El llamado “caso convenios” destapó una fuerte crisis para el Gobierno, Revolución Democrática y el Frente Amplio en general. Una crisis que impactó sobre todo por la incoherencia entre la prédica moral savonarolesca con la que entraron en el escenario político y la práctica corrupta de sus miembros una vez que llegaron al poder. La nueva izquierda en Chile creció capitalizando la praxis de apuntar acusatoriamente a todo el mundo, a izquierda y derecha… pero a la hora de los quíhubo ni siquiera fueron capaces de reconocer sus errores, con la salida de Jackson por la puerta de atrás. Es comprensible que el escándalo haya sido mayúsculo y que genere una rabia no menor en la población. La moralina con la que se erigieron sobre el pedestal de ser superiores, de ser los puros, chocó fuertemente con la realidad de la inmoralidad más baja, llegando a extremos tan burdos que parecen difíciles de creer.
Pues bien, el debate constitucional ha puesto sobre la mesa este concepto: la moral.
La moral siempre se ha incluido entre los límites al ejercicio de varios derechos fundamentales. “Que no sea contrario a la moral, las buenas costumbres o el orden público”, es una de las fórmulas clásicas de nuestra tradición constitucional. Y sin embargo, precisamente es la izquierda académico-frenteamplista la que ha abogado por eliminar este requisito. “¿De qué moral están hablando?”, nos dicen. Asumen un relativismo moral discursivo, contradictorio con la moralina que predicaban siendo oposición, que a su vez es incoherente su praxis objetivamente inmoral.
Desde que se abrió la caja de pandora de corrupción del gobierno, voces de diversos sectores políticos han hablado de un “peligro de moralizar”. Alguno podría pensar que, en ese sentido, sería mejor no hablar de “la moral” en la Constitución ¡cuando lo que falta aquí es precisamente hablar de moral! No es el exceso de moralidad lo que había en el Frente Amplio, sino inmoralidad, manifestada en la soberbia discursiva de autoconsiderarse puros, en la total ausencia de probidad de su praxis y, en el debate dentro del Consejo Constitucional, en querer eliminar el reconocimiento público de la moral como límite al ejercicio de los derechos.
Querer alcanzar un estándar ético decente mediante la eliminación de todo estándar ético es tan absurdo como querer ahorrar sin saber cuánto se gana y cuánto se gasta, o incluso mediante el despilfarro; o querer adelgazar sin criterios claros de qué comer y qué no comer. La moral nos permite saber cómo ser buenas personas, nos muestra que es mejor empeñarse de manera firme y perseverante por el bien común y que eso redunda en una mejor comunidad política.
Frente a esta clase de argumentos saltan los relativistas en sus distintos pelajes, con todo tipo de argumentos, pero en los hechos nadie se atreve a negar que los escándalos de corrupción son objetivamente algo que está mal, algo feo (ya Platón mostraba en su diálogo Gorgias que eso nos dice algo de si la acción es justa o no). Así como tampoco lo negarían respecto de ningún genocidio, o de las atrocidades cometidas por la DINA durante el gobierno militar. Y eso es justamente porque existe un estándar objetivo, un baremo de medición, un criterio que nos permite saber si una acción es en sí misma buena o mala, con independencia de que esté permitida por ley. De hecho, algunos de los trapos sucios que han salido -como diversas contrataciones de figuras de la Convención para diversos Ministerios- no son ilegales, pero de que son feos, son feos.
A veces nos quedamos con las disquisiciones y peleas menores sobre dilemas éticos difíciles, en la dificultad para saber qué está bien o mal en uno u otro caso, y eso nos hace olvidar la cantidad inmensa de acciones que sabemos que son corruptas, feas, injustas o, en definitiva, malas. La Declaración Universal de Derechos Humanos, al igual que muchos preámbulos de tratados internacionales, reconocen “la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana”. El difícil derecho natural es lo que está detrás de todo esto, y es precisamente lo que falta en nuestra política y en nuestro derecho: reconocer que hay, como Sófocles pone en boca de Antígona, “unas leyes no escritas e inquebrantables de los dioses, que no son de hoy ni de ayer, sino de siempre”. Hay una moral objetiva (aunque pueda ser difícil de conocer en ciertos casos), la moral, y es importante que sea reconocida jurídicamente.
Los relativistas quieren imponer en el debate constitucional la amoralidad pública, cuando lo que necesitamos es moralidad pública. El problema del Frente Amplio no fue su superioridad moral, sino su bajeza moral. Lo peligroso no es la moral, sino la inmoralidad… Y esta es razón suficiente para reconocer constitucionalmente la moral como límite al ejercicio de ciertos derechos.