Author : Comunidad y Justicia

Reseña: «Redemptoris custos»

Nuestra época se caracteriza por un afán irracional de control, de poder, de exigencia… en definitiva, de egocentrismo. Lo oímos en cada grito a favor de la legalización de la eutanasia o del aborto, pero quizás se hizo evidente con particular claridad en los gritos feministas que sonaron el 8 de marzo en las calles: «ni p*t* por coger, ni madre por deber», «ni p*t*s ni sumisas», «libres nos queremos», «mi cuerpo, mi decisión»… Nuestra cultura tiende a ver la maternidad como una carga, la familia como una complicación, al marido como un potencial enemigo de la mujer, al padre como una figura autoritaria y opresora… todo vínculo se ve como una restricción de ese núcleo de autonomía que es el sujeto consciente.

La imagen de la Sagrada Familia brilla, por contraste, con toda la fuerza de la Cruz, escándalo para los judíos y estupidez para los gentiles. Como dijo el joven Joseph Ratzinger en su Introducción al Cristianismo, «ser cristiano significa esencialmente pasar del ser para sí mismo al ser para los demás». El cristiano se ve a sí mismo como parte de una totalidad que lo trasciende, y en ella ve que está su plenitud, cuando deja de vivir como un sujeto solo y autárquico. Además, sabe ver el valor de la humildad, de lo pequeño, sabe oír a Dios que habla en el silencio, se pasma ante la magnificencia de Dios que ha creado todas las cosas con generosidad y, sobre todo, ve el primado que tiene en la realidad la recepción. Todo esto es algo que el cristiano puede aprender de san José, verdadero padre de Jesucristo (aunque no biológico) y custodio de la Virgen María, y esa actitud propiamente cristiana es la que san Juan Pablo II busca mostrar en Redemptoris Custos, llamando a contemplar su figura.

No podía ser de otra manera, pues el Evangelio mismo nos muestra a san José como un ejemplo clarísimo de humildad, de sumisión y obediencia rendida —aunque no mecánica— a la Voluntad de Dios, de servicio, de trabajo, de pobreza y, por cierto, también de las virtudes propias de un buen marido y padre de familia: amor, fidelidad y prudencia, incluyendo aquella parte subjetiva de la prudencia que es la prudencia doméstica, por la cual sabía mandar como es debido (para mayor escándalo de nuestro tiempo). Jesús, en efecto, «estaba sometido» a él y a María: «esta “sumisión”, es decir, la obediencia de Jesús en la casa de Nazaret, es entendida también como participación en el trabajo de José» (Redemptoris Custos, N°22). José supo ser propiamente un padre, que tuvo que educar a Cristo mismo. Jesús es perfecto hombre, y eso significa que también tuvo que aprender (misteriosamente, «crecía en edad y en sabiduría») en lo humano, incluyendo el trabajo. Magistralmente, Juan Pablo II conecta el amor en la Sagrada Familia con el trabajo de san José, un oficio manual que tuvo que enseñar a Jesucristo, Verbo hecho carne por nosotros y para nuestra salvación. Se ve así de qué manera Dios en su Hijo unigénito quiso asociar el trabajo material al misterio de la redención.

A José, desde su rol de verdadero padre de Jesús, le fue encomendada la tarea de ser custodio y cabeza de la Sagrada Familia y por tanto decidir los rumbos específicos por los que era necesario conducirse para cumplir con los designios de Dios:

Entonces José, habiendo sido advertido en sueños, «tomó al niño y a su madre y se retiró a Egipto; y estuvo allí hasta la muerte de Herodes; para que se cumpliera el oráculo del Señor por medio del profeta: «De Egipto llamé a mi hijo»» (Mt 2, 14-15; cf. Os 11, 1). / De este modo, el camino de regreso de Jesús desde Belén a Nazaret pasó a través de Egipto. Así como Israel había tomado la vía del éxodo «en condición de esclavitud» para iniciar la Antigua Alianza, José, depositario y cooperador del misterio providencial de Dios, custodia también en el exilio a aquel que realiza la Nueva Alianza. (Redemptoris Custos, 14)

San José obedece a Dios que le habla en sueños por medio de su ángel, pero vemos implicada en esa obediencia su propia iniciativa, que toma al Niño y a su Madre, que los conduce por el camino a Egipto y que los trae de vuelta, para que se cumplan las palabras del profeta. A ojos humanos, podría resultar particularmente llamativo que Dios haya comunicado solamente a san José la noticia del peligro que acechaba a Jesús: su Madre es la criatura más perfecta y es Madre de Dios, pero es a san José a quien Dios le avisa los planes de Herodes, y María debe obedecer a José para ejecutar el plan divino (ser tomada por José y llevada a Egipto con su Hijo). De la misma manera, cuando vuelven, José mismo es quien toma la iniciativa de no volver a Judea, para radicarse en Nazaret de Galilea y así, una vez más, Dios se sirvió de la inteligencia de san José y de sus decisiones para que se cumpla la Escritura según la cual Jesús sería «llamado Nazareno».    

La Escritura nos dice que en la tierra era un varón justo, es decir, un santo. No sabemos ni una sola palabra que haya salido de su boca —es el santo del silencio—, pero todas sus acciones se encaminan a acatar el plan divino, como una imitación del «hágase» de María, pero expresado sólo en obras:

Ahora, al comienzo de esta peregrinación, la fe de María se encuentra con la fe de José. Si Isabel dijo de la Madre del Redentor: «Feliz la que ha creído», en cierto sentido se puede aplicar esta bienaventuranza a José, porque él respondió afirmativamente a la Palabra de Dios, cuando le fue transmitida en aquel momento decisivo. En honor a la verdad, José no respondió al «anuncio» del ángel como María; pero hizo como le había ordenado el ángel del Señor y tomó consigo a su esposa. Lo que él hizo es genuina «obediencia de la fe» (cf. Rom 1, 5; 16, 26; 2 Cor 10, 5-6). (Redemptoris Custos, 4)

San Juan Pablo II en esta encíclica contempla la vida de san José. En ella se pueden percibir con claridad todas estas virtudes. Un texto estupendo para meditar en esta fiesta de San José, para pedirle que interceda por la familia en Chile y el mundo, en esta época en que tanto se la ataca y cuestiona, y para comprender a la luz de su vida el camino a la santidad, enseñando a vivir lo más propio de una auténtica vocación: un servicio a la vida de otros de cara a Dios. Este servicio consiste en dar vida, que es la esencia de la paternidad. Estas ideas resultan especialmente útiles para estos tiempos, en que es tan necesario recuperar el concepto de un buen padre de familia y ver que la familia no se estructura en función de relaciones de conflicto, sino que es una comunidad unida por el amor mutuo a ejemplo del amor esponsal de Cristo con su Iglesia.

Puedes encontrar el texto de la exhortación en este enlace

El Valor de la Paternidad

Por: Ignacio Suazo y Vicente Hargous

  1. Introducción

A muchos, incluso dentro del mundo católico, podría llamar la atención la enorme centralidad que la Iglesia Católica da a la familia y la paternidad. Quizás alguien podría preguntarse por qué la Iglesia es tan inflexible al conservar una visión de la familia que a ojos contemporáneos parece obsoleta. ¿No sería mejor simplemente decir que «los tiempos cambian» y que por ende deberíamos dar un aggiornamento, una puesta al día de la doctrina al siglo XXI?Es una crítica frecuente: —¡Tenemos autos y aviones! ¡Tenemos luz eléctrica y computadores! Así como las carretas y las velas quedaron atrás en la oscuridad de la «edad media», de la misma manera debemos dejar atrás esas formas retrógradas de ver la sexualidad y la familia.Parece tentador… la concupiscencia nos tira de la ropa, según la expresión del santo de Hipona en sus Confesiones. A la jerarquía de la Iglesia también le puede seducir la visión exclusivamente humana de facilitar las cosas… ¿no «ganaría» más adeptos con sólo relajar un poco las costumbres sobre el sexto y el noveno mandamiento? ¿No le permitiría gozar de más «aceptación» y «prestigio» en el mundo moderno? Parece que dejar atrás ese «lastre» moral haría todo más fácil a todos. ¿Por qué, entonces, mantener tan tozudamente una definición tan «restrictiva» de familia en el centro de la discusión? ¿No hay acaso temas más importantes —que la Iglesia también reconoce como relevantes—, como la pobreza, las condiciones laborales o el medio ambiente? Incluso si entendemos que la familia y la paternidad son importantes ¿no sería mejor usar conceptos más amplios, que den cabida a todas las situaciones familiares posibles?

La respuesta está en que la Iglesia no existe para alagarse a sí misma, para buscar adeptos, para congraciarse con el mundo, para incrementar su propio prestigio frente a los poderes de nuestro tiempo. La misión de la Iglesia es la salvación de las almas, acatando la Voluntad de Dios, que «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (I Tim. II, 4). La verdad es algo que hemos de recibir, de reconocer, y no algo que podamos crear o modificar a nuestro antojo. Existe una verdad del hombre, que solamente se esclarece en el Misterio del Verbo encarnado (cfr. Gaudium et Spes, 22). La fe y moral constituyen un depósito, que la Iglesia solamente administra, del que no puede disponer arbitrariamente… Si la Iglesia buscase adaptarse a los vientos de doctrina, a las modas de cada época, se traicionaría a sí misma, pues llevaría a los hombres a vivir a su gusto, pero no a que tengan Vida y la tengan en abundancia.

La familia forma parte del designio de Dios al crear al hombre como imagen suya: por analogía, podemos decir que Dios es una familia, al ser Trino en Personas. Así como la Trinidad son tres personas y un solo Dios, de la misma manera los cónyuges se vuelven una sola carne y dan origen a una comunidad de hijos y padres, llamada a la unidad y pluralidad que existe en Dios. Él quiso que el hombre viviera y creciera en familia: «no es bueno que el hombre esté solo» (Gn. II, 18). El que sea un designio de Dios implica una dirección teleológica, y por ende un orden. Se trata, por tanto, de una familia con unos contornos determinados, que dependen de los fines unitivo y procreativo que señalaba Pablo VI en su encíclica Humanae Vitae.

Frente a la hipócrita búsqueda de justificación de los fariseos para dar el libelo de repudio a la mujer y separarse de ella resuena la respuesta de Cristo: «Moisés por la dureza de vuestros corazones os permitió repudiar a vuestras mujeres, pero en el principio no fue así» (Mt. XIX, 8). «En el principio», en el origen, en el inicio, en el designio creador de Dios. Recibimos el ser en una naturaleza determinada, ordenada a determinados fines. Como parte de ese orden natural originario existe la institución del matrimonio, que fue elevado por Cristo a la dignidad de sacramento entre bautizados. No se trata de un matrimonio «por la Iglesia» distinto del matrimonio natural. El matrimonio es una realidad natural que la ley debe reconocer; y esa misma realidad natural es la que fue perfeccionada por Dios, que la elevó a la dignidad de sacramento, porque la gracia no quita la naturaleza, sino que la lleva a su plenitud.

Existe un orden en la familia que es independiente de la voluntad humana, y que forma parte del designio de Dios. No se trata solamente de un orden ético individual acerca de la sexualidad, sino que incluye además las formas de relacionarnos como personas en sociedad, a través de la familia. La familia es jerárquica, existe una autoridad y un orden en la familia, y la figura que es cabeza de la familia es precisamente la del padre. Se trata de una autoridad, pero no de una forma de dominio despótico, sino de una potestad dirigida al bien integral de la persona del hijo. 

  1. La sociedad familiar como comunidad de amor encabezada por el buen padre de familia

Hemos dicho que la paternidad se enmarca dentro de un orden natural de la familia y que, en efecto, sólo desde este prisma puede entenderse la esencia de la paternidad. Tal razonamiento, sin embargo, sigue siendo igual de sospechoso para los críticos de la familia tradicional. —Eso no funciona y nunca ha funcionado en Chile —nos dicen, acompañando un desfile de datos empíricos—: ¡un 8,7% de niños en Chile ha sufrido abuso sexual! (¡muchas veces por familiares!), ¡un 28% de niños en Chile sufre maltratos graves! (UNICEF, 2015) … Y si bien esta clase de injusticias se encuentran más acentuadas en estratos populares, la disfuncionalidad no es patrimonio de los más pobres: en ambientes de mayor nivel socioeconómico, muchos padres roban a sus hijos aquello que legítimamente les es debido: tiempo compartido. ¿De qué familia nos hablan? —entonces viene el dato de la triste realidad chilena—: ¡los porcentajes de hijos nacidos fuera del matrimonio en Chile siempre han sido altos, desde que hay registros! ¿Por qué tanta preocupación por algo que no es una realidad y nunca lo ha sido en Chile?

En resumen,  quienes cuestionan la familia tradicional nos echan en cara una dolorosa realidad: muchos padres chilenos cometen (y han cometido) graves injusticias contra sus hijos, y hay además muchas familias rotas o disfuncionales, y muchos niños que no reciben la familia a la que tienen derecho.

Las llamadas filosofías de la sospecha (Freud, Marx, Nietzsche) y sus derivados han acentuado esta tendencia, causando estragos en la idea original de la familia. Al ver en todo vínculo una fuente de eventual conflicto —cuando no una estructura o superestructura de opresión—, impiden entender la vocación humana al amor. Desde hace algunos años se habla mucho de la opresión del «patriarcado» contra la mujer —el feminismo ve al marido como un opresor y la maternidad como una carga patriarcal—, pero últimamente ha penetrado también el discurso que pretende acabar con el «adultocentrismo». Ambos discursos tienen un sustrato ideológico común contrario a la antropología verdadera: la sospecha contra el padre de familia, la lectura de toda relación humana como una relación de conflicto y de toda jerarquía como una forma de opresión.

Francisco Canals, en un texto verdaderamente notable, destacaba que santo Tomás o santa Teresa de Jesús no tienen «ismos» (cfr. Canals, 1968). No se ve en santa Teresa una defensa del «feminismo» que «reivindica el lugar de la mujer», pero tampoco un «machismo» para tratarla indignamente. Lo mismo podemos decir de santo Tomás cuando trata la tarea del maestro respecto de su discípulo, del marido respecto de su mujer o del padre respecto de su hijo. No se ve en ellos la defensa de un polo ideológico reaccionario que se opone dialécticamente a un polo revolucionario, ni tampoco la promoción de éste. Y es que antes de la irrupción de las modernas ideologías de la separación de lo que siempre había permanecido armónicamente unido —marido y mujer, padre e hijo, individuo y sociedad, fe y razón…— existía una mayor comprensión de la unidad de lo plural, no como unidad uniformadora, sino como una síntesis sin antítesis (cfr. Canals, 1968).

La relación entre padres e hijos, al igual que la relación entre el hombre y la mujer, se comprende en la familia como una comunidad de amor fecundo. Los frutos de la relación conyugal de amor son los hijos. Lo ideal para todo niño es que nazca en una familia como fruto del amor. El hijo por naturaleza no se integra en una familia, sino que nace en el seno de una familia que le regala la vida y todo lo que tiene. Ser padre consiste, desde esta perspectiva, en dar vida (como la madre, aunque en un sentido distinto). Pero este acto de dar vida no se agota en la cópula sexual, como ocurre en muchos animales, sino que exige también que el padre se haga cargo de su familia, tomando el rol de cabeza de la familia, de ser un buen padre de familia, con todo lo que eso implica. El padre no puede verse a sí mismo como una mera máquina proveedora de recursos para su familia, sino que tiene una función esencial en la crianza y educación de sus hijos. Su presencia es fundamental para que sus hijos reciban adecuadamente la fe y lo necesario para desenvolverse en la sociedad, encontrando en el padre un ejemplo recio, viril y vivo al que imitar y en el cual apoyarse. 

  1. La transmisión de la fe

La fe de la Iglesia se conserva con fidelidad mediante la transmisión comunitaria, que primeramente se produce en la familia, donde los padres regalan la fe a sus hijos. El Compendio del Catecismo de la Iglesia, al responder a la pregunta por los deberes de los padres respecto de los hijos, destaca en primerísimo lugar la enseñanza de la fe y la educación:

Los padres, partícipes de la paternidad divina, son los primeros responsables de la educación de sus hijos y los primeros anunciadores de la fe. Tienen el deber de amar y de respetar a sus hijos como personas y como hijos de Dios, y proveer, en cuanto sea posible, a sus necesidades materiales y espirituales, eligiendo para ellos una escuela adecuada, y ayudándoles con prudentes consejos en la elección de la profesión y del estado de vida. En especial, tienen la misión de educarlos en la fe cristiana. (Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, 460)

La transmisión de la fe supone un contenido doctrinal racional y claro a ser transmitido. En un mundo donde el rol de la educación formal es cada vez más protagónico y la información es cada vez mayor, este aspecto adquiere una relevancia especial. Sin embargo, hay ciertas experiencias vitales que ayudan a hacer comprensibles estas ideas y nos ayudan a tener una actitud más receptiva hacia ellas. Esto significa que, cuando estas experiencias no están, la transmisión de tales ideas se ve enormemente dificultada.

  1. Participación de la paternidad de Dios: el padre como reflejo de Dios

A la luz de la fe, el concepto de paternidad no solamente se ve enriquecido, sino que cobra más sentido, hasta el punto de que sólo desde ella se comprende plenamente en qué consiste la paternidad. Dios en cuanto es Creador, principio de todas las cosas, es llamado Padre de todas las criaturas. Pero además los cristianos por el bautismo, junto con ser liberados del pecado original, hemos sido reengendrados como hijos de Dios, al incorporarnos a Cristo y ser configurados con Cristo de manera indeleble por el Espíritu Santo. De esta manera, no solamente nos llamamos hijos de Dios, sino que lo somos verdaderamente (cfr. I Jn. III, 1). No se trata de un sentido metafórico: es una filiación real, aunque adoptiva (solamente el Hijo posee por naturaleza la filiación divina). Los bautizados somos realmente hijos, y Dios es realmente nuestro Padre.

Esto tiene repercusiones enormes en lo que se refiere a la idea misma de paternidad, que no se agota en la procedencia biológica. En efecto, todo padre biológico da vida a sus hijos, y en ese sentido participa de la paternidad de Dios: «Por razón de su gracia, doblo mis rodillas al Padre de nuestro Señor Jesucristo, del que toda paternidad en el cielo y en la tierra toma su nombre» (Ef. III, 14-15). Toda paternidad procede de la paternidad de Dios. Todo padre lo es por analogía con el Padre celestial.  

Ser «Padre» comprende el ser autoridad. Dios mismo junto con dar el ser a sus criaturas las configura de una manera determinada: no crea sino seres subsistentes en naturalezas determinadas, pues todo lo que es también es algo, y ese algo es limitado. Ahora bien, esto quiere decir que el acto creador de Dios es a la vez un acto legislador, es decir, una configuración teleológica intrínseca que dispone un orden de las operaciones de cada ser a ciertos fines. Cada padre es autoridad por encabezar la sociedad que es la familia (es la primera autoridad natural), pero esto tiene un fundamento más profundo en la paternidad de Dios. Como una suerte de participación del gobierno de Dios sobre cada cosa que existe, cada padre terrenal es también autoridad respecto de aquellos a quienes ha dado el ser. El padre no solamente engendra hijos, sino que los conduce a su propia plenitud, a su bien, y en eso consiste precisamente educar. El padre cumple un rol educador respecto del hijo, y el hijo tiene un deber de obedecer a su padre.

Al igual que la autoridad de Dios, que conduce con suavidad, como de la mano, de la misma manera debe un padre terreno conducir a su hijo, sin sustituir sus propios pasos ni ahogar su propia iniciativa, sino buscando que pueda caminar por sí mismo, pero con orden a su propio bien. Este orden implica la necesidad de corregir cuando se desvíe del camino. Una mano firme pero comprensiva; que castiga pero también perdona. Y estos polos se armonizan y complementan porque están al servicio del crecimiento del hijo. Toda autoridad debería buscar que aquellos que están a su cargo crezcan y sean dirigidos a su propio bien.

El padre que ejerce bien su autoridad es capaz de reflejar débil pero realmente la autoridad de Dios. Esto entrega al hijo no solamente una verdadera conducción a su propio bien, sino además un reflejo de cómo es Dios, que es verdaderamente Padre. Así,  el padre natural predispone a sus hijos a comprender de manera viva qué significa que Dios sea Padre. La vida sobrenatural de cada niño comienza en casa no solamente por los conocimientos que pueda recibir, sino también porque en ella vive en familia, bajo los cuidados y la autoridad de un padre.

  1. Conclusión: Paternidad y autoridad

La opción preferencial por los más pobres y otros temas económicos y sociales sin duda son muy importantes para la Iglesia. De hecho, ella ha dedicado a estos temas una parte no menor del Corpus de su Doctrina Social. Sin embargo, en la transmisión de la fe se juega la misma vida sobrenatural en la Iglesia, la vida de cada uno de sus fieles como hijos de Dios. Y si bien muchas veces la conversión opera a través de disquisiciones puramente racionales, la Iglesia sabe que esta transmisión se realiza ordinariamente en la familia, de forma natural:

La conciencia viva y vigilante de la misión recibida con el sacramento del matrimonio ayudará a los padres cristianos a ponerse con gran serenidad y confianza al servicio educativo de los hijos y, al mismo tiempo, a sentirse responsables ante Dios que los llama y los envía a edificar la Iglesia en los hijos. Así la familia de los bautizados, convocada como iglesia doméstica por la Palabra y por el Sacramento, llega a ser a la vez, como la gran Iglesia, maestra y madre. (Familiaris Consortio, 38)

En ese sentido, la paternidad es una forma privilegiada de transmitir no sólo la vida corporal, sino también la vida sobrenatural que consiste en vivir como hijos de Dios, ser otros Cristos, hijos en el Hijo por el Espíritu Santo. La Iglesia lo sabe y así lo han entendido también nuestros últimos Papas. Por eso, no puede dejar de apostar por la familia en general y por la paternidad en particular, sabiendo todo lo que está en juego.

En esa línea, no es descabellado pensar que el proceso de secularización en todo el mundo se debe en buena parte a la desestructuración de la familia y la pérdida de auténticas figuras paternas a lo largo del globo. Esta desestructuración está lejos de limitarse al plano religioso y sus efectos tienen repercusiones incluso dentro del orden político. Durante los últimos años hemos visto una creciente pérdida de sentido de autoridad, con la consiguiente deslegitimación de gobernantes a lo largo y ancho del mundo, especialmente en occidente.

Además de esta pérdida del sentido de autoridad, el concepto mismo de paternidad se ha ido diluyendo, mostrándose como algo indiferente en la crianza de los hijos. Lo que se encuentra detrás de los proyectos de adopción «homoparental» o de «filiación de hijos de parejas del mismo sexo» es esta equivalencia funcional de los dos padres. Se nos intenta decir que no habría diferencia entre lo que aporta la mujer y lo que aporta el varón en la educación de un niño. ¿No es por lo menos curioso que en el lugar más importante —donde la persona nace, crece y aprende a vivir, entender y amar— digamos que la mujer no tendría nada que aportar en la crianza de un hijo, o que no habría diferencia entre lo que uno y otro puede regalarle?… Quizás lo que hace falta es profundizar sobre los conceptos mismos de paternidad, maternidad y filiación, su vínculo con las ideas de recepción, de don, de entrega, de vida, de amor.

Por otro lado, la patria potestad es un concepto altamente cuestionado, e incluso atacado mediante leyes que apuntan a resaltar una autarquía del niño frente a sus padres, que no pasarían de ser meros guías o auxiliares para que los niños puedan ejercer su «autonomía». Resulta verdaderamente sorprendente la cantidad de proyectos de ley que pretenden exaltar al niño como un individuo radicalmente autónomo, vacío en su propia libertad negativa. Esta visión es verdaderamente muy superficial, no sólo porque asume conceptos malentendidos de libertad y derechos, sino porque además prescinden de la existencia de lo bueno para el niño (y por ende para el hombre), siendo que la educación y la autoridad y la libertad están dirigidas precisamente al bien de la persona.

La recuperación de la paternidad es, por tanto, una tarea de primera necesidad. Esto exige que los hombres sean conscientes de la difícil tarea que tienen por delante y pongan los medios para cumplirla. Pero eso no basta: también es necesaria una lucha cultural por la recuperación de la figura paterna, tal como se la ha entendido tradicionalmente. Dicho en palabras simples: si quisiéramos hacer un taller de «paternidad activa» sin duda serían importantes los módulos de «control de impulsos», «interés por el niño»  y «demostración de afectos», pero todo ese esfuerzo quedará trunco si no se recuerda la importancia del matrimonio (se es padre con una y sólo una madre), del rol educador que tienen los padres respecto de sus hijos (incluyendo medios como el de darles un justo castigo cuando corresponda) y la referencia última a Dios. Sin estas coordenadas, difícilmente los hijos podrán experimentar la autoridad del Padre Dios en sus padres.

Bibliografía

Canals, Francisco (1968): «Monismo y pluralismo en la vida social», Verbo, N°61-62.

Ugarte, José Joaquín (2010): Curso de filosofía del Derecho, T. I, 1a ed., Ediciones UC, Santiago.

UNICEF (2015): «4° estudio de maltrato infantil en Chile: análisis comparativo 1994-2000-2006-2012», UNICEF, Santiago, Chile.

Widow, Juan Antonio (1988): El hombre, animal político. Orden social, principios e ideologías, 2a ed., Editorial Universitaria, Santiago.

Fuentes tomadas del Magisterio de la Iglesia

Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica

Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes 

Juan Pablo II, Familiaris Consortio

Pablo VI, Humanae Vitae

«No solo de pan vive el hombre» por Cristóbal Aguilera

Les dejamos a continuación esta columna de Cristóbal Aguilera, miembro de nuestro directorio publicada el 18 de marzo en El Líbero.

No es necesario ser creyente para suscribir esta sentencia. El hombre es un animal social, artístico, libre, racional. Necesita un techo, pero también un hogar. Un ateo puede sin problemas aceptar, tal vez movido por su propia experiencia, que tenemos una natural inclinación a despegarnos de la materia y reflexionar acerca de cuestiones espirituales como la muerte.

¿Cuál es el motivo, entonces, de la polémica tras la decisión del gobierno de levantar la prohibición de celebrar ceremonias religiosas en Fase 2? ¿Cómo se explica la fuerte objeción en contra de la celebración del culto religioso, si tanto moros como cristianos reconocen la importancia de resguardar la dimensión espiritual de la persona?

Pueden formularse múltiples hipótesis al respecto. Tal vez, un modo de encontrar una respuesta a estas preguntas es detener la mirada en la frase que complementa y llena de sentido la sentencia antes aludida: “sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. Aquí el consenso inicial tiende a diluirse bruscamente. Una cosa es aceptar que no nos reducimos a pura materia, pero otra distinta, muy distinta, es reconocer nuestra dependencia existencial. Podemos admitir incluso la necesidad, si se quiere, psicológica, de creer en algo o alguien cuya existencia no nos es posible comprender ni comprobar empíricamente. Pero de ahí a aceptar la idea según la cual lo que el hombre verdaderamente necesita, antes que todo, es oír lo que Dios quiere decirnos, hay un abismo de proporciones.

La religión no pisa tierra firme en estos tiempos. Las amenazas que le asechan son múltiples, desde el deterioro de los vínculos sociales, hasta los errores y horrores que han cometido miembros de ciertas iglesias, pasando por las agendas políticas que buscan que la vida de fe en las sociedades democráticas se reduzca a rezar a puertas cerradas. Sin embargo, el principal adversario que enfrenta la religión es el mismo de siempre; el mismo que el demonio expresó en aquella frase con la cual tentó a Adán y Eva: “seréis como dioses”. Es la autoafirmación existencial, la referencia al propio yo, la exaltación de nuestra aparente soberanía individual aquello que choca frontalmente con la idea de relacionarnos con un ser superior que nos muestra lo pequeños y dignos que somos, y con la idea de que es ese ser el único fundamento de nuestras esperanzas.

¿Por qué diablos no se conforman con seguir la misa desde sus celulares? ¿Cuál es la idea de confesar las propias faltas ante un hombre que, tal vez, está contagiado o que nosotros podemos contagiar? ¿En realidad piensan que nuestra existencia eterna depende de comer con cierta frecuencia un trozo de pan blanco y circular? Estas preguntas, con las que se intenta interpelar a los creyentes, no nacen de una genuina preocupación por la salud pública. Lo que subyace a ellas es justamente la seguridad que aparentemente ofrece la doctrina (la religión) de la autonomía o soberanía individual. La perplejidad que provoca ver a familias enteras reclamando por no poder asistir a misa es la otra cara de la moneda de un sentimiento de excesiva confianza en las cosas de este mundo.

Quizá lo más sorprendente de todo sea que estos tiempos de pandemia nos han dado motivos de sobra para aquilatar nuestra propia insignificancia. A la vez, nadie podría negar que nuestra sociedad, previo a la llegada del virus, se encontraba, y ahora tal vez más, hundida en una especie de hastío generalizado que ha permitido la proliferación de lo que Robert Spaemann denominó “nihilismo banal”.

Todo esto, por cierto, es insostenible. La historia y nuestra propia experiencia nos demuestran que el hombre necesita darle a la existencia un sentido que sobrepasa las propias fuerzas; que requiere de una opción por la que valga la pena renunciar incluso a sí mismo. Una opción, a fin de cuentas, que haga justicia a la frase de que no solo de pan vive el hombre. Es obvio que algo así no es posible encontrarlo en este mundo, y puede que estemos más cerca de lo que creemos de aquel día en el que, según Leon Bloy, “los hombres estén tan cansados de los propios hombres que bastará con hablarles de Dios para verles llorar”.

Foto de Canva

Equidad

Les dejamos a continuación esta carta escrita por Rosario Corvalán de nuestro Equipo Legislativo en conjunto con colectividades pro-vida publicada el 17 de marzo en La Segunda.

Señor Director:

Como cada miércoles, hoy la Comisión de Mujeres y Equidad de Género de la Cámara de Diputados volverá a recibir invitados para discutir el proyecto que busca despenalizar el aborto hasta la semana 14 de gestación.
Entendiendo que la idea de este debate es justamente recopilar opiniones y experiencias a favor y en contra de dicha despenalización para informadamente resolver la idea de legislar, sorprende y molesta la arbitrariedad con la que diputadas promotoras del proyecto han tratado a sus invitados, incurriendo en eventuales incumplimientos al Reglamento de la Cámara y olvidando que la ciudadanía les ha encomendado la tarea de legislar escuchando todas las posiciones.

Así actuaron la semana pasada las diputadas Maite Orsini, Presidente de la Comisión, y Maya Fernández, quienes desde su posición de poder han hecho notar su sesgo en este tema, incluso permitiéndose interrumpir y cuestionar el currículum de la Dra. Carolina Aguilera, quien había sido invitada por la misma comisión para aportar su experiencia y conocimiento.

Preocupa que esta siga siendo la tónica en el futuro de las sesiones y hacemos un especial llamado a la Comisión de Mujeres a mostrar una apertura real y honesta frente a un tema tan complejo de abordar, que no puede excluir las miradas científicas y filosóficas, ni mucho menos desestimar el impacto que podría tener en nuestra salud pública, como las invitadas que han expuesto en contra del proyecto han intentado explicar.

Rosario Corvalán, Comunidad y Justicia

Tatiana Bórquez, Colectivo por las 2 Vidas

Constanza Saveedra, Testimonio por la Vida

Francisca Jofré, Mujeres Reivindica

Investigador Ignacio Suazo es entrevistado en Radio Portales de Valparaíso por proyecto de Eutanasia

El 15 de marzo, nuestro Investigador Ignacio Suazo fue invitado a la Radio Portales de Valparaíso en el programa «Vamos Somos Chilenos» para hablar acerca de nuestro libro «Un Atajo Hacia la Muerte» y el proyecto de ley de Eutanasia que se encuentra en discusión en el Congreso junto a los panelistas Pilar Soberado y Patricio Carrasco.

Ignacio explicó que la eutanasia se define como «el médico que provoca deliberadamente la muerte de un paciente». Sin embargo, el Investigador aclara que la desconexión de una máquina que permite a una persona seguir viviendo, no se considera eutanasia ya que «es distinto matar que dejar morir «.

Durante la entrevista, Ignacio sostuvo que la «la vida es un don» ya que «nosotros no elegimos vivir», sino que es algo que fue «entregado por nuestros papás, la sociedad en la que estamos insertos, el país, entre otros». En este sentido, agrega que el dolor se puede convertir en la «oportunidad para encontrarle el verdadero sentido a la vida» y por lo mismo la eutanasia no es la respuesta.

Puedes encontrar la entrevista completa en el siguiente enlace:

«El cáncer de la economía» por Vicente Hargous

Les dejamos a continuación esta columna de nuestro Investigador Vicente Hargous publicada el 13 de marzo en El Mostrador.

Con su característico tono visceral, apasionado y flagelante, León Bloy decía que “el dinero del rico es la sangre del pobre”. Este verdadero profeta de los desheredados sabía que es injusto cobrar intereses sin razón en un préstamo de dinero improductivo… más aún, es injusto un sistema en que el cobro de intereses bajos se ve como un acto de generosidad, una mera liberalidad, no como un mínimo de decencia.

La libertad económica existe, la propiedad privada también, pero eso no significa que la economía sea una ciencia elevada a un pedestal inmaculado de amoralidad, como si no tratase sobre acciones humanas, valorables moralmente. Los moralistas han sido expulsados del debate público sobre la justicia de los intercambios, pero esta discusión no es puramente fáctica: la cuestión es sobre justos títulos, y no sobre conveniencia económica. No hace falta ser de izquierda ni creer en un estatismo elefantiásico para ver que nuestro sistema promueve o hace vista gorda a ciertas injusticias.

Con todo, el problema no parece ser el famoso “modelo neoliberal” (hasta hoy nadie ha sido capaz de definir con precisión qué significa eso), sino instituciones injustas muy concretas. Una de las más cuestionadas (por no decir expresamente condenada y castigada) a lo largo de la historia —¡hay que mirar la historia! por mucho que no le guste a los progresistas de izquierda cuando se habla de familia ni a los liberales de derecha cuando se habla de economía— es la usura, y particularmente el anatocismo.

