Se va el año y nuevamente es Navidad. Otra más. Algunos dicen que será muy diferente a muchas por las restricciones que impone la pandemia (secundadas por la autoridad que deliberadamente privilegia el consumo sobre la contemplación). 

Pienso que ese cambio exterior no logra modificar mucho las cosas. Nada, la verdad. Salvo por las iglesias injustamente vacías, será otra Navidad. Pasará tan rápido como las demás. El esfuerzo, el ajetreo, las aglomeraciones, las filas de espera para satisfacer impulsos y comprar, los litros de alcohol gel para tener derecho a circular e ingresar, los tacos y bocinazos, el insoportable calor de diciembre… las buenas intenciones y deseos que circulan por redes sociales y permiten demostrar cariño con un solo click, en fin, todo se desvanecerá. Se abrirán regalos –en cantidad importante gracias al segundo 10%– y pocos minutos después habrá que recoger y botar los papeles. Y ya está. Eso fue todo, si eso fuera todo. Pero no lo es. 

Trivializar es no dar la importancia debida a algo que la tiene y merece. Ocurre de muchas maneras, entre ellas, al dar por sabido lo completamente ignorado. Pero ni el más recalcitrante ateo ignora la Navidad y lo que en ella se conmemora. El nacimiento de Cristo, la estrella de Belén, el Pesebre, los Pastores y los Reyes Magos son parte de un relato instalado que marca un antes y un después. Es la historia dividida y conocida por todos. 

Allí radica parte del reduccionismo que causa el vacío (y hastío) del día siguiente: hacer de la Navidad parte de la historia cuando en ella se realiza toda la historia. Como pensaba Chesterton, en ella se completan todos los mitos y todas las historias. La Navidad no es un cuento, es la Verdad.

La Navidad es el acontecimiento en que la realidad entera, temporal y atemporal, sucede de una vez y para siempre, cumpliéndose todas las promesas y realizándose todas las esperanzas. La creación, la caída, el anuncio, la huída, el destierro…, el 18-O, la pandemia; el pecado y la miseria personal y social, todo es un Adviento para este momento cúlmine: la Encarnación y el Nacimiento.


En nuestra pequeñez no cabe tanta grandeza. Seguro por eso no entendemos, o creemos entender e intentamos disfrazar el misterio con ropajes del polo norte que suavizan la febril fiesta mercantil. El misterio nos supera. Dios se hace hombre, el Infinito se criaturiza en la carne que es obra de sus propias manos, pasando por uno de tantos, asumiendo todo lo humano para rescatarlo y elevarlo a una plenitud antes imposible. Dios viene, Dios llega, Dios está entre nosotros. Se reemplaza la estrella que mostraba el camino por un niño que personifica el inicio y término de nuestro destino; la luz en el cielo es ahora Cristo, Luz del Mundo.

¡Que todo se detenga frente al Nacimiento, como todo se detiene y reordena cuando nace un niño!

No más dar y recibir –qué bien poco es lo que realmente necesitamos de aquello que regalamos y nos regalan–. No más ideas abstractas de paz, alegría y salud –la cajita feliz de los buenos deseos epocales–. No más distracción.

La Navidad sobrenaturaliza la historia. Es el momento, la Noche Buena, para sobrenaturalizar la mirada.

Es momento de adorar, de caer de rodillas –sí, tal cual– y reconocer que Dios es Dios, que Dios es hombre, que Dios es niño y ese niño –no la técnica, ni la vacuna, ni menos la nueva Constitución– es la única salvación para este mundo extraviado, para nuestro Chile enfermo.

De rodillas adorar; afirmar que la solución a nuestros dramas no se diseña ni se vota por mayoría, no se importa ni se impone, sino que viene envuelta en pañales y nace en el pesebre de un corazón bien dispuesto donde reina la pobreza y descansan a gusto las bestias.

De rodillas adorar; descubrir que la plenitud cuya lejanía y mezquindad nos desvive y enfurece no es una estadística material sino un encuentro en la intimidad del silencio contemplativo, ese de pastores laboriosos y magos amantes de la verdad, no de su erudición.

En Navidad, de rodillas y como Nicodemo, el Nacimiento nos renace desde de lo alto. ¡Venid y adoremos!

¡Feliz Navidad! ¡Santa Navidad! ¡Bienvenido Cristo al insignificante Belén de este pobre corazón donde has querido nacer y reinar!

«Arrodillarse» por Álvaro Ferrer

Un comentario en ««Arrodillarse» por Álvaro Ferrer»

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