Hoy en el Día del Sagrado Corazón compartimos con ustedes una reflexión de nuestro Director Ejecutivo sobre la urgencia de mirar el corazón herido, quebrantado, roto, traspasado de Jesús para que Chile recupere la esperanza.
Fernando Atria, uno de los principales ideólogos y articuladores del proceso deconstituyente, publicó en uno de sus papelitos autorreferentes lo que, a su juicio, explica y justifica la necesidad de una nueva Constitución para Chile. Allí decía (y no le falta razón en bastantes puntos) que “la crisis que enfrentamos no es una crisis episódica causada por un hecho puntual, sino una que es resultado de un proceso largo, que ha devenido, al decir de Garretón, en una sociedad estallada o, como afirma Araujo, una sociedad fragmentada, de individuos que viven todos cerca, pero islas, provocando que el conflicto social y el descontento que vemos hoy generen una rabia difícil de canalizar y volver a un cauce institucional”. Ahora bien, él infiere a partir de ese diagnóstico que “la nueva Constitución es necesaria para cambiar los términos de nuestra convivencia política de modo que, viviendo bajo esos nuevos términos, sea posible reparar nuestra sociedad estallada, transformar el archipiélago en una comunidad política”. Así, “en la medida en que este proceso avance, podemos esperar que la Constitución que hizo posible esta recomposición de la sociedad chilena será vista progresivamente como la Constitución de esa comunidad política, la de todos”.
Reconozco la importancia de una Constitución para establecer los contornos normativos fundamentales para la vida social, pero discrepo en que eso sea suficiente para recomponer los lazos de la sociedad chilena. Me parece que Atria no va al corazón del asunto. Esos lazos no son abstracciones ideológicas sino conductas reales de personas concretas. El corazón del problema radica, ante todo, en el corazón de las personas, porque las relaciones de la comunidad política (de la vida realmente comunitaria, los vínculos solidarios) son lazos de amistad y, como reconocía Chesterton: “toda verdadera amistad comienza con el fuego, y la comida, y la bebida, y el reconocimiento de la lluvia y el frío (…). Cada alma humana tiene que representar para sí misma en cierto sentido la humildad gigantesca de la Encarnación. Todo hombre debe descender a la carne para conocer la humanidad”. Y es que más allá de las abstracciones ideológicas hay personas humanas, de alma y cuerpo. Cada una es singularísima, nueva, original, y cada una está abierta al encuentro con las demás.
El corazón es más que un órgano corpóreo. El corazón es el centro más íntimo de la persona, en el cual todas sus potencias y actos existen en radical y permanente unidad. Es la sede de todos los actos de conocimiento y de la voluntad, de todos los pensamientos, consejos y decisiones. Es el centro de la vida moral; de él brota todo lo malo o bueno que luego se manifiesta al exterior. De su abundancia habla la boca; allí se esconde el tesoro de cuanto anhelo y espero. En su hondura y profundidad descansa mi singularidad irreductible e irrepetible. El corazón es el núcleo existencial. Es mi ser. Mi corazón soy yo.
Pero nadie puede por sí mismo responder la pregunta “quién soy”. Nuestro corazón es insondable. Su verdad es un abismo, un misterio incomprensible e inabarcable. Y, sin embargo, de la bondad del corazón depende la belleza de la vida humana. De un corazón frío, endurecido, embrutecido, embotado, insensato, se sigue la amargura que invade y coloniza la vida personal, familiar y social. Sólo Dios -su autor y creador- ve, conoce y juzga el corazón humano. Nada queda oculto a su mirada. Mirar, entonces, a Quién me mira puede darme alguna luz sobre quién soy realmente. Esta mirada y encuentro es crucial: en el corazón -no en la Constitución- se libra la madre de todas las batallas. El combate espiritual es la lucha por el reinado del corazón.
Ya Jeremías anunció la promesa sobre el destino y resultado del conflicto definitivo: la ley de Dios será grabada en el corazón del hombre, para que pueda obrar conforme a la voluntad de su Señor. Pero será Ezequiel quien explicará el alcance de la profecía: “os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis mandatos”. La salvación de la persona consiste en un cambio de corazón. No en corregir tales o cuales defectos. No en lo accidental. No en lo de afuera. El hombre nuevo requiere un corazón nuevo.
Esta es la realización de la promesa: un trasplante de corazón. Pero no cualquiera. El corazón de piedra debe ser reemplazado por uno de carne; uno donde la libertad y la obediencia se encarnen a la perfección. Y este, el único perfecto, es el Corazón de Cristo. El trasplante de corazón consiste en que el Espíritu Santo arranque mi corazón de piedra y me implante el Corazón de Cristo. Entonces tendré los mismos pensamientos y sentimientos de Cristo; ya no seré yo sino Cristo quien vivirá en mí. Seré santo. El triunfo final es el Reinado de Cristo, y este reinado será -y debe ser también- social y político. Si Cristo no reina en el corazón humano, de nada sirve cualquier Constitución.
Es urgente contemplar el Corazón de Cristo. Está herido, quebrantado, roto, traspasado. Jamás cerrado ni endurecido. Siempre abierto para quien quiera entrar, si está arrepentido. Un corazón quebrantado y humillado, Cristo no lo desprecia. Sea quien sea, sea como sea, haya hecho lo que haya hecho. Lo peor, lo innombrable, inimaginable, irrepetible, todo cabe y es reparado en el Mar de su Misericordia. La casa de todos es el Corazón de Cristo. En el Corazón de Jesús se renuevan todas las cosas y es posible volver a empezar, cuantas veces sea necesario. Nada es fatal e irremediable (y vaya ejemplo se nos da hoy con el fallo de la Corte Suprema de Estados Unidos). Adiós derrotismo. ¡Hay esperanza, Chile! De Cristo debe esperarlo todo nuestro pobre, rudo y débil corazón.
Sagrado Corazón de Jesús, ¡en Vos confío!
* Esta reflexión no es original; es una adaptación a la realidad contingente de Chile de las principales ideas predicadas por el Padre Fernando Colomer Ferrándiz, el año 2015, en la exposición “La devoción al Sagrado Corazón de Jesús”.