El debate político de nuestros días manifiesta inevitablemente antagonismos, divisiones políticamente relevantes que determinan votos y alianzas… Pero hay quienes, llevados por un ingenuo optimismo, creen que existe un piso mínimo en el cual todos estaríamos de acuerdo: la democracia. La difícil democracia… esa palabra mágica que cubre todo discurso que toca de un aura mística de bondad inmaculada. Pero más allá de la cháchara panfletaria y los lugares comunes de la opinión pública, eso es falso, porque el acuerdo en torno al término de «democracia» no recae sobre un mismo significado. Y es que no todos entendemos lo mismo por democracia.
No es ningún secreto que países totalitarios -tomemos como ejemplo a la actual Corea del Norte- se autoproclaman democráticos, mediante términos como «repúblicas populares y democráticas» u otros análogos. Los 50 años del golpe han traído a la memoria hechos por los que Salvador Allende usó resquicios para vulnerar flagrantemente la Constitución y su esfera de competencia, perdiendo toda legitimidad -si no de origen, al menos de ejercicio-, pero la izquierda desde el púlpito del Gobierno sigue rindiéndole pleitesía a su supuesto “mártir de la democracia”. ¿Qué significa, entonces, esa democracia que tanto se busca? ¿Buscan realmente lo mismo los distintos “demócratas”?
Es necesario precisar los términos, precisamente porque este debate está más presente que nunca en la discusión constitucional. La palabra democracia no es unívoca, y por ende el argumento de que una propuesta nos lleve a “profundizar la democracia” o “democratizar los espacios” no necesariamente será razonable.
No es lo mismo la democracia como régimen -en nuestro régimen político la faceta democrática se aprecia sobre todo en aspectos procedimentales, como los plebiscitos y el carácter electivo de ciertas autoridades- y la democracia como ideología, que se erige como fundamento de nuestro sistema… o incluso, como muchas ideologías diferentes que de alguna manera le otorgan un talante cuasi divino a una supuesta voluntad infalible del pueblo. En efecto, el problema es la ideología, que funda ciertos discursos que usan el buen nombre de la democracia para promover una estrategia política.
Todo esto, que suena muy teórico, se refleja de modo muy concreto en la actualidad. La fracasada Convención Constitucional tuvo una clara inspiración ideológica en algunos postulados de la nueva izquierda, dentro de los cuales el aspecto “democrático” se refería sobre todo a los mecanismos de participación popular del proceso de elaboración del proyecto (algunos de ellos siguen presentes en el proceso actual), pero también en el texto rechazado. Por su parte, el anteproyecto de la Comisión Experta se presenta a sí mismo como una propuesta razonable y moderada y, sin embargo, también contiene elementos que se condicen con el ideal de radicalización de la democracia planteado por Ernesto Laclau y Chantal Mouffe en Hegemonía y estrategia socialista. El elemento problemático sobre su visión ideológica de la democracia sigue presente.
La izquierda extrema no se caracteriza -como podrían pensar ciertos sectores de la derecha- por ser antidemocrática, sino por una comprensión particular de la ideología democrática, que es la que se trasluce en el anteproyecto que se discutirá. “La tarea de la izquierda -postulan Laclau y Mouffe- no puede […] consistir en renegar de la ideología liberal-democrática sino al contrario, en profundizarla y expandirla en la dirección de una democracia radicalizada y plural”. Radicalizar la democracia no significa establecer mecanismos para dar seguridades a nuestro sistema político ni evitar caer en tiranías, “no es un tipo de régimen”, como señala el propio Laclau: significa promover la participación de nuevos “sujetos políticos” en la esfera pública -los llamados “colectivos LGBT”, grupos feministas, ecologistas profundos, pueblos indígenas, etcétera-, dándoles más representación de la que realmente tienen, de modo que se asegure un pluralismo de luchas contra el orden establecido.
En el debate constitucional se habla mucho de “democratizar”, e incluso el anteproyecto contiene mecanismos de participación popular distintos de los plebiscitos que en ciertos casos podrían ser vinculantes (por ejemplo, en el artículo 50 propuesto). ¿Qué problema tiene esto? Simple: promover mecanismos voluntarios de participación vinculante fomenta el surgimiento y la sobrerrepresentación de posiciones extremas -sobre todo las que sirven de banderas a la nueva izquierda-, en desmedro del pueblo real, cuya participación en el debate político es normalmente reducida. Y ese es precisamente el objetivo de la estrategia de la izquierda frenteamplista para construir una nueva hegemonía.
Más allá de las palabras bonitas, los consejeros deberán ser cautos cuando se propongan medidas peligrosas con el adjetivo “democrático”. Medidas que, en cierto sentido, fomentarán la participación, pero que no son deseables porque promoverán políticas contrarias al bien común, mentalidades subversivas y la satisfacción de intereses individuales en perjuicio del interés general. Es verdad que la participación comunitaria del sentido de lo justo y lo injusto constituye la Polis, como señala Aristóteles, y participar de la Polis es deseable… pero eso no implica entregar un cheque en blanco a ciertos grupos radicalizados que tendrán mayores posibilidades de participar de lo público.