Vicente Hargous: “Política y religión”

Hoy 29 de junio es el día de San Pedro y San Pablo, cuyo feriado nacional tuvo lugar el lunes pasado. Su establecimiento como feriado nacional se explica porque el Estado de Chile quiso agradecer a Juan Pablo II por la mediación que evitó un conflicto armado con Argentina. El año 2021 se propuso -desde la izquierda y la derecha- derogar dicho feriado, para sustituirlo por un día dedicado a los pueblos indígenas.

En un comienzo parecía impopular oponerse a dicha medida, y no se alzaron contra ella políticos ni miembros de las élites… pero sí gente de condición humilde -sobre todo pescadores- cuya devoción no sabe del mito del progreso que presuntamente avanzaría de modo irreversible. Iván Flores (DC) lo destacó en su intervención el proyecto de ley: “No olvidemos que San Pedro y San Pablo no son sólo dos santos (…); son el ancla al que los pescadores y la gente de mar se aferra cuando tiene que salir a buscar el sustento. Es a ellos, a sus patronos, a quienes les pide que el mar sea generoso, que el mar les permita regresar con vida”.

El Estado liberal moderno implica una separación entre el pueblo y la política de partidos. Puede pasar -y así ocurre frecuentemente- que las élites políticas no comprendan las inclinaciones populares. Es cierto que muchas personas no son creyentes, y algunas sostienen hoy relatos morales que en otros tiempos eran impensables. Pero también es verdad que una parte no menor de las clases populares todavía vive con un sentido de trascendencia marcadamente religioso y tradicional, que no solamente se siente excluido del debate público, sino incluso atropellado. Desde el pedestal de la investidura de un cargo parece que el laicismo cosmopolita multicultural exigiría dejar atrás las tradiciones cristianas (particularmente las católicas), sin siquiera preguntarse qué sienten los cristianos -siguen siendo una parte muy considerable de la población- frente a la mentalidad de limitar al máximo su representación, sus expresiones culturales y su relevancia en el espacio público.

La religión no es solamente un asunto más en la vida de una persona, como la pertenencia a un equipo de fútbol, porque la espiritualidad es una dimensión profunda por la que la persona se comprende a sí misma y al mundo: lo trascendente no es un aspecto subjetivo, sino el fundamento mismo de todo lo real (por mucho que exista debate sobre tan difíciles asuntos en nuestra época, eso no les resta relevancia). Y cuando una persona canaliza dicha dimensión a través de la religión (y no de una mera creencia personal) le da un sentido a su vida y a su participación en la comunidad política. Dicho sentido es, hasta cierto punto, necesario para la plenitud humana (no en vano la Constitución vigente se refiere a la “mayor realización espiritual posible” de la persona, como un elemento del bien común).

Pero además la religión aporta múltiples externalidades positivas. Es cierto que el sentido trascendente no requiere de ellas para que sea necesario promoverlo y resguardarlo, pero sí es pertinente mencionarla para convencer a ciertos intelectuales obcecados en un laicismo sin arraigo popular. La forma de vincularse con el mundo de una persona cristiana que encarna vitalmente su fe impone a su conciencia exigencias religiosas (no puramente legales) para buscar el bien común, ser un ciudadano honesto y recto, cuidar a los más débiles, cumplir con sus deberes cívicos… en fin, aunque no cumpla con dichas exigencias (la religión no asegura a nadie el ser inmaculado), le entrega al ciudadano motivos para obrar bien.

Los beneficios sociales de la religión podrían ya inferirse de ahí por simple sentido común, y a nivel individual hay estudios recientes que confirman, de manera fehaciente, las ventajas que aporta la religión, incluso respecto de la salud física. Ya en 2001 un grupo de investigadores de la Mayo Clinic llegaron a concluir que quienes participan regularmente de algún culto tienden a tener tasas más bajas de mortalidad, menos ingresos hospitalarios e incluso una mejor función cardiovascular. En un sentido similar apuntan múltiples estudios posteriores a 2018 de Doug Oman, profesor de la Facultad de Salud Pública de la Universidad de Berkeley, y de David DeSteno, profesor de la Facultad de Psicología de la Northeastern University. Los estudios muestran de manera consistente que las personas que asisten regularmente a alguna iglesia -o al menos que adhieran a alguna religión (Dervic et al., 2004)- tienen menos probabilidades de suicidarse (Kay & Frances, 2006), entre otros múltiples beneficios para la salud mental (DeSteno, 2021).

Los datos nos muestran el aporte de la religión en la vida de las personas; la experiencia nos dice la necesidad de un sentido trascendente para la plenitud humana; y el sentir popular clama por un mayor reconocimiento de las propias raíces en su vertiente religiosa.

Frente a este panorama, el debate al interior del Consejo Constitucional debería plantear un modelo positivo, en el que la libertad religiosa no se agote en una mera tolerancia del Estado hacia las religiones (ni mucho menos a una igualación entre religiones y creencias, como ocurre con el anteproyecto de los expertos), sino que tienda a una promoción estatal de la libertad religiosa -sin coacción para adherir a una religión específica-, al mayor despliegue del hecho religioso y, sobre todo, a un reconocimiento explícito de la relevancia pública de la religión.

*Vicente Hargous es abogado de Comunidad y Justicia.

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