El dinero es naturalmente estéril. El mero lapso del tiempo no incrementa la riqueza, ni debería por ende ser fuente de enriquecimiento para un prestamista. Hay préstamos que permiten producción, beneficio social, pero la “creación de riqueza” no es una consecuencia natural del préstamo, sino del uso que se le dé al dinero prestado: hay préstamos productivos y otros improductivos. Todos los créditos de consumo ofrecidos indiscriminadamente por grandes multitiendas y bancos a personas pobres o de clase media vulnerable, con poca o nula educación financiera, ¿merecen realmente cobrar intereses?, ¿por qué asumimos que el que presta un cajón de un kilo de naranjas no puede cobrar sino un kilo de naranjas del mismo género y calidad, mientras que cuando se trata de una suma de dinero (también un mutuo, préstamo de consumo de cosa fungible) se puede cobrar más? Más aún, ¿por qué toleramos siquiera el cobro inescrupuloso de un «interés por riesgo», que no pasa de ser un burdo eufemismo para un auténtico interés de los pobres?

El anatocismo es uno de los grandes escándalos de este panorama. Si nada justifica esos cobros de intereses, ¡cuánto menos la capitalización injustificada de esos mismos intereses! Esto simplemente es enriquecimiento descarado a costa de otro. Una manifiesta contradicción al principio más básico del derecho privado: la prohibición del enriquecimiento sin causa. Y cuando el afectado es una persona necesitada, se transforma en una injusticia que clama al cielo.

Alguna lección debemos sacar de la crisis de octubre del 2019 (del “estallido” que autores como Gonzalo Vial, libres de toda etiqueta de izquierda, fueron capaces de prever). El endeudamiento es fuente de agobio para las familias. Las encuestas más serias se refieren a más de la mitad de la población endeudada (las cifras rondaban entre un 66 % a 72 % el año 2017), muchas veces con una carga anual equivalente verdaderamente insoportable y con un porcentaje de pasivos superior al recomendado respecto del patrimonio total de la familia. La deuda total del hogar mediano en Chile equivale al 29 % de su ingreso anual.

Recientemente se ha aprobado una prohibición del anatocismo en ciertos casos. Además, ha ingresado un proyecto de ley —con respaldo de diputados de los más variados colores políticos— para sancionarlo, prohibir el interés por riesgo y regular diversos aspectos relacionados con las injusticias del mercado financiero. Que el tema se ponga una vez más sobre la palestra es un gran paso para superar este cáncer de la economía que es la usura.

Investigador Vicente Hargous expuso en el Foro Internacional «Defendiendo la Vida desde el Legislativo»

El 10 de marzo, se llevó a cabo el Foro Internacional «Defendiendo la Vida desde el Legislativo», realizado en el Congreso de la República de Colombia y transmitido en vivo. Nuestro Investigador, Vicente Hargous, fue invitado a exponer en el panel «Nuevas amenazas al derecho a la vida: Eutanasia y Suicidio Asistido».

Durante su exposición, Vicente criticó y explicó cómo se ha desarrollado la discusión del proyecto de ley de Eutanasia en Chile.

Te invitamos a ver la exposición completa en el siguiente enlace:

Daniela Constantino por proyecto que busca integrar escolares al proceso constituyente: «Atenta contra la autonomía de los colegios y el derecho y deber preferente de los padres de educar a sus hijos»

La abogada señaló que el proyecto se entromete ilegítimamente en la organización de los establecimientos.

El 11 de marzo, Daniela Constantino, de nuestro Equipo Legislativo fue invitada a exponer en la Comisión de Educación para hablar acerca del proyecto de ley que busca fomentar la participación de los escolares en el proceso constituyente.

La iniciativa busca que los colegios modifiquen sus planes de Formación Ciudadana, los adapten al proceso constituyente, se reconozca a los centros de estudiantes y se fomente la participación de estos en el proceso a través de distintas acciones concretas.

Entre ellas, la realización de un plebiscito en los establecimientos educativos para que los niños voten sus propuestas para la nueva Constitución y se presenten en la Convención Constitucional. También se prohíbe que los colegios sancionen a los niños que pertenecen al Centro de Estudiantes por acciones que cometan en el ejercicio de sus cargos. Se faculta a los centros de estudiantes a acceder a financiamiento para la ejecución de sus actividades sin que se establezca un mecanismo concreto de rendición de cuentas (solo se establece la entrega de una cuenta pública).

La Asesora Legislativa cuestionó la iniciativa señalando que «con la eventual aprobación de este proyecto se estaría sobrecargando aún más a nuestros establecimientos educacionales en el contexto pandemia» y agregó que «atenta contra la autonomía de los colegios y el derecho y deber preferente de los padres de educar a sus hijos».

La abogada explicó que durante el mes de marzo, solo el 40% de los colegios en comunas sin cuarentena pudieron reabrir sus puertas para clases presenciales. A una semana del inicio de clases, 50 colegios tuvieron que suspender sus actividades por casos Covid-19 y dos colegios de la Región Metropolitana iniciaron cuarentena preventiva tras detectar casos de coronavirus. «La aprobación de este proyecto de ley solo complicaría más la situación de los colegios», añadió.

En relación al funcionamiento del sistema educativo, Daniela recordó que este se «basa en el fomento y respeto de la autonomía de los establecimientos educacionales. (…) El derecho de cada establecimiento de regirse por sí mismo, de conformidad con lo establecido en sus estatutos en todo lo concerniente al cumplimiento de sus finalidades y los faculta para decidir la forma en cómo cumplirán sus funciones de docencia y la fijación de sus planes y programas de estudio».

La Asesora Legislativa explicó que esa autonomía, protegida por la Constitución en su artículo 19, es vulnerada con este proyecto de ley «que se inmiscuye de modo ilegítimo en la organización de los establecimientos».

Para finalizar, Daniela llamó a los diputados a no «instrumentalizar a los colegios para fomentar la participación de los niños en el proceso constituyente» y que el foco esté centrado en priorizar el derecho al acceso a la educación que se ha visto tan vulnerado por la pandemia.

Puedes ver la exposición completa aquí:

«Sí, pero…» de Rosario Corvalán y Daniela Constantino

Les dejamos a continuación la columna de Rosario Corvalán y Daniela Constantino publicada el 08 de marzo en El Líbero a propósito del Día de la Mujer.

Con el pasar de los años, los movimientos feministas han adquirido mayor popularidad, sobre todo en Occidente. Sin embargo, de acuerdo con una encuesta publicada el 2019 por el diario BBC Mundo, menos de una de cada cinco mujeres jóvenes encuestadas en Reino Unido y en Estados Unidos se etiquetaría a sí misma como feminista. Esta cifra resulta sorprendente si consideramos que el feminismo y la defensa de presuntos derechos de las mujeres (tales como el aborto, identidad de género, derechos sexuales y reproductivos, entre otros) han adquirido mayor relevancia en el debate público. Entonces, ¿por qué tantas mujeres jóvenes dicen que no se identifican con el término feminista?

Diversos acontecimientos a nivel mundial han ayudado a atraer atención sobre el feminismo, sin embargo, contrario a lo que nos han hecho creer, esto no ha sido suficiente para que el termino “feminista” gane popularidad entre las mujeres jóvenes de occidente.

Una encuesta de YouGov-Cambridge encuestó a 25,00 personas en 23 países para evaluar las actitudes hacia el género, la igualdad de derechos y el movimiento #MeToo. Los participantes respondieron preguntas sobre si se consideraban feministas o no y si consideraban aceptable el acoso callejero.

La encuesta reveló que en varios países de Europa, más de la mitad de los hombres y mujeres encuestados no se consideran feministas. No obstante, las personas no parecen rechazar el feminismo como se concibe en la actualidad porque estén en contra de la igualdad de género o porque crean que ésta ya se alcanzó.

Al menos en nuestro país, el problema que tiene definirse a sí mismo o a otro como “feminista” es que nadie parece saber bien qué quiere decirse con eso. Por ello, es frecuente escuchar “soy feminista, pero…”, o “no soy feminista, pero…”.

Una de las ironías de estas frases, es que muchos “no soy feminista, pero…” vienen seguidos de ideas que para algunas feministas son parte de la esencia de su manifiesto. Y es lógico que ello suceda, pues con el paso de los años han proliferado las discusiones internas de quienes se declaran feministas y se ha ampliado el “giro” del feminismo: ya no solo se aboga por temas relacionados a las mujeres, sino que por los más variados asuntos, como ocurrió recientemente con una manifestación de la Coordinadora Feminista 8M, en que se señalaba que parte de sus demandas eran “derecho a rebelión”, “derechos de la naturaleza”, “liberar a lxs mapuches por luchar”, “disolución de Carabineros”, “NO+AFP”, “aborto libre y legal” o “fuera Piñera”.

Como es lógico, mientras más se agreguen demandas polémicas a este movimiento, menos adherentes “puritanas” lo conformarán. Quizás esa es la explicación de los bajos porcentajes que mencionábamos al comienzo. Una segunda alternativa será que el feminismo chileno termine por estar conformado casi en su totalidad por “feministas, pero….”.

Por lo anterior, decimos con Gabriela Mistral que “vacilo mucho en contestar con un afirmativo cuando se me hace por milésima vez la pregunta de orden ‘¿es usted feminista?’ Me parece más honrado contestar un no escueto; me falta tiempo para entregar una larga declaración de principios”.

¿Cuál es el rol de nuestra Iglesia en el proceso constituyente?

El Periódico mensual Encuentro, de la Iglesia de Santiago, realizó una nota para la edición de marzo en relación al proceso constituyente y el rol que deben jugar los católicos en ella. Nuestro Director Ejecutivo Álvaro Ferrer destacó la importancia del respeto por la vida en la nueva Carta Magna.

En un mes Chile se apresta a recorrer un camino que tendrá como destino la redacción de su nueva Constitución Política. Frente a este escenario, el mundo católico tiene desafíos importantes para promover el diálogo y la amistad social, al servicio del bien común.

Por: Danilo Picart y Enrique Astudillo

El 25 de octubre de 2020, Chile decidió por amplia mayoría democrática, iniciar un camino para crear una nueva Constitu- ción, la que será redactada por una Convención Constituyente, integrada por 155 miembros que serán elegidos por votación popular este próximo 11 de abril de 2021. Posibilitando la participación de independientes y garantizando la paridad de género entre las y los convencionales. Quienes resulten electos, deberán redactar y aprobar una propuesta de Constitución en un plazo de nueve meses, pudiendo extenderse a doce meses. Se trata de un proceso de alta relevancia política, jurídica y social sin precedentes en los últimos años, y por ello, resulta importante reflexionar sobre el rol de la Iglesia en este período de discusión política.

Una Constitución que consagre el respeto por la vida

El abogado y director ejecutivo de Comunidad y Justicia, Álvaro Ferrer del valle, subraya que este proceso constituyente debiese consagrar deberes esencia- les y no usarse como un catálogo utópico de derechos subjetivos o personales. “La Constitución, en cuanto norma principal del orden jurídico vigente, establece las reglas fundamentales de la vida en comunidad y por ello, su importancia no puede relativizarse. A las reglas constitucionales habrán de subordinarse y adecuarse las demás normas, el ejercicio del poder público, la vida social y la conducción política”.

En virtud de esta premisa, Ferrer asegura que la Iglesia debe iluminar con claridad y valentía la discusión pública, dando testimo- nio de la verdad, “para que los fieles y personas de buena voluntad puedan formar bien su conciencia, escucharla y seguirla en sus decisiones contingentes”. En este sentido, el académico sostiene que hay bienes y principios esenciales que debieran reconocerse en la Constitución: “La dignidad de la persona y su primacía sobre el Estado; el derecho a la vida desde la concepción y hasta la muerte natural; la familia fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer; el derecho y deber preferente de los padres y madres a educar a sus hijos; el derecho a buscar a Dios sin coacción y a practicar el culto religioso. En cuanto a principios, la Constitución debiera consagrar la subsidia- riedad y la solidaridad”.

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