El progresismo como desprecio de los más necesitados.
Hace una semana se entregó la propuesta constitucional. Un año debatiendo para ver, por fin, el resultado… un panfleto dicharachero repleto de demandas de élites. Placer, libre desarrollo de la personalidad, eutanasia, aborto y otros derechos sexuales y reproductivos… Pero la guinda de la torta se ve con el lujo absurdo de conceder derechos a los animales y a “la Naturaleza” (¡sí, con mayúscula!). Es inevitable recordar la pluma de León Bloy, el profeta de los pobres, en la que se descubre la belleza (y el sentido) de la miseria, del dolor, de la Cruz.
Incluso materialmente Bloy fue ―y como escritor sigue siendo― uno de esos invisibles, de los olvidados, ocultos. Quino retrataba este ocultamiento en la boca de Susanita, quien, frente a los comentarios solidarios de Mafalda para ayudar a los desposeídos ―decía que le partía el alma ver gente pobre― respondía como si nada: “¿para qué? bastaría con esconderlos”. Los pobres no aparecen en la Constitución de la Convención. Vemos un texto materialista y consumista, que define al individuo en función de una lista de prestaciones tangibles que podría exigir (el famoso “Estado Social de Derecho” de los puros no es tan distinto del Estado ausente de los liberales), pero no vemos al pobre. No se aceptó tomar una opción preferencial por los más pobres, una perspectiva solidaria, sino una perspectiva o enfoque de género, una mentalidad ideológica que construye y agudiza conflictos sociales dentro de la familia. No se quiso dirigir el esfuerzo a la promoción del bien integral de la persona humana como miembro de una comunidad política, sino las exigencias burguesas de los animalistas: “Los animales son sujetos de especial protección. El Estado los protegerá, reconociendo su sintiencia y el derecho a vivir una vida libre de maltrato. / 2. El Estado y sus órganos promoverán una educación basada en la empatía y en el respeto hacia los animales” (art. 131, Propuesta de Constitución Política de la República de Chile).
Imposible no recordar los escritos de León Bloy escritos con sangre, en los que recuerda una y otra vez la infinitud humana, la santidad de la vida humana hasta en su carne y sus huesos, llamados a resucitar. “Los dos cementerios” se llama el ensayo que deberían haber leído los convencionales, donde compara magistralmente el cementerio de los proletarios ―”la fosa común, el carro de los muertos, el volqueteo, las blasfemias y las basuras de los sepultureros inmundos que no esperan propina” (Bloy, L.; “Los dos cementerios”)― con el cementerio de los perros ―“muchas personas probablemente ignoran que existe […]; ni qué decir tiene que se trata del cementerio de los perros ricos” (Bloy, L.; “Los dos cementerios”)―, con una actualidad que es realmente sorprendente. Los progresistas nos preguntan qué tiene de malo, como si estuviésemos a favor del maltrato animal o cosas por el estilo, pero eso elude el punto de fondo, que es la diferencia ontológica entre la persona y todo el resto de lo que existe.
Sí, los perros poseen un cementerio, un verdadero y hermoso cementerio, con propiedades de tres a treinta años, nicho provisional, monumentos más o menos suntuosos, y hasta fosa común para los idólatras económicos, pero sobre todo, ya se supone, para que los pobres que pertenecen a la especie humana sean más y mejor insultados.
Bloy, L.; “Los dos cementerios”
Dignificar a los animales o elevar la Pacha Mama necesariamente implica despreciar la dignidad humana, al menos de los invisibles (los primeros de los cuales son los niños que están por nacer, invisibles por antonomasia, pobres por antonomasia, cuya subsistencia depende casi completamente de la buena voluntad de los demás seres humanos, y que fueron igualmente preteridos junto con los pobres en lo que quizás será el nuevo panfleto constitucional).
Uno se ve obligado a preguntarse si la tontería, decididamente, no es más odiosa que la misma maldad. No creo que el desprecio hacia los pobres haya sido nunca sacado a luz de un modo más descarado e insolente. ¿Es resultante de una idolatría demoníaca o de una imbecilidad trascendental? […] “Cuanto más conozco a los hombres, más quiero a mi perro”, dice el monumento a “Jappy”, miserable chucho bastardo, cuya innoble efigie de mármol clama venganza al Cielo.
Una Constitución que esconde nuestra condición de país subdesarrollado, asegurando un montón de cosas que no necesitamos que se comprarán con plata que no tenemos, que esconde a sus propios ciudadanos el hecho de la pobreza y el malestar, que propone una agenda muy lejana de los deseos del Chile profundo. No hace falta ser parte de la casta de los idólatras del librecambismo para darse cuenta de que es una mala Constitución, no porque no vaya a “funcionar”, sino porque presenta una visión inhumana e injusta de la persona y la sociedad.
Autor: Vicente Hargous
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