Este domingo, Solemnidad de Cristo Rey, coincide con la fecha en que tendrán lugar las elecciones presidenciales, parlamentarias y de consejeros regionales en nuestro país. Para preparar este evento, les proponemos la siguiente reflexión de nuestro investigador, Vicente Hargous, sobre política, materias opinables y el Reinado social de Cristo, tal como lo enseñó Pío XI en su encíclica Quas Primas.
Doquiera el Rey de reyes, levántese un altar,
a Dios queremos en nuestras leyes,
en las escuelas y en el hogar.
Privilegiado el fiel católico que ha escuchado estos viejos versos sonar en su parroquia. Se trata de una canción muy nuestra ―muy chilena―, de contenido entrañable y con un regusto a esa catolicidad que se hallaba profundamente incorporada en el carácter de nuestra patria hasta hace unas cuantas décadas. La melodía de esta canción fue tomada del himno de los Estados Pontificios: Noi vogliam Dio, che è Nostro Re! ―Queremos a Dios, que es nuestro Rey. También en México se cantaba con la letra del «Tú reinarás, este es el grito»: «Reine Jesús por siempre, reine tu Corazón, en nuestra patria, en nuestro suelo». Todas estas canciones denotan algo que ya parece perdido en la vida cristiana de nuestros días: la radical unidad de vida del catolicismo ―incompatible con la pusilánime actitud de esconder la fe en los recónditos rincones de la vida privada o la subjetividad de la conciencia individual―, la proyección de la propia fe en la vida pública, la comprensión de la gracia santificante como sobreelevación de lo natural y, en definitiva, el Reinado social de Jesucristo. El pueblo cristiano se daba cuenta de que no es posible para el católico separar tajantemente la fe de nuestras decisiones políticas, y el Magisterio Pontificio había reconocido dicha intuición mediante la doctrina de Cristo Rey, sobre todo en la encíclica Quas Primas, de Pío XI.
Es cierto que muchas veces ha habido abusos al respecto: personas nominalmente católicas que, de hecho, en nombre de Dios han promovido causas abiertamente incompatibles con la fe, como la lucha de clases o la revolución del proletariado. Muchos católicos, en consecuencia, se ponen en guardia cuando escuchan hablar de Cristo Rey como algo más que un reinado meramente espiritual, sin ninguna repercusión sobre las estructuras temporales. Piensan que esas actitudes llevan a mezclas indebidas, a clericalismos que no respetarían la libertad de las conciencias de los fieles o la autonomía de las realidades temporales (pues todo lo político ―no digamos ya lo económico― se encontraría dentro de los inmensos e indeterminados dominios de lo opinable). Sin embargo, la separación total no es real, ni es posible, ni es lo que enseña y ha enseñado siempre la Iglesia. Por otro lado, hoy ocurre lo contrario, pues sin duda vivimos en tiempos que podemos llamar laicistas: cada vez se hace más fuerte la apostasía pública, el ateísmo social que busca borrar del mapa la sola mención de Dios en el espacio público. Aun así, muchos católicos prefieren dejar de lado este aspecto y buscar el bien común dejando a la religión de lado.
Este espinoso asunto es una manifestación más de la permanente tensión entre gracia y naturaleza. Lo perfecto no anula lo imperfecto, sino que lo eleva y lo lleva a su propia plenitud: sin dejar de ser lo que era, le da una nueva forma de ser. Así ocurre con la gracia que nos eleva a la condición de hijos adoptivos (¡pero reales!) de Dios, sin dejar por eso de ser imágenes de Dios y animales racionales por naturaleza. Los asuntos temporales, por eso, no se ven perturbados como por un injerto extraño cuando se dice que Cristo ha de reinar sobre ellos, sino que de esta manera llegan a alcanzar de modo más pleno su propio fin. El bien común que nos trae Cristo y la paz de Cristo no se oponen al bien común o a la paz temporal, y sería absurdo que se opusieran. Por el contrario, como señalaba Pío XI: «no hay medio más eficaz para restablecer y vigorizar la paz que procurar la restauración del reinado de Jesucristo» (Pío XI, Quas Primas, 1)1 Esta idea ya la había sostenido Pío XI en su encíclica Ubi Arcano: Síguese, pues, que la paz digna de tal nombre, es, a saber, la tan deseada paz de Cristo, que no puede existir si no se observan fielmente por todos en la vida pública y en la privada las enseñanzas, los preceptos y los ejemplos de Cristo: y una vez así constituida ordenadamente la sociedad, pueda por fin la Iglesia, desempeñando su divino encargo, hacer valer los derechos todos de Dios, los mismo sobre los individuos que sobre las sociedades. En esto consiste lo que con dos palabras llamamos Reino de Cristo. .
Existe una autonomía relativa de las realidades temporales, y así lo reconoce hoy la Iglesia. Pero quizás el énfasis en dicha autonomía nos ha llevado al extremo de separar totalmente las dos esferas. La legítima o justa autonomía no significa autonomía total, y no sería posible que así sea, porque la realidad es una: no existe una persona creyente que sea distinta de la persona que vota o trabaja. Con una sola inteligencia participamos del conocimiento con que Dios se conoce ―mediante la virtud de la fe― y comprendemos un problema matemático. Un mismo yo es el que recita el Credo y el que debate sobre la protección nacional de la salud.
Por cierto, sería absurdo proclamar, por ejemplo, la defensa de un único sistema de pensiones que sea el sistema de pensiones católico, de aplicación inmutable y universal, o una definición católica para ordenar el tránsito por la derecha. Lo opinable, en ese sentido, es real, pero no tanto por su materia, cuanto por su indeterminación. Muchas cosas no están absolutamente determinadas por la ley natural ni por ley divina, por lo que admiten diversas soluciones justas, y para tales casos se debe prudencialmente discernir qué es lo mejor, teniendo en cuenta las circunstancias del caso. Pero el margen de apreciación mediante la prudencia no excluye la posibilidad de que algunas soluciones excedan todo límite y sean injustas: este sería el caso en que ya no sean determinaciones de principios de la ley natural o divina, sino abiertas contradicciones con ellas y, por tanto, rechazos a la soberanía de Cristo en cuanto legislador nuestro.
Pues bien, en nada se opone una recta comprensión de la autonomía relativa de las realidades temporales al Reinado social de Cristo. Él debe reinar, no sólo espiritualmente ni sólo en sentido metafórico, sino que «también en sentido propio y estricto le pertenece a Jesucristo como hombre el título y la potestad de Rey» (Pío XI, Quas Primas, 6). No es una forma de decir, sino una verdad de fe. Por compartir con el Padre una única Esencia Divina, le corresponde a Cristo «poseer también como el Padre el mismo imperio supremo y absolutísimo sobre todas las criaturas» (Pío XI, Quas Primas, 6). Es más, «erraría gravemente el que negase a Cristo-Hombre el poder sobre todas las cosas sociales y políticas (rerum civilium), puesto que el Padre le confirió un derecho absolutísimo sobre las cosas creadas, de tal suerte que todas están sometidas a su arbitrio» (Pío XI, Quas Primas, 8).
Todo esto cobra especial relevancia cuando se comprende que las vicisitudes políticas no corren por vaivenes más o menos azarosos ni se conforman a partir de hechos aislados, sino que el mundo sobrenatural está presente precisamente en este mundo, en la historia. Y por tanto, que esto no es una mera «batalla cultural» contra unos cuantos ideologizados, ni contra el marxismo en sus diversas manifestaciones, pues no se trata de un conflicto meramente temporal. Nuestro combate y nuestra crisis son sobre todo espirituales. Los católicos sabemos que Dios es el Señor de la Historia, que quiso instaurar todas las cosas en su Hijo, Cristo Rey del Universo, que quiere que todos los pueblos abracen la recta doctrina y se sometan a su suavísimo imperio2 Cfr. Misa de la Solemnidad de Cristo Rey, Oración Colecta, forma extraordinaria del rito latino. Y también sabemos que el enemigo busca por su parte no sólo la condenación de las almas individualmente, sino también la apostasía de los pueblos y naciones.
La primera vuelta de estas elecciones tendrá lugar en la Solemnidad de Cristo Rey3 Nos referimos al nuevo calendario litúrgico. Si, como dice León Bloy, «la casualidad es la Providencia de los imbéciles», podemos estar seguros de que no es una mera coincidencia. El poder de un voto es pequeño… es más, es estadísticamente irrelevante. Pero por el ejercicio de ese poder habremos de responder ante Dios, del que procede toda potestad. No como quien busca adivinar la voluntad de las mayorías, sino como quien busca sinceramente en conciencia ―teniendo en cuenta las circunstancias del caso―, lo que es mejor para nuestra patria, el bien común, especialmente respecto de aquellos bienes «no negociables»: la vida, la familia y la libertad de los católicos y de la Iglesia. Que cada uno vote en conciencia no significa que pueda prescindir de estos bienes fundamentales a la hora de votar. Ese pequeño voto debe ser una de las armas con las que militamos en las filas de Cristo para restaurar su Reinado en nuestra patria ―el retorno del Rey que figurara Tolkien en su obra maestra―, nuestro modo de gritar con todas nuestras fuerzas: ¡viva Cristo Rey!
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