Author : Ignacio Suazo

Veto presidencial al proyecto del Servicio Nacional de Protección Especializada a la Niñez

Los proyectos de Garantías de la Niñez y de creación de un Servicio Nacional de Protección Especializada iniciativa volverá a la Cámara de Diputados para luego ser remitida al Ejecutivo con las observaciones aprobadas. La nota es de Agustín Lizana.

El veto al proyecto de ley que crea el Servicio Nacional de Protección Especializada volvió a la Cámara de Diputados y pronto será remitido al Ejecutivo con las observaciones aprobadas. La nota es de Agustín Lizana.

Durante la última semana de octubre, la Sala del Senado despachó el veto presidencial al proyecto de ley que crea el Servicio Nacional de Protección Especializada a la Niñez y Adolescencia. Lo hizo gracias a varias abstenciones de Senadores de Oposición, luego que el Gobierno se comprometiera a poner suma urgencia al Proyecto de Garantías de la Niñez.

Mediante dicho veto el Gobierno busca acelerar la tramitación del proyecto de ley para instalar con urgencia el nuevo servicio, luego que la entrada en vigor de este proyecto quedara supeditada, durante su tramitación en la Comisión Mixta, a la aprobación y publicación del proyecto de ley de Garantías de la Niñez, lo que retrasaba su implementación.

Esta iniciativa busca terminar con el actual SENAME y crear el Servicio Nacional de Protección con la finalidad de otorgar una mejor protección y más especializada a los niños, niñas y adolescentes más vulnerables de Chile.

El veto formulado a este proyecto de ley volvió a la Cámara de Diputados y pronto será remitido al Ejecutivo con las observaciones aprobadas. Después, el proyecto podría ir a revisión del Tribunal Constitucional antes de ser promulgado y publicado. Finalizada esta etapa, existe un plazo máximo de un año para instalar y comenzar a operar el nuevo servicio.

Por otro lado, el Proyecto de Garantías de la Niñez, que se encuentra en segundo trámite constitucional, ahora se discutirá en la Comisión de Hacienda del Senado.

Adiós al Proyecto de Educación Sexual Integral

La iniciativa, que buscaba incluir este tipo de materias desde una temprana edad, fue archivada al no alcanzar el quórum requerido. De esto nos cuenta en la siguiente nota, Agustín Lizana Rivera.

Por falta de quórum (89 votos), la Cámara de Diputados rechazó el proyecto de ley que buscaba establecer normas sobre educación sexual en los establecimientos educacionales.

Cinco artículos requerían de 89 votos, al tratarse de aspectos propios de la ley orgánica constitucional. Con 73 respaldos, 67 rechazos y dos abstenciones, la iniciativa fue archivada.

El proyecto de Educación Sexual Integral planteaba que los establecimientos educacionales, según el grado de madurez de los menores, debía incluir en los niveles de enseñanza parvulario, básica y media, programas de educación en afectividad, sexualidad responsable y género.

En específico, la iniciativa buscaba establecer, entre otras cosas que hemos explicado en notas anteriores, “derechos en materia de sexualidad y reproducción”. Incorporaba como un principio el “desarrollo pleno, libre y seguro de la sexualidad, la afectividad y el género”. Establecía como uno de los objetivos de aprendizaje el “autoconocimiento” y “erradicar las discriminaciones basadas en el sexo, orientación sexual, identidad y expresión de género”.

Además, indicaba que “ningún establecimiento podría abstenerse de proporcionar a los niños, niñas y adolescentes educación en sexualidad desde la educación parvulario y con los contenidos mínimos establecidos por la ley y establecidos por las Bases Curriculares para cada ciclo educativo, desde una visión laica, crítica y libre de sexismo”.

Durante la discusión del proyecto de ley, Comunidad y Justicia participó arduamente en el debate público sosteniendo que la iniciativa atentaba directamente contra el derecho preferente y deber de los padres de educar a sus hijos.

Como bien señala Vicente Hargous, abogado del área legislativa de la Corporación, este proyecto de ley significaba “un riesgo al bien superior de los niños, niñas y adolescentes del país”. Agrega que era una iniciativa “incompatible con algunos proyectos educativos y por lo mismo, atentaba con la libertad de enseñanza” ya que estipulaba que su aplicación debía ser obligatoria por parte de los establecimientos educacionales, según los mínimos establecidos por la ley.

«La paradoja de la representación indígena forzada» por Gonzalo Vásquez

Los invitamos a leer a continuación una columna publicada por el medio digital «Viva Chile» el pasado 31 de octubre, sobre las contradicciones de las políticas indígenas, a propósito del proyecto de ley para incorporar escaños reservados para pueblos originarios.

Entre los creativos regüeldos legislativos que han seguido al triunfo del “Apruebo” en el reciente plebiscito, nos ha sorprendido la idea -hoy ya en trámite legislativo- de aumentar el número de integrantes de la futura Asamblea Constituyente, estableciendo para ello una cantidad considerable de escaños adicionales -entre 15 y 23- reservados exclusivamente para representantes de pueblos originarios, por los cuales por cierto podrían votar exclusivamente los integrantes de tales “pueblos”.

