Este 15 de agosto, los invitamos a reflexionar sobre el sentido del dogma mariano de la Asunción.
Imagen de portada: Asunción de la Virgen-Murillo
Ya entra la princesa, bellísima,
vestida de perlas y brocado;
la llevan ante el rey, con séquito de vírgenes,
la siguen sus compañeras:
las traen entre alegría y algazara,
van entrando en el palacio real. (Sal. 44, 14-16)
El 1 de noviembre de 1959, Pío XII proclamaba oficialmente aquello que ya los primeros cristianos profesaban con su fe, esto es, “que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial” (Munificentissimus Deus, 44). Hoy, como cada año, conmemoramos este dogma; hoy, como dice el himno, “coros celestes cantan y alaban a nuestra Señora que sube a los cielos”.
El mundo nos ofrece el paraíso en la tierra y muchas veces nos engañamos y pensamos que cuando mejore la economía, el sistema político, las leyes, cuando haya justicia u otras cosas temporales, estaremos bien y seremos felices. Y nos olvidamos de la gran promesa que nos ha hecho Cristo: No fuimos creados para tan poca cosa, ni siquiera el Señor nos asegura la paz como la da el mundo (Jn. 14, 27), es más, Cristo no lo disimula, lo dice claramente: “Estas cosas os he hablado para que en mí tengáis paz. En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo” (Jn. 16, 33).
El mundo se aleja de Dios, espera un lugar mejor construido por sus propias fuerzas y en virtud del progreso. Hoy, en cambio, la Iglesia nos presenta la verdadera promesa: Dios nos espera en el Cielo y nos prepara una morada: “Cuando haya ido y os haya preparado un lugar volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros” (Jn. 14, 3). Esto es precisamente lo que la Iglesia nos quiere recordar con esta conmemoración. En María contemplamos el futuro que Dios tiene preparado a sus hijos. Al mismo tiempo nos muestra el camino, a saber, acoger a Jesús, su Hijo, dejarse guiar por su Palabra. La glorificación corporal de María no es otra cosa que la anticipación de la resurrección gloriosa a la que todos los hombres estamos llamados. Nuestra paz, nuestra alegría consiste en que Cristo ha vencido la muerte, suya es la victoria y viene con su galardón para compartirlo con nosotros (Ap. 22, 12).
María, Madre de la Esperanza, nos muestra el destino común que nos espera a los hijos de Dios. No fuimos creados para las cosas de este mundo, no nos desgastemos tanto por los bienes terrenos, sino, más bien: “si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra”(Col. 3, 1-2).
De este modo, en la glorificación definitiva del cuerpo de María y su elevación al cielo, ella se convierte en primicia de lo que Dios quiere hacer con todos nosotros, esto es, primicia de la Iglesia glorificada (Cf. L.G. 68). Todos los católicos confesamos que resucitaremos en cuerpo y alma el último día, eso que nosotros creemos y esperamos, la Santísima Virgen lo recibió por adelantado, ella ha sido pre glorificada, en ella vemos la vocación tan grande a la que somos llamados. Hemos sido predestinados a configurarnos con Cristo (Rm. 8, 9).
Ahora bien, no basta meramente con contemplar este dogma pasivamente, sino que debemos recordar a qué tan gran destino nos ha preparado el Señor.
Que los dones que Dios ha otorgado a su Madre nos haga caer en cuenta la dignidad de la que nos ha revestido Dios al hacernos sus hijos, es decir, partícipes de su naturaleza. Hoy, día de esperanza y alegría, sabiendo que la victoria es de Cristo, la Iglesia aclama a nuestra Madre: