Los invitamos a leer la siguiente columna de nuestro Asesor Legislