Te invitamos a leer esta reflexión de nuestro Director Ejecutivo Álvaro Ferrer

En una reciente y brillante columna titulada “Dueños de nada”, Pablo Ortúzar oportunamente nos recordó que el cristianismo es la opción al imaginario secular dominante que, sobre todas las cosas, proclama y exalta el individualismo como regla y medida del ser y el obrar. Cuesta compatibilizar semejante sentencia –que ya rara vez se escucha en boca de muchos Pastores– con el dato de la última encuesta Bicentenario UC según la cual en Chile los católicos han disminuido desde un 70 a un 45%. La opción cristiana parece ir en retirada. Ortúzar menciona que el cristianismo anda desorientado y dañado. Sobran razones para estar de acuerdo y conceder el punto. Sin embargo, quisiera discrepar.

Decía Chesterton que es más fácil deshacerse de la religión que de los propios pecados. Es curioso pero muy cierto: abrazamos con mayor fuerza lo que nos detiene y esclaviza que lo que nos impulsa y libera. La contradicción vital aparece en la experiencia universal. Será, quizás, por nuestra inclinación natural a tener algo como propio que nos aferramos tanto a lo que no existe sino por libre decisión. Tal cual es el pecado: el producto de la elección deliberada. No del vecino. No “social”. Mía. Soy dueño de mis actos, para bien o para mal.

Pero creo que más para mal. Al elegir actuar mal me resulta tan irremediablemente fundado en mi propia miseria que, aunque duela, poco me sorprende. Es casi obvio, tan propio de mi condición que se constituye por completo de mi propiedad, como mi obra, mi “creación”, mi tesoro, como diría Gollum… Es mi culpa, no del cristianismo. Por eso cuando el diario The Times le pidió a Chesterton un ensayo sobre el tema “Lo que está mal en el mundo” respondió: “Estimados Señores: yo. Sinceramente suyo, G.K.C”, y así sostenía con irónico realismo que el pecado original era la única parte de la teología cristiana que podía ser probada: basta salir a la calle y abrir los ojos. Otro tanto ocurre al verme frente al espejo.

En cambio, si alguna vez hago un bien me veo forzado a reconocer que pasó algo raro, que tuve suerte, que desafié las probabilidades, que el axioma “el efecto es proporcionado a su causa” debe tener excepciones metafísicas. Como decía San Pablo, no hago el bien que quiero sino el mal que no quiero. No se trata de falsa humildad sino de implacable realismo que me explota en la cara. No puedo achacarle esa bajeza y desorientación al cristianismo. Sería demasiado fácil. Y el ideal cristiano –de nuevo con Chesterton– “no ha sido intentado y encontrado deficiente. Se ha encontrado difícil y dejado sin intentar”.

El cristianismo decae por culpa mía. Porque me bastan las palabras y no el ejemplo. Y creo en que la Palabra se hizo carne, pero no hago carne lo que creo. Y creo en la Encarnación –que evidencia con cercanía íntima que la iniciativa y la fuerza no vienen de mí–, pero confío en mi esfuerzo. Y creo en la Redención –la que me muestra a un Dios que se abaja para salvarme–, pero no me abandono. Y compruebo que todo es Gracia, benevolencia infinita, inmerecida e inmerecible, puro don; que soy deudor que debe darse, pero elijo vivir como burgués acreedor.

Por eso el cristianismo es indispensable. No para el 45 sino para el 100%. Porque necesitamos plantarnos frente a la realidad de nuestra insuficiencia e ignorancia. Porque aspiramos a todo y solos no podemos nada. Porque el imaginario secular no cede ante buenas columnas.

El cristianismo es indispensable porque es doctrina encarnada en Alguien que nos salva. El cristianismo cae en las encuestas pero se sustenta en Cristo, vivo y siempre presente. Y Él no decae. No retrocede. No se aleja. Siempre triunfa. Ya triunfó.

La desorientación del cristiano –no del cristianismo– es olvidarlo, buscándolo fuera de las miserias personales (e institucionales…) que Él puede y quiere redimir. El daño se provoca cuando el cristiano pretende una vida inmaculada (personal y social) sin Encarnación y Redención. Las maravillas de Dios se realizan en la pequeñez y humillación en que se detienen sus ojos, tal como hoy nos lo recuerda María, en el día de la Inmaculada Concepción, signo inicial de nuestro destino final.

«08 de diciembre» por Álvaro Ferrer

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