En esta editorial, nuestro director ejecutivo Álvaro Ferrer reflexiona sobre la actual crisis social en la que estamos inmersos y en los caminos que debemos emprender para salir de ella, apoyado en los llamados que San Juan Pablo II hizo en su visita a nuestro país. Un sencillo homenaje a uno de nuestros patronos en el día de su fiesta.
Las imágenes de la irracional conmemoración del 18 de octubre confirmaron, por enésima vez, el profundo desorden mental y moral que constituye la principal pandemia que infesta el alma de Chile. La violencia desatada es signo de un corazón sin amarras, a la deriva, zarandeado por la ideología y la ausencia de vínculos personales, de esos que sólo teje la familia y consolida la vida política.
La genuina caja de Pandora no es tanto aquella que revela las recurrentes pillerías –técnica y legalmente justificadas– de cierta burguesía avara y desvergonzada, sino, sobre todo, la falta de autoridad que libera los demonios que habitan en una naturaleza herida -y sistemáticamente consentida e infantilizada por los medios de desinformación y deformación social- que se rebela ante ciertas injusticias privando a los demás de lo suyo y arrasando lo común.
Esta perversión del orden parece haber llegado para quedarse, al menos hasta que las tibias y abstractas rasgaduras de vestiduras sean reemplazadas por la encarnación de una dura disciplina. No me refiero sólo a la indispensable y hasta ahora ausente fuerza legítima. Ella no basta. El desorden es más profundo, y una tregua puramente coactiva jamás logrará la paz.
Y es que apaciguar no equivale a amar. De nada sirve poder transitar por el espacio público sin barricadas ni desvíos si se circula en soledad, ya que la segura y autosuficiente coexistencia geográfica no repara, sino que agrava el problema causado por el liberalismo.
¿Cómo construir una ciudad, un espacio para la plenitud compartida? La respuesta es categórica y única: amistad.
El gurú de las sandalias, privatizando la sociabilidad natural y atrincherándola frente a la Gracia, dirá que eso es mucho para una ciudad terrena y que debemos, como niños, conformarnos y moderar nuestros deseos en los brazos de nuestra madre. “La ciudad de Dios es para el más allá”, dice esa deficiente antropología y tibia teología que tergiversa a san Agustín. Escrutopo dio consejos parecidos a Orugario, aunque con menor disimulo, explicitando que el amor de sí también puede disfrazarse de amor a Dios so pretexto de guardar distancia e independencia total entre las dos espadas.
La benevolencia, sin embargo, ya corre por nuestras venas. Es la actividad propia de todo lo actual. Es el realismo de lo real, el optimismo metafísico que nos golpea en la cara al contemplar nuestra naturaleza capaz de sonreír y donarse en este valle de lágrimas. La enemistad natural es para con la serpiente, no entre nosotros. Y, no obstante, Escrutopo sugiere a Orugario saber aprovechar esta humana y natural inclinación al don para embaucarnos y, así, embarcarnos en un esfuerzo pelagiano, convenciéndonos de intentar construir la ciudad a punta de voluntarismo y técnica –como pretenden los programas de gobierno mundano, globalistas y nacionalistas por igual- para que así ignoremos por completo el elefante dentro de la habitación: el combate es ante todo espiritual.
Lo dijo fuerte y claro San Juan Pablo II –cuya memoria celebramos hoy– a los jóvenes chilenos en el Estadio Nacional: “En el corazón de cada uno y de cada una anida esa enfermedad que a todos nos afecta: el pecado personal, que arraiga más y más en las conciencias, a medida que se pierde el sentido de Dios. ¡A medida que se pierde el sentido de Dios! Sí, amados jóvenes. Estad atentos a no permitir que se debilite en vosotros el sentido de Dios. No se puede vencer el mal con el bien si no se tiene ese sentido de Dios, de su acción, de su presencia que nos invita a apostar siempre por la gracia, por la vida, contra el pecado, contra la muerte. Está en juego la suerte de la humanidad: “El hombre puede construir un mundo sin Dios, pero este mundo acabará por volverse contra el hombre, ¡contra el hombre!».
El eclipse del sentido de Dios es la causa principal de las tinieblas donde que campea nuestra miseria y la barbarie que nos atemoriza y enfurece. Gabriela Mistral decía que “la humanidad es todavía algo que hay que humanizar”. El problema es intentar humanizarla sin redimirla, como asumen los refundacionistas constituyentes y los frívolos burgueses. Ni la Constitución ni el bienestar material podrán redimir nada porque el desorden del alma se instala cuando nuestro anhelo de Infinito procura saciarse con meras criaturas. Y este pecado personal siempre trasunta en pecado social: de cara al Bien Común no existen vicios meramente privados. Como decía el Papa: “De ahí que tengamos que ver las implicaciones sociales del pecado para edificar un mundo digno del hombre”. Es el pecado –personal, social, estructural– la principal afrenta a la dignidad humana. “La dignidad se hará costumbre” gracias a la única violencia que vale la pena sembrar: la fuerza incontrarrestable y atractivamente irresistible de la santidad.
Santidad, palabra tabú que da urticarias a los progres, perturba a los mediocres y saca una que otra carcajada burlona en los acomodados y despreocupados que desprecian el heroísmo; palabra necesaria, más que nunca, para retomar el rumbo extraviado a la ciudad definitiva; palabra incomprensible e irrealizable sin fundamento en la Palabra que da la vida y sentido al mundo, sin la cual se acorta el horizonte en un carpe diem que hastía y desespera. Como repetía Léon Bloy, “sólo existe una tristeza, y es la de no ser santos”. La ciudad terrena o es de Dios o es un infierno, el mismo que magistralmente describió C.S. Lewis en El Gran Divorcio: parcelas de máxima abundancia, pero infinita tristeza en radical soledad.
La crisis de Chile es la ausencia de santos. Seamos entonces santos, ¡seamos santos!, del único y maravilloso modo posible conforme a la síntesis que nos dejó san Juan Pablo II: “Al contacto de Jesús despunta la vida. Lejos de El sólo hay oscuridad y muerte. Vosotros tenéis sed de vida. ¡De vida eterna! ¡De vida eterna! Buscadla y halladla en quien no sólo da la vida, sino en quien es la Vida misma. Este es, amigos míos, el mensaje de vida que el Papa quiere transmitir a los jóvenes chilenos: ¡Buscad a Cristo! ¡Mirad a Cristo! ¡Vivid en Cristo!”.
Excelente aporte al análisis de la situación en la que está inmerso nuestro país, y en realidad el mundo. Es el camino que tenemos ante nuestros ojos, el cual debemos tener el valor de seguir.
Comparto 100%.