12-2017, disponible en https://www.lyd.org/opinion/2017/12/deuda-los-hogares-crecimiento/ (consultado el 7 de enero de 2020 a las 19:02 hrs.). La autora es Economista Senior de Libertad y Desarrollo. Frente a un problema que excede las variables económicas, ella simplemente propone retomar las inversiones, para generar mejor crecimiento y empleo (cosa que no habría disminuido realmente la deuda de los sectores vulnerables).
[10] Idea País (2014): Endeudamiento y pobreza en Chile, Informe social N°1, p. 2.
[11] Alvear, Julio (2012): “El anatocismo: elementos para un debate”, El Mercurio Legal, columna de análisis jurídico publicada el 24 de febrero de 2012.
[12] Cfr. Widow, Juan Antonio (2020): El cáncer de la economía: la usura, Marcial Pons, Madrid, pp. 15-20; y Widow, Juan Antonio (1988), op. cit., pp. 135-141.
[13] Cfr. Samper, Francisco (2007): Derecho Romano, Ediciones UC, segunda ed., p. 300. En realidad, en el derecho romano clásico el interés se estipulaba en un contrato distinto del préstamo que se hacía por el capital, pues los títulos son diversos; vale decir, también en Roma se estimaba que el dinero no genera intereses por naturaleza. Con todo, pensadores romanos muy relevantes consideraron injusta cualquier forma de intereses en el mutuo, como es el caso de Séneca (cfr. Séneca (†65 d.C.): De Beneficiis, VII, 10, citado en Storck, Thomas: “Is Usury Still a Sin?”, Communio, Fall 2009,447-474, p. 449).
[14] Cfr. Storck, Thomas (2001): «Is Usury Still a Sin?», Communio: International Catholic Review, 36, Fall, 447-474, p. 449.
[15] Cfr. Aquino, Tomás de (†1274): Summa Theologiae, II-IIae, q.78, a.2.
[16] Vid. Widow, Juan Antonio (2004): “La ética económica y la usura”, Anales de la Fundación Francisco Elías de Tejada, Nº10, 15-45, passim.
[17] «La historia jurídica del anatocismo desde Roma hasta hoy es un intento constante de prohibición sin solución de continuidad» (Murillo Villar, Alfonso (1999): “Anatocismo: Historia de una prohibición”, en Anuario de historia del derecho español, Nº 69, 497-518, p. 497). El autor, en todo caso, matiza bastante esta afirmación con la que comienza el estudio.
[18] Alvear, Julio (2012), op. cit.
[19] Murillo Villar, Alfonso (1999), op. cit., p. 505.
[20] Widow, Juan Antonio (2020), op. cit., tal es el título del capítulo IV del libro.
[21] Las Sagradas Escrituras también hacen referencia a la usura en Éxodo XXII, 25; Levítico XXV, 35-37; Deuteronomio XXIII, 19-20 y Ezequiel XVIII, 6-17 y XXII, 12, por nombrar algunos.
[22] Lc. VI, 34-35. Debe notarse que Cristo no lo dice como algo opcional («si queréis»), sino como un mandato imperativo, con toda la radicalidad de la ley nueva. Por otro lado, es necesario decir que la palabra que hemos traducido como «prestar» en la Vulgata es mutuum dare, es decir, se refiere específicamente al contrato de mutuo o préstamo de consumo, que es el que se refiere a cosas consumibles, como el dinero.
[23] Dictionnaire de Théologie Catholique, vol. XV, 2, col. 2329, citado en Widow, Juan Antonio (2020), op. cit., p. 85.
[24] Cfr. Widow, Juan Antonio (2020), op. cit., pp. 85-86. Contiene referencias respecto de cada uno de esos Padres.
[25] Ibid., p. 86.
[26] San León Magno (✝461): Epístola IV, citado en Widow, Juan Antonio (2020), op. cit., p. 86.
[27] Benedicto XIV (1475): Vix Pervenit, 3.
[28] Jones, E. Michael (2020), op. cit., pp. 1361-1362.
[29] Storck, Thomas (2001), op. cit., p. 463.
[30] Cfr. Ibid., p. 460.
[31] León XIII (1891): Rerum Novarum, 1.
[32] Storck, Thomas (2001), op. cit., p. 461.
[33] Vid. Widow, Juan Antonio (2004), op. cit., p. 39.
[34] Pío XI (1931): Quadragesimo Anno, 106.
[35] Benedicto XVI (2009): Caritas in Veritate, 65. Las cursivas son de la propia encíclica.
[36] Ibid.
[37] Ibid., 65.
[38] Cfr. Storck, Thomas (2001), op. cit., p. 458.
[39] Francisco (2013): Evangelii Gaudium, 59.
[40] Cfr. Ibid., 60.
[41] Ibid., 56.
[42] ibid., 58.
[43] Dada la frecuencia con que se dicen muchos de estos argumentos, tanto en fuentes escritas como en diversas instancias orales, nos parece ocioso citar en cada caso autores específicos que los sostengan, salvo que hayamos tomado algún ejemplo o idea de algún autor determinado, o que el autor de que se trata haya tenido una peculiar manera de presentar el argumento.
[44] Cfr. Widow, Juan Antonio (2020), op. cit., pp. 32-33, y Jones, E. Michael (2020), op. cit., pp. 478-479. Ambos autores desarrollan la idea de la necesaria dependencia moral de la economía y explican cómo Adam Smith buscó homologar su sistema económico al sistema físico de Newton. Apelar al hecho de no hacer más que observar ―hypethesis non fingo―, de estar haciendo «ciencia», no pasa de ser un recurso retórico que en realidad no demuestra nada, sino que asume la neutralidad moral de las conductas económicas.
[45] Una crítica liberal al concepto de justicia social puede verse en Hayek, Friedrich A. (1989): «El atavismo de la justicia social», Estudios Públicos, N°36, 181-193, passim, y Rhonheimer, Martin (2017): Libertad económica, capitalismo y ética cristiana, Unión Editorial – Centro Diego de Covarrubias, pp. 257-298. No hace falta explicar que eso abiertamente contradice toda la Doctrina Social de la Iglesia, desde sus orígenes hasta nuestros días.
[46] Cfr. Widow, Juan Antonio (2020): El cáncer de la economía: la usura, Marcial Pons, Madrid, pp. 32-35.
[47] La dependencia moral de la economía es una categoría unánime, como es obvio, dentro del estudio del catolicismo social (sea el Magisterio o doctrinas de teólogos, filósofos y juristas que reflexionan sobre el tema). Vg., vid. Ibáñez Langlois (1986): Doctrina Social de la Iglesia, Ediciones UC, Santiago, pp. 180-182; y Colom, Enrique (2001): Curso de Doctrina Social de la Iglesia, Palabra, Madrid, pp. 139-151. Una de las mejores y más breves explicaciones, con excelentes citas y con refutaciones de otras visiones, puede verse en Azpiazu, Joaquín (1952): El Estado Corporativo, 5a ed., Compañía Bibliográfica Española, Madrid, pp. 128-134.
[48] Hohoff usaba este mismo ejemplo, aunque para justificar el préstamo a interés en nuestra época: «el interés del préstamo es hoy realmente imprescindible y necesario y, en consecuencia, legítimo, por las mismas razones que en otro tiempo la esclavitud y la servidumbre estuvieran justificadas históricamente por constituir males relativamente necesarios» (citado en Messner, Johannes (1976): La cuestión social, 2a ed., Rialp, Madrid, pp. 295-296. Tal argumento nos parece insostenible sin caer en un relativismo moral, aunque sea ligeramente maquillado.
[49] Azpiazu, Joaquín (1944): La moral del hombre de negocios, Razón y Fe, Madrid, p. 91.
[50] Santo Tomás de Aquino (✝1274): Summa Theologiae, II-IIae, q. 78, a. 1, co. La traducción es nuestra.
[51] Widow, Juan Antonio (1988), op. cit., p. 151.
[52] Goméz Rivas, León (2017): «Presentación del libro Libertad económica, capitalismo y ética cristiana», Procesos de Mercado: Revista Europea de Economía Política, Vol. XIV, n.º 2, Otoño, 593-595, p. 595.
[53] Este es el caso de Aztorquiza, Patricio (1996): Capitalismo e Iglesia, 2a ed., Editorial Gestión, Santiago, pp. 203-205, y de Höffner, Joseph (1974): Manual de Doctrina Social de la Iglesia, Rialp, Madrid, pp. 249-251.
[54] Tal es el caso ya mencionado de Azpiazu, Joaquín (1944), op. cit., p. 91, de Yurre, Gregorio (1952): El liberalismo, vol. I, 2a ed., Editorial Seminario, Vitoria, pp. 522-526, y de Messner, Johannes (1976), op. cit., pp. 295-296.
[55] Storck, Thomas (2001), op. cit., p. 460.
[56] McCall, Brian M. (2013): The Church and the Usurers: Unprofitable Lending for the Modern Economy, Sapientia Press, Ave Maria, pp. 130-131, citado en Jones, E. Michael (2020), op. cit., pp. 1362-1363. La traducción es nuestra.
[57] Ibid., p. 134.
[58] Mt. XXV, 40.
[59] Pío XI (1931): Quadragesimo Anno, 15. Para más detalles al respecto, puede verse Rutten, Georges Ceslas (1945): Doctrina Social de la Iglesia, Editorial Difusión, Buenos Aires, pp. 185-196.
[60] Ibid., 127.
Felicitaciones por vuestro extenso estudio, es muy valioso. Gracias!
Pudo agregar dos cuestiones: una opinión y una propuesta.
La opinión que ofrezco viene de un reconocido teólogo. Dice: “la condena cristiana del préstamo a interés, sostenida hasta hace poco, es una respuesta a la diversa naturaleza del dinero: solo con la economía moderna cesó de ser un bien fungible para convertirse en un bien productivo, por lo que no existe más dificultad para cobrar intereses”. Enrique Colom, Chiesa e società, p. 316.
Pero a mi juicio lo más apasionante es repensar el sistema financiero, que considera al interés como un elemento esencial. La tesis del profesor Félix Füders /http://www.clubderomagv.org/debates/20120511/20120511evolsos2.pdf), en una investigación patrocinada por la Universidad Austral de Chile, dice que el actual sistema financiero, en base a la tasa de interés en los préstamos, da lugar no solamente a la obligación de crecer, sino también a la especulación, a la inflación, al endeudamiento masivo de prácticamente todos los países industrializados y sus ciudadanos, y también, aunque a primera vista no parezca que exista conexión, a la creciente brecha entre ricos y pobres.
Unas frases para el bronce: “Una persona que vive del interés vive de la productividad de los demás y no de su dinero. Una propaganda escuchada frecuentemente reza: “Deja que tu dinero trabaje para ti”. Sin embargo, el dinero no trabaja, ni tiene hijos como también destacó Aristóteles. Por el contrario, es la gente que trabaja y produce productos reales quienes tienen que pagar la tasa de interés”.
¿Cuál podría ser la solución? En el planteamiento de Füders, la solución (aristotélica) más conocida es la planteada por el empresario y economista Silvio Gesell y seguida por el famoso economista Irving Fisher: evitar el cobro de la tasa de interés en los préstamos de dinero. ¿Cómo evitar la tasa de interés sin prohibirla directamente? Añadiendo una fecha de caducidad al dinero. Quitándole al dinero su carácter innatural de no envejecer, este se pondría a la par de los productos y desaparecería automáticamente la tasa de interés.
De esta manera la generación de ganancias sería posible sólo a través de trabajo productivo o inversiones productivas. “Un lapso de 300 años de historia, en el cual Europa floreció a escala humana, demuestra que ese sistema financiero no solamente es posible sino que también es sostenible”. Füders se refiere así a la remodelación a intervalos regulares (renovatio monetae) de una moneda acuñada por una sola cara que existía en la Edad Media en amplias zonas de Europa, sobre todo entre los años 1000-1300. Dicha moneda resultó en una presión de la oferta de dinero. Nadie quería quedarse con el dinero durante un tiempo prolongado, el dinero circuló rápido y no existía interés. En ese tiempo, dice, prevaleció en gran parte de Europa una riqueza que hoy cuesta creer. De hecho se construyeron magníficos edificios, se unieron en muchos aspectos pueblos muy distintos entre sí, y floreció la teología con las mejores obras de la época.