Hoy, en la sección Voces del diario La Tercera, nuestra abogada del Área Legislativa reflexiona sobre el contenido que incluye el borrador de la eventual nueva constitución y los riesgos de hacer de la autonomía un principio absoluto en la Carta Fundamental.
Un autómata es una máquina que imita los movimientos humanos; puede ser bastante similar a una persona, pero es robot al fin y al cabo. Esta Convención, haciendo eco de ideologías individualistas y “autonomistas” circundantes, ha pretendido deshumanizarnos; ha incluido en el borrador de Constitución de una endiosada autonomía en los más diversos temas. Y endiosar la autonomía nos deshumaniza.
Al respecto, podemos mencionar algunas de las menciones que contiene, hasta ahora, el borrador de nueva Constitución, y que permiten ver cómo la autonomía recorre el texto en todos sus niveles, desde la forma en que se organiza políticamente el país, hasta el modo en que cada persona toma decisiones: respecto a la forma de Estado, el texto señala que Chile es un Estado regional conformado por “entidades territoriales autónomas, comunas autónomas, autonomías territoriales indígenas…”. Todas ellas tendrán “autonomía política, administrativa y financiera”. Más adelante se reconoce que los “pueblos y naciones preexistentes” tienen “derechos de autodeterminación y de autonomía de los territorios indígenas”. Se menciona también que pueblos y naciones indígenas, “en especial, tienen derecho a la autonomía y al autogobierno”. Esto, solo en el plano político-territorial.
En el plano individual, el artículo sobre derechos sexuales y reproductivos menciona que estos comprenden “el derecho a decidir de forma libre, autónoma”. El artículo de educación sexual “integral”, señala que esta educación deberá promover, entre otras cosas, la autonomía. En materia de infancia, se ha recogido el concepto de “autonomía progresiva”. Otro artículo, también incluido en el borrador de nueva Constitución, señala que las personas neurodivergentes tienen “derecho a una vida autónoma”. Algo similar ocurre en eutanasia, pronta a ingresar al borrador, cuyo artículo señala que las personas tienen derecho a tomar “decisiones libres y autónomas sobre su vida”.
Poner la autonomía como algo de suyo deseable, como una meta en sí misma, denota a lo menos tres problemas: un problema con la autoridad, que no solo es algo tolerable, sino que necesario; un problema con la noción de libertad, que no se reduce a pura autonomía, y un problema con asumir la dependencia que tenemos unos de otros, pues la sociedad no es un invento humano, sino que es nuestra forma de existir.
Respecto a esto último, pues no podemos abordar aquí todos esos problemas, cabe preguntarse qué es más genuinamente humano; asumir que ancianos, discapacitados y niños nos necesitan (así como todos necesitamos tanto de tantos otros), o pretender que estos son autónomos y desentendernos así del problema que significa hacerse cargo de que no lo sean (de que no lo somos).
Según lo entiende la Convención, aparentemente, lo importante sería decidir, con lo que decidir pasa a ser un fin, y no un medio para el bien común. Decidir bien o mal sería problema de cada individuo, “parte de nuestra autonomía” (mientras no altere nuestro metro cuadrado territorialmente autónomo). Una consagración exacerbada de esta autonomía inevitablemente dañará el anhelado bien común, que es el modo de relación virtuoso entre las personas.
Todo esto parece ser una paradoja, pues con el afán de poner la persona en el centro se ensalza su autonomía, y con ello se le quita precisamente una de sus cualidades más preciosas, que es la necesidad radical que tenemos los unos de los otros, y no solo para sobrevivir, sino para tener una vida buena. El problema recae, en parte, en concebir esta necesidad como algo negativo, como un yugo contra el que luchar.
Lo cierto es que está bien que los niños necesiten a sus padres, que los ancianos necesiten a sus hijos, que una autoridad legítima conduzca las regiones y las comunas, sin exclusiones étnicas arbitrarias, que los enfermos necesiten una ayuda especial de sus familias y del Estado. Si pretendemos desconocer esta realidad (que está lejos de ser un yugo), no haremos sino avanzar un paso más hacia convertirnos en autómatas.