Terminado el mes dedicado a celebrar el Día internacional de la mujer, nuestro investigador reflexiona, en una columna publicada en El Líbero, sobre algunas contradicciones del movimiento feminista y la necesidad de restaurar una verdadera educación humana.
Se fue marzo, con todo su entorno morado y verde. No faltaron, como ya se hizo costumbre, críticas a un etéreo “patriarcado” y a una “cultura de la violación”, haciendo llamados a que los hombres dejen atrás esos “estereotipos arcaicos” y el “viejo modelo de masculinidad”.
El feminismo progresista está repleto de contradicciones tremendas y, como toda ideología, se funda en supuestos a los que se les atribuye un poder explicativo que no tienen. Se piensa, como con fina ironía dijera Chesterton en El hombre Eterno, que mientras más atrás se retrocede en el tiempo más inhumano era el hombre: este cave man ―the Old Man―, cuya “principal ocupación en la vida era golpear a su esposa o tratar a las mujeres en general con cierta violencia”. Por cierto, nuestro gordo amigo no quiere tomar el maltrato hacia la mujer como algo de poca relevancia, pero sí enfrentar con humor el mito del progreso indefinido. Se tiende a simplificar el panorama, como si el hombre del pasado fuera un bruto y el moderno un ser puro (salvo quienes hoy “viven en el pasado” y no han querido dejar atrás la “masculinidad antigua”). Pero como bien nos enseña el gordo Gilbert, no existe ningún indicio para generalizar pensando que por el hecho de avanzar en la línea de tiempo crezcamos en pureza, respeto o cuidado por la paz. La paz perpetua es sólo un mito que nunca se ha realizado (no en vano el siglo XX ha sido el más sangriento de la historia, tanto en cantidad como en cualidad), y el ser humano siempre ha tenido defectos. La violencia sexual no es un problema del pasado con resabios actuales, como tampoco lo son los robos, las infidelidades o las guerras. Por supuesto que antes existían muchos aspectos culturales machistas, igual que hoy, pero la visión de la mejora exponencial es tan infantil como inútil para enfrentar los desafíos de nuestro tiempo, incluyendo las de la forma de comprender al hombre y la mujer.
En realidad, si miramos las cosas con detenimiento, veremos que muchas manifestaciones de la “masculinidad tóxica” que acusan las feministas no se encuentran en un “hombre arcaico”, sino todo lo contrario: se trata del hombre moderno, el mismo modelo que se ha promovido en occidente desde mayo de 1968. Por supuesto que el mundo estaba muy lejos de ser perfecto antes de la revolución sexual, pero al menos existía una cierta convención social que tendía al respeto entre los dos sexos. La mujer no había entrado al mundo laboral, e incluso en ciertos países todavía no votaba, pero la consideración de la mujer como objeto de placer no era socialmente aceptada. La mentalidad anterior no era la del machismo brutal ―la “masculinidad tóxica”―, que reafirma su masculinidad mediante un dominio despótico sexual sobre la mujer, sino la de una familia integrada por un padre y una madre que, desde sus propias cualidades, estaban entregados en un proyecto común. La norma social del antiguo caballero era el respeto a las mujeres, la fidelidad a la propia señora y la protección de la familia. Obviamente esa norma no siempre (quizás ni siquiera la mayoría de las veces) se respetaba, pero existía una cierta noción de respeto mutuo, una cultura que consideraba vulgar la cosificación de la mujer, que estigmatizaba el adulterio y la explotación sexual… y eso cayó con la revolución sexual. Por cierto, nadie sostiene que no existan cosas buenas en nuestra época ni que todo pasado fue mejor ―al menos no en todo sentido―, pero sí que antes había algunos aspectos positivos que se han perdido y que ―y esto es lo central― ciertos aspectos de la cultura del machismo han avanzado al alero de la revolución sexual y son incluso promovidos hoy por ciertos feminismos radicales Hay que reconocer que otros aspectos que fueron promovidos por la revolución sexual poco a poco han sido erradicados gracias a los feminismos de corte marxista ―una buena respuesta, por mucho que las razones no sean correctas―, pero en todo caso los feminismos todavía hoy suelen promover una forma torcida de la sexualidad.
Y es que no sólo las locuras de los 60 y 70 nos han llevado hasta aquí. La corrupción de la juventud incluso ha aumentado y se ha promovido más todavía en la última década, desde la más tierna infancia. La incoherencia de quienes primero empujan una educación sexual integral (ESI) desprendida de toda antropología razonable, con “enfoque en el placer” (como se señalaba en la propuesta despachada por la Comisión de Derechos Fundamentales de la Convención Constitucional), y luego rasgan vestiduras porque el perfil de egreso es el de un acosador, abusador o violador… Es obvio que si queremos promover el respeto hacia la mujer se debe tender a un modelo de formación basado en una ética equilibrada, promover el autocontrol y no el hedonismo desenfrenado. Como recientemente señaló el profesor Cristóbal Orrego, meter más ideología de la revolución sexual en los colegios es “apagar el fuego con bencina”.
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