En primer lugar y desde el punto de vista jurídico, nuestro reflejo inmediato es a la objeción, por oponerse tal proyecto a lo consagrado por la primera frase de la actual Constitución Política (que pese a todo podemos presumir vigente), cuyo Artículo 1ro reza: “Las personas nacen libres e iguales en dignidad y derechos”. En la práctica y lamentablemente, dicho principio ya ha sido vulnerado en numerosas ocasiones, aprobándose desde hace un par de décadas legislación, políticas públicas y gastos estatales ingentes tendientes a conceder privilegios especiales y arbitrarios a grupos reducidos de chilenos, por el mero hecho de proclamarse éstos como miembros de “pueblos originarios”. Uno de sus principales precedentes es la Ley No. 19.253, conocida como la “Ley Indígena”, promulgada en 1993 durante el gobierno del Presidente Aylwin. Dicho cuerpo legal fue aprobado por una amplia mayoría parlamentaria, contando con el apoyo de gran parte de los diputados y senadores de entonces de Renovación Nacional y la UDI, escépticos, hoy como ayer, de que materias tan alejadas al crecimiento económico pudiesen tener alguna consecuencia relevante en el futuro social y político del país. No es necesario ahondar aquí en la tragedia que las políticas indigenistas de los últimos 25 años han traído sobre nuestro país, sobretodo en La Araucanía, convirtiendo a miles de hombres, antaño trabajadores y ahora “victimizados por ley”, en bandoleros en busca del desquite de un novel resentimiento aprendido en las aulas de la propaganda estatal. No debe extrañarnos, por tanto, que el proyecto que hoy se debate en el congreso cuente ya con el beneplácito de gran parte de los parlamentarios del bloque de gobierno y que la discusión se limite sólo al número de constituyentes y a los mecanismos de “autoidentificación”.

Lo antes expuesto no pretende ignorar la responsabilidad atribuible al Estado de Chile en el expolio que en la práctica sufrieron muchos mapuches titulares de mercedes de tierras, las que mediante engaño o inducidos por la oferta de vino vendieron a precio vil a fines del siglo XIX y principios del XX, si no con la aquiescencia, al menos con la indiferencia de un estado que les debía protección. Sin embargo, dicho expolio puede ser corregido mediante una acción judicial o económica puntual, a modo de indemnización, que no convierta a sus protagonistas y a sus descendientes, para siempre, en ciudadanos especiales, de primera o de segunda.

A pesar de todo lo que pueda decirse sobre este tema en el plano jurídico, más graves nos parecen las objeciones que emanan del más elemental sentido común.

¿Es razonable o justo distinguir, ya entrado el siglo XXI, entre chilenos originarios y no originarios? Salvo por la persistencia de los apellidos, ¿qué tanto más “originario” puede ser un habitante de un caserío en Traiguén comparado con el inquilino de un fundo en Maule, un zapatero de Puente Alto o un marinero playanchino? Desde el punto de vista fenotípico y de su mestizaje concreto, son exactamente iguales; uno tan moreno como el otro; igual de aceituna la mirada.

La distinción habría sido del todo justa en los siglos XVI ó XVII, con un mestizaje incipiente, el régimen de encomiendas en vigor y una asimetría abismal en el nivel de educación de españoles (peninsulares o criollos) e indios. Hoy, en cambio, no hay área de la vida social o económica que esté vedada a ningún chileno por su ascendencia. Así es, por ejemplo, como numerosas personalidades de ascendencia mapuche han tenido prominentes carreras en el mundo profesional, de los negocios, las artes y la farándula; en las fuerzas armadas y de orden y en el gobierno, ocupan cargos parlamentarios y carteras ministeriales.

Arbitraria resulta también la noción de que una persona es integrante de un “pueblo originario” por el mero hecho de que ésta se autoperciba como tal y así lo declare a un funcionario público. La aplicación práctica de este ingenioso estándar probatorio nos puede llevar a situaciones jocosas, como el problema al que se enfrentaría el funcionario al que un rubicundo valdiviano se declare como pehuenche, un haitiano se declare como pascuense, o un evidente alacalufe se plante firme en su absoluta chilenidad. ¿O definirá esta ley -u otras futuras que la complementen- rasgos fenotípicos (digámoslo de frente y sin eufemismos: raciales) que deban cumplir los aspirantes a indígena?

Se presentan también diversos problemas de índole práctica: ¿cuántos miembros debe tener un “pueblo originario” para ser reconocido? ¿Qué tan antiguo debe ser éste? ¿Podremos invocar la pertenencia a la cultura del Chinchorro, que no ha dado señales de vida en los últimos 3.500 años? ¿Qué tal si, una vez reconocidos como tales, denunciamos a los aymaras como invasores? Como vemos, la arbitrariedad genera más arbitrariedad.

La experiencia de las políticas indigenistas en otros países no es halagadora, por mucho que los medios de comunicación de masas y las universidades progres las alaben. Basta tener aprobado el primer curso de redes sociales para conocer el ejemplo de los maoríes en Nueva Zelanda, los aborígenes australianos o las reservaciones indias en Norteamérica. Sin embargo, la idílica imagen de unos polinésicos jugando al rugby o de unos chamanes incensando a señoras turistas en Montana oculta la cruda realidad: 70 años de políticas de discriminación positiva, con inacabables subsidios, becas, exenciones fiscales y privilegios y, en ocasiones, impunidad penal, han llevado a dichas poblaciones a exhibir tasas de alcoholismo, obesidad, depresión y deserción escolar superiores (por lejos) al resto de la población, además de inesperadamente bajas tasas de natalidad. ¿Puede ser fácilmente feliz un hombre al que se le enseña desde niño que es una víctima del mundo y al que incluso se le paga por ello?

Donde el regüeldo del indigenismo va tocando fondo es con la idea delirante de atribuirle la mencionada condición de privilegio, con representantes asegurados en la Asamblea Constituyente, al “pueblo tribal afrodescendiente”… ¿En qué quedamos? ¿El privilegio no era por ser pueblos supuestamente originarios? ¿No deberíamos entonces darle escaños reservados a los italianos de Valparaíso, a los alemanes de Valdivia y a los palestinos de La Calera? ¿O el privilegio sólo es para premiar meneos al ritmo de tambores?

Vamos ya al fondo de la cuestión: ningún chileno eligió dónde nacer; esbelto o panzón, petizo o espigado, blanco o moreno, culto o bárbaro; todos los chilenos nacidos en Chile son absolutamente “indígenas”. El pirquinero de Potrerillos, el pescador de Maitencillo, el marinero del Cerro Cordillera, el vendimiador de Pirque, el petisero de Rancagua, el lonco de Lumaco y el lanchero de Achao; todos nacidos sin pedirlo del vientre de sus madres, por la sola voluntad de Dios, bajo estos mismos cielos. Y por aquél chileno que no nació en Chile y que lo es por adopción, tampoco podemos hacer diferencias, como es el deber en una familia decente que adopta hijos de buena fe.

Lo absurdo y delirante de los proyectos indigenistas, así como su probado fracaso, que no trae sino miseria a los que supone proteger, nos muestran que a la nueva izquierda liberal el bienestar de los indios le tiene sin cuidado. Estos son, más bien, el antagonista dialéctico del momento, que según el pronóstico del tiempo puede ser intercambiado por los jóvenes, las mujeres, las minorías sexuales o incluso los animales, en un afán deconstructivo sin norte ni sur. En dicha faena lo único que logrará será fragmentar Chile en un potpurrí de grupos segregados racial, religiosa, cultural, urbanística y generacionalmente, que se despreciarán o ignorarán mutuamente; su triste fruto será que los chilenos ya no se miren más unos a otros como hermanos (o al menos como compatriotas).

El país, así reducido a un batiburrillo sin ethos ni propósito, quedará sometido servilmente al poder del nuevo orden mundial, que sí navega mirando su brújula. Lo mismo para sus pintorescos indiecitos, embrutecidos y reducidos a meros consumidores de las grandes corporaciones transnacionales, o sea al mismísimo capitalismo que supuestamente creyeron combatir. Abjurarán de Cristo, pero no harán acto de profesión de fe en el panteón de sus deidades paganas prehispánicas, sino en el averno de sus nuevos y verdaderos amos invisibles que les darán la felicidad y distracción de cada día: Apple, Netflix, Disney, Pornhub, Instagram, Zara, Starbucks, CNN, Google y Coca-Cola. Creerán ser muy libres, incluso cuando les toque pagar, al final de cada mes, por el soma -o más bien el estiércol- consumido.

Si no queremos ese triste futuro para nuestro país, debemos evitarlo hoy. Una vez abierta, la Caja de Pandora no se podrá cerrar.

«Paradojas» por Álvaro Ferrer

Les dejamos a continuación una breve Carta al Director, publicada por El Líbero, de nuestro Director Ejecutivo, Álvaro Ferrer, este lunes 2 de noviembre. En forma sucinta y directa, Álvaro indica lo paradojal que resulta que el Congreso dote de reglas al futuro poder constituyente que favorezcan su propia emancipación.

Señor Director,

La Comisión de Constitución del Senado aprobó agregar 23 escaños reservados para pueblos indígenas en la futura convención constituyente. Llama la atención que el Congreso, como poder constituyente constituido, pueda cambiar las reglas del juego sobre las que el pueblo ya decidió. Así, el poder constituido deja claro que puede fijar las reglas al poder constituyente, minimizando el riesgo de que éste eventualmente quiera sacudirse del constituido y todas sus reglas. Lo curioso es que para ello el poder constituido fije reglas que favorecen la posterior emancipación del constituyente. Vaya paradoja.

De: Álvaro Ferrer Del Valle, Director Ejecutivo Comunidad y Justicia.

«Diversidades del cuello para arriba y de la cintura para abajo» por Vicente Hargous

Los invitamos a leer la siguiente columna de nuestro Asesor Legislativo, Vicente Hargous, publicada este lunes 2 de noviembre por El Líbero. La columna habla sobre los problemas de ciertas concepciones muy difundidas de la llamada «libertad de expresión»

—‘Esa opinión es inaceptable’.

Todos los días vemos dedos inquisitoriales que se levantan despiadadamente por redes sociales para ‘funar’ a todo el que se le ocurra pensar distinto. A punta de insultos y argumentos ad hominem hay una parte no menor de la población que censura a otra, que hoy tiene miedo de decir lo que piensa. Hay casos paradigmáticos de profesores de mucho prestigio que han sido brutalmente perseguidos por eso (así ha ocurrido, entre otros, con John Finnis). No pasa de ser un lugar común la constatación de la intolerancia de ciertas izquierdas progresistas con las ideas diversas de las suyas, sobre todo cuando se habla de temas ‘de la cintura para abajo’. Desde el Congreso estamos siendo bombardeados con intentos de la más feroz censura para el que piensa diferente, con el pretexto de siempre: adecuarse a ‘los estándares internacionales’ (es decir, a la agenda política de los burócratas de comités y organismos internacionales de derechos humanos). Así ocurre con el proyecto de ley de negacionismo, cuyo requerimiento de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional se alegará la próxima semana,  y el que modifica la llamada ‘ley Zamudio’ (ley contra la discriminación), a punto de ser despachado de la Comisión de Derechos Humanos del Senado.

Más allá de la evidente actitud totalitaria que se ve en estos casos, quizás conviene que miremos con mayor detención también el otro lado, el que dice defender la ‘libertad de expresión’. La defensa de la diversidad como un valor en sí mismo se basa en la búsqueda de la libertad a toda costa (sea la autonomía sexual del libertino progresista, sea la libertad de pensamiento de los liberales). Quizás hemos enfocado mal el problema. La libertad es esencial, sin duda, pero no es razonable buscarla por sí misma, porque siendo esencial es a la vez medial… o más precisamente, es condición de posibilidad para alcanzar ciertos bienes humanos, pero no constituye un fin, pues de este modo la libertad se podría anular a sí misma (es decir, el sujeto libre concreto de alguna manera se autodestruiría). Una libertad concebida como mera libertad de elegir sin ninguna dirección hacia el bien termina siendo un absurdo, una libertad vacía, como correlato de una vida también carente de sentido. ¿Por qué nuestra Constitución protege la libertad de emitir opinión? ¿Qué buscamos cuando aseguramos esta libertad? Respeto, sí, pero esto tiene sentido en la medida que lo que pensamos es algo que creemos conforme con la realidad objetiva, con la verdad (y por ende, en última instancia, con Dios), o lo que hacemos es algo dirigido a un bien (una vez más, a Dios, sumo bien que da sentido a lo real). La libertad cobra tanto sentido cuanto esté dirigida al bien y la verdad.

A fin de cuentas, el individualismo radical —la concepción de la persona como un núcleo irreductible de autonomía (o mejor dicho, de anomia)— es el fundamento de la actitud que promueve a toda costa las dos diversidades —del cuello para arriba y de la cintura para abajo—, sin justificarlas ni explicar por qué sería razonable buscarlas. La diversidad de la cintura para abajo es la de las generaciones de ofendidillos ciegos en su ideología, que son incapaces de dialogar con los que ellos mismos marcan con el sello de la homofobia y el cavernarismo. Por su parte, la diversidad del cuello para arriba es la indiferencia total del burgués que no quiere ningún estorbo: haga usted lo que quiera en su cama (o en su casa, o donde quiera, mientras no moleste), pero déjeme terminar tranquilo mi vaso de whiskey. El liberalillo egoísta, a quien no le importa lo que pasa afuera de sus 1.800 metros cuadrados (alguna vez serán menos, alguna vez serán más, poco importa para efectos de este tema), no suele tampoco importarle qué sea lo mejor para sí mismo ni para los demás, ni mucho menos qué sea la verdad y otras disquisiciones metafisicoides. Pero el debate de fondo es ineludible. Llega un cierto punto en que la visión absoluta en favor de una u otra diversidad se impone con fuerza hasta aplastar a su contrario. Por eso, la cómoda opción de vida del liberalillo burgués no es sostenible… su indiferencia pura lo hará vender sus convicciones para alcanzar su comodidad, so pena de caer en el ostracismo perpetuo, o cualquier otro castigo asociado al delito de ser marcado por las masas twitteras con los temidos sellos de la homofobia o del medievalismo.

¡Dirección al bien! ¡Volver a pensar en la naturaleza humana! ¡Recuperar el concepto de comunidad política como algo más que un conjunto de individuos! Y, ¿por qué no? ¡Restaurar el lugar de Dios en el espacio público! Mientras no rompamos los esquemas del individualismo radical —con su estructura binaria de progresismo de izquierda y liberalismo de derecha— no podremos articular una respuesta coherente que permita libremente buscar el bien.

«Los desafíos de la Iglesia» por Cristóbal Aguilera

Columna escrita por el integrante de nuestro Directorio y publicada por El Líbero este jueves 29 de octubre. En ella, Cristóbal defiende la idea de que la Iglesia sólo será ella misma siendo fiel a sus doctrinas esenciales.

Las palabras del Papa Francisco que han provocado polémica son las siguientes: «lo que tenemos que hacer es una ley de convivencia civil: tienen derecho a estar cubiertos legalmente». Se refería a las personas homosexuales. ¿Cómo se deben tomar estas palabras?

Tal vez lo primero sea esclarecer lo que el Sumo Pontífice expresó. En realidad, debido a que no conocemos todo el contexto, es difícil llegar a una conclusión definitiva. Con todo, las enseñanzas de la Iglesia sobre el reconocimiento legal de las uniones homosexuales son inequívocas (muy recomendable es un documento publicado al respecto en 2003 por la Congregación para la Doctrina de la Fe). En esta línea, hay quienes han mostrado que las palabras del Papa pueden interpretarse como consistentes con estas enseñanzas. Por lo demás, una adecuada lectura de las afirmaciones del Papa debe llevarnos siempre –en la medida en que sus palabras así lo permitan– a comprenderlas dentro del Magisterio de la Iglesia, y no en contradicción con él. Como el mismo Papa Francisco lo afirmó en su primera encíclica, Lumen Fidei: «el Magisterio asegura el contacto con la fuente originaria, y ofrece, por tanto, la certeza de beber en la Palabra de Dios en su integridad» (n. 36). 

Hay, sin embargo, ciertos sectores progresistas católicos y no católicos que han entendido las palabras del Papa de un modo diferente: como un «avance» en las posturas de la Iglesia en materia de moral sexual. Los argumentos para valorar positivamente esta especie de «progreso» son los de siempre: que ya es hora de que la Iglesia comience a superar sus temores; que es absurda la tozudez de los católicos –de ciertos católicos– de mantener una postura medieval sobre la sexualidad en pleno siglo XXI; que no es posible negarse a los dictámenes de la ciencia sobre la homosexualidad. Nada nuevo bajo el sol. Sin embargo, hay otro argumento que también se ha esgrimido, al cual hay que prestar especial atención: «si la Iglesia quiere sobrevivir en el mundo actual, más le vale que comience a flexibilizar sus doctrinas».

Hay muchos laicos católicos que están de acuerdo con este último argumento. Hay incluso obispos que también lo consideran. Ven con cierto pavor la ilegitimidad en que se encuentra la Iglesia (debido, entre otras cosas, a los atroces abusos sexuales que han cometido muchos de sus miembros), y piensan que la única forma de salir del pozo de la impopularidad es acomodándose –al menos en parte– a los clamores de este mundo. Como si esto fuese a reparar el enorme daño provocado (daño que, por lo demás, es imposible de reparar). Pero no: la Iglesia no es de este mundo (aunque vive y tiene una misión para este mundo). Por supuesto que debe responder por todos los errores y horrores que ha cometido, pero pensar que modificar su doctrina puede ayudar en algo carece de sentido.

La Iglesia no está llamada a ser popular (o no en el sentido en que comúnmente entendemos esta expresión). Está llamada, en cambio, a la universalidad, porque es instrumento de salvación para todas las personas, de todos los tiempos y culturas. Esta vocación a la universalidad, sin embargo, no es incompatible con un reproche social fuerte o, como decía Benedicto XVI, con el riesgo de que sea excomulgada del consenso social imperante. Es necesario –y urgente– comunicar el mensaje del Evangelio, pero esto no debe llevarnos a olvidar que, como su Maestro, la Iglesia es signo de contradicción (y Dios bien puede valerse incluso del escándalo que provoca su doctrina para tocar el corazón de las almas). Si la Iglesia ha de volver a tener una importancia decisiva en la historia, esto solo es posible si es verdaderamente ella misma, cumpliendo la misión que Cristo le encomendó. Una Iglesia, en definitiva, de santos. Y esto exige, entre otras cosas, un sano y sincero desinterés por «acomodarse» a los tiempos. En palabras de Chesterton, siempre actuales: «no necesitamos, como dicen los periódicos, una Iglesia que se mueva con los tiempos. Necesitamos una Iglesia que mueva al mundo».

«Fratelli Tutti» por Isabel Margarita Jordán

A continuación les dejamos la reseña que nuestra ex-pasante, Isabel Jordán, escribió para nuestro boletín «Veritas et Bona» de octubre. En ella, Isabel intenta leer la Encíclica desde el actual contexto nacional, atravesado por protestas y anhelos de cambios. Invitamos a continuación a leerla.

Ante las diversas interrogantes que han surgido en la sociedad chilena tras los acontecimientos del 18 de octubre de 2019, respecto a su pasado, su presente y, especialmente, su futuro; vale la pena dedicar algún tiempo a meditar el mensaje que el Papa Francisco ha querido transmitir al mundo entero sobre la fraternidad y la amistad cívica en su última Encíclica, Fratelli Tutti.

En dicho documento, de carácter magisterial, el Papa constata que vivimos en un mundo paradójico, donde el proceso de globalización, que parece que nos ha unido cada vez más, no logra, en realidad, establecer lazos fraternales entre las personas y coexiste, desgraciadamente, con distintos niveles de individualismo, fragmentación y exclusión social que se producen al interior de todo tipo de comunidades (familiares, religiosas, virtuales, nacionales, internacionales, etc).

Ante estos problemas, el Papa dedica especial atención a los últimos de la sociedad, aquellos que son víctimas, de distintas maneras, de la cultura del descarte: los no nacidos, los discapacitados, los ancianos, las mujeres, los pueblos indígenas, y, especialmente, los pobres y los emigrantes (FT 18, 23, 39, 220). Para mejorar la vida de estas personas, servir al bien común y llevar realmente a la práctica el ideal de respeto a los derechos humanos, el Pontífice recuerda que hay que trabajar por una sociedad cuyos miembros se conciban como hermanos que poseen un destino común (FT 96). En esta línea, pone de relieve el carácter relacional del ser humano, del cual se sigue que este solo puede alcanzar su plenitud mediante la apertura y la donación a otros (FT 87).

En esta perspectiva, la nueva Encíclica puede dar algunas luces respecto al particular momento histórico que está atravesando nuestra patria. Por ejemplo, el Papa examina críticamente el neoliberalismo económico, señalando que “hay reglas económicas que resultaron eficaces para el crecimiento, pero no así para el desarrollo humano integral. Aumentó la riqueza, pero con inequidad, y así lo que ocurre es que ‘nacen nuevas pobrezas’. Cuando dicen que el mundo moderno redujo la pobreza, lo hacen midiéndola con criterios de otras épocas no comparables con la realidad actual (…) La pobreza siempre se analiza y se entiende en el contexto de las posibilidades reales de un momento histórico concreto” (FT 21). En otras palabras, el éxito a nivel macro de una receta económica es insuficiente para consolidar el bien común, resolver la indigencia material y espiritual (moral, educativa) y la desigualdad. Esto significa que hay que explorar seriamente otras alternativas para remediar la pobreza (de todo tipo), que es, por lo demás, un problema dinámico.

«(…), el éxito a nivel macro de una receta económica es insuficiente para consolidar el bien común, resolver la indigencia material y espiritual (moral, educativa) y la desigualdad. Esto significa que hay que explorar seriamente otras alternativas para remediar la pobreza (de todo tipo), que es, por lo demás, un problema dinámico.»

Ahora bien, una de las herramientas más eficaces para enfrentar las necesidades sociales es la política que, en muchos casos, ha sido erróneamente subordinada a la economía y la tecnocracia (FT 177). Así, el Papa llama a rehabilitar la política, la cual es, nada menos que uno de los actos de caridad más grande que un hombre puede realizar, dado que las correctas medidas estructurales pueden contribuir al bien de muchos, especialmente, de los más frágiles (FT 180, 187). En este aspecto, el Papa recuerda que hay que invertir en favor de estos últimos, aun cuando sea más arduo (FT 108).

«(…) el Papa llama a rehabilitar la política, la cual es, nada menos que uno de los actos de caridad más grande que un hombre puede realizar, dado que las correctas medidas estructurales pueden contribuir al bien de muchos, especialmente, de los más frágiles»

Sin embargo, para elevar el nivel de la actividad política, el Papa nos llama a esforzarnos por dialogar, a escuchar a los que piensan distinto a nosotros, ver qué hay de bueno y verdadero en su forma de pensar, y estar dispuesto a ceder algo en favor del bien común (FT 190, 203). Esto no significa perder la propia identidad, porque solo quien tiene algo propio puede aportar (FT 143). Tampoco implica caer en el relativismo, esto es, pensar que no hay nada objetivo y que todo es negociable. De hecho, el Papa señala que la existencia de valores absolutos es lo único que puede legitimar nuestras leyes porque sin ellos, estas constituirían meras imposiciones arbitrarias de los gobernantes de turno (FT 206). Precisamente, el regirse por la ley natural, inmutable y universal, le otorga una valiosa estabilidad a la sociedad (FT 211).

Ahora bien, lo contrario al diálogo es la indiferencia y la violencia (FT 199). La primera corresponde a la actitud de aquel que prefiere refugiarse en su mundo privado y que decide pasar de largo frente al sufrimiento de otros porque no se considera responsable del destino de esa persona (FT 73). En esta línea, son muy elocuentes los comentarios del Pontífice respecto de la parábola del buen samaritano, que destacan que Jesús no se enfoca en los salteadores, en los responsables del hombre herido en el camino, sino en las opciones que toman las personas que se encuentran con él (FT 72).

En cuanto a la violencia, Francisco critica, entre otras cosas, a los líderes que buscan “sumar popularidad exacerbando las inclinaciones más bajas y egoístas de algunos sectores de la población” (FT 159). Ahora bien, el Papa no alude solamente a las formas más evidentes de violencia, como las protestas o la guerra; sino que se refiere, en más de una ocasión, a actitudes tales como disfrutar de la propia riqueza sin hacerse cargo de las carencias de los otros miembros de la sociedad (FT 18, 219). Esta falla moral tiene que ver con un olvido del principio del destino universal de los bienes, según el cual los recursos están orientados al bien de toda la humanidad y cualquiera que se adueñe legítimamente de alguno de ellos tiene el deber de administrarlo en favor de los demás (FT 119, 122). Con esto, el Papa no hace más que poner de relieve la función social de la propiedad privada (FT 120). Esto, por cierto, no es válido solamente al interior de cada país, sino que también rige para las relaciones entre las diversas naciones. Como se puede apreciar, cuando Francisco habla respecto a la inequidad, lo hace también desde una perspectiva global, en la cual los países ricos tienen el deber de velar por el bienestar de los más pobres (FT 126).

Finalmente, respecto a la proyección de nuestra patria hacia el futuro, el Papa da algunos consejos que convendría tener en cuenta.

En primer lugar, recuerda que ninguna estructura es capaz por sí misma de asegurar el bienestar de una sociedad, porque muchas veces el problema no se encuentra tanto en el sistema como en el corazón de las personas que lo manejan (FT 166).

En segundo lugar, destaca que, ante las necesidades de una sociedad no existe una única solución posible (FT 165). Esto significa que la realidad es compleja y, por tanto, que las propuestas tanto políticas como económicas también lo serán.

En tercer lugar, el Pontífice dedica bastante secciones del documento a reflexionar sobre las condiciones de posibilidad de la paz social. Al respecto, destaca que la paz no es un bien permanente y, por tanto, hay que trabajar para conservarla constantemente (FT 11). Además, observa que para alcanzar una paz duradera, es preciso elaborar planes a largo plazo, aunque sean más costosos y sean otras personas quienes reciban los frutos de ese esfuerzo (FT 178, 196). En esta línea, critica, por ejemplo, a todas aquellas medidas populistas que pretenden paliar momentáneamente la pobreza, pero sin querer eliminarla realmente mediante la creación de empleos (FT 161). Finalmente, aconseja a los miembros de sociedades heridas por algún conflicto, que no olviden su historia, que se atrevan a dialogar desde la verdad, que se afanen por reparar los daños y, en último término, que busquen la justicia, condición necesaria para consolidar la paz, con una actitud de reconciliación y no de venganza, porque esta última solo genera división (FT 226, 242, 248, 250, 252).

«Declaraciones del Papa» por Álvaro Ferrer

Los invitamos a leer esta réplica, publicada por El Mercurio este jueves 29 de octubre, de nuestro Director Ejecutivo a la Presidenta del Centro de Alumnos de Derecho UC.

Señor Director:

El Centro de Alumnos de Derecho UC rechaza profundamente a través de este diario mi columna publicada en La Tercera. Allí cometí la herejía de afirmar una verdad de sentido común (que el matrimonio es entre un hombre y una mujer), contraria al credo del esnobismo cronológico servil al voluntarismo determinista (“cambia, todo cambia”, ergo el matrimonio debe ser lo que yo digo y para quien quiero que sea).

«(…) cometí la herejía de afirmar una verdad de sentido común (que el matrimonio es entre un hombre y una mujer), contraria al credo del esnobismo cronológico servil al voluntarismo determinista (“cambia, todo cambia”, ergo el matrimonio debe ser lo que yo digo y para quien quiero que sea).»

Ignoro qué relación tiene aquello con las opiniones privadas del Papa. Parece que en algunos fieles (a una particular agenda) ya asoma la confusión advertida por el profesor Orrego. Y es que también en la profesión de fe el que no distingue (entre procreación natural y producción artificial, por ejemplo), confunde. El fideísmo anatematizante debiese cambiar y aprender a distinguir, pues no todo cambio necesariamente es para mejor. Este, en cambio, le haría muy bien, pues al entrar a la iglesia del progreso inexpugnable lo correcto es quitarse el sombrero, no la cabeza.

Álvaro Ferrer Del Valle
Director ejecutivo Comunidad y Justicia

«Aborto y plebiscito: un tema decisivo» por Vicente Hargous

Ya se cumplió un año desde el terremoto político y social que dio un vuelco al panorama chileno. Un año marcado por actos de violencia ilegítimos sin precedentes en nuestra historia, incluyendo manifestaciones de odio sacrílego que nos dejan sin palabras, y por la pandemia, con todas las secuelas (sanitarias, económicas, de empleo, de pobreza, entre otras) que nos ha acarreado y que seguirán llegando con el tiempo. Con tanta pelea y chimuchina entre los partidos, sumada a todo lo anterior, no es de extrañar que los puntos realmente importantes no sean ponderados debidamente dentro de la reflexión que cada uno debe hacer para la votación de este domingo. En efecto, mucho se ha hablado de la autonomía del Banco Central, de regionalización, de salud, de un régimen semipresidencialista, de pensiones, de protección de la propiedad privada, del principio de subsidiariedad y modos de complementarlo (en ciertos ambientes se ha hablado incluso de su eliminación)… pero de derechos naturales, de dignidad humana, de la centralidad de la familia, del rol educador de los padres, ni la sombra.

(…) mucho se ha hablado de la autonomía del Banco Central, de regionalización, de salud, de un régimen semipresidencialista, de pensiones, de protección de la propiedad privada, del principio de subsidiariedad y modos de complementarlo (…) pero de derechos naturales, de dignidad humana, de la centralidad de la familia, del rol educador de los padres, ni la sombra.

Uno de los temas ausentes en el debate público es precisamente el de la protección de la vida del que está por nacer, la que hoy es un imperativo para el legislador, dispuesto expresamente por nuestra Constitución vigente. Esta norma que protege la vida del que está por nacer, además, forma parte de una estructura conceptual mucho más amplia: nuestra Constitución vigente reconoce la dignidad inherente a todas las personas humanas y que sus derechos tienen su fuente en su naturaleza, y no en la mera arbitrariedad del poder político o de los consensos de los partidos. Desde esta perspectiva se entiende que los derechos naturales son reconocidos por la Constitución, así como por los tratados internacionales ratificados por Chile y que se encuentren vigentes, no creados por ellos. La vida del que está por nacer, además, se protege justamente en el artículo 19, que asegura a las personas sus derechos, y no en otro lugar.

La relevancia de este tema es enorme, porque es prácticamente imposible que en el Chile de nuestros días, en que la consigna es “saquen sus rosarios de nuestros ovarios”, se alcance un consenso de dos tercios de la Convención (si seguimos una de las teorías que circula hoy, que no tiene pocos adherentes y es la favorita de la izquierda, según la cual aquellos asuntos en que no se alcance dicho quórum no quedarían en el texto constitucional, debiendo establecerse por ley simple). Es altamente probable que se materialice el riesgo de que la protección del que está por nacer —dique normativo para contener la ola de feminismo radical que quiere imponer el aborto libre— sea borrada de un plumazo… con lo cual los no nacidos perderían la protección que tienen hoy y el aborto libre estaría a sólo un paso. No hay que ser muy brillante para darse cuenta de que la materialización de dicho riesgo es probable: basta con mirar las paredes rayadas en el centro de Santiago (quizás especialmente dentro de las iglesias quemadas), con oír el tono de los diputados y senadores de centro izquierda cuando tocan el tema (y no digamos los de izquierda dura), con leer las posturas de la doctrina… A todo esto se suman las posturas políticas de los organismos internacionales de derechos humanos —reyes de la interpretación por vuelta de carnero triple, que donde dice atención médica en temas de planificación familiar leen sin asco aborto libre—, a quienes nuestros políticos, jueces y profesores de Derecho servilmente rinden pleitesía por temor de no “adecuarse a los estándares internacionales”.

Para el sector provida, en consecuencia, este no debería ser un tema más a considerar, sino que su relevancia debería ser decisiva: para quienes creemos que el aborto directo es un homicidio (ojo: eso no significa que sea siempre culpable, ni mucho menos), la protección constitucional del derecho a la vida debe estar en el centro del discernimiento y la decisión de este domingo. De lo contrario, nos aprobarán el aborto libre por secretaría.

«Protección a la iglesias» por Roberto Astaburuaga y Vicente Hargous

A continuación les dejamos una Carta al Director escrita por nuestros integrantes del equipo ejecutivo, Roberto Astaburuaga y Vicente Hargous. La carta fue publicada por El Líbero este viernes 23 de Octubre.

Señor Director:

El incendio de las iglesias que (no) nos sorprendió el día domingo, hizo retroceder el tiempo a octubre del año pasado, en donde la quema de iglesias católicas se convirtió en un objetivo frecuente en el contexto de violencia y agresividad por todos conocido. El triste espectáculo de las iglesias de la Asunción y de San Francisco de Borja, consumidas por las llamas, son el reflejo del estado de uno de los derechos fundamentales que constituyen el cimiento de la sociedad: la libertad religiosa. La creencia en Dios no puede quedar relegada al ámbito de la propia conciencia ni sólo en lugares privados. Es justo y necesario que los católicos puedan acudir en paz a rezar a las iglesias, sin sentirse atemorizados.

«El domingo no hubo ningún tipo de protección ni resguardo de las iglesias. …) el Gobierno estimó que no debía considerarse a los templos católicos como infraestructura crítica, ni que se ordenara a Carabineros protegerlas de actos vandálicos. Tal tarea era fácilmente previsible y durante un año pudieron haberse tomado las medidas necesarias para evitar estos actos que sin tapujos podemos calificar de terroristas.»

El domingo no hubo ningún tipo de protección ni resguardo de las iglesias. Sin tomar en cuenta la fe de la mayoría de los chilenos (recordemos que el 76% de los chilenos no tiene dudas de la existencia de Dios, según la encuesta Bicentenario Adimark UC 2019) y su libertad de cultos, el Gobierno estimó que no debía considerarse a los templos católicos como infraestructura crítica, ni que se ordenara a Carabineros protegerlas de actos vandálicos. Tal tarea era fácilmente previsible y durante un año pudieron haberse tomado las medidas necesarias para evitar estos actos que sin tapujos podemos calificar de terroristas. Esto parece suficiente para que se configure responsabilidad internacional del Estado por omisión, al permitir que ciertos particulares atenten gravemente contra los derechos fundamentales de los católicos.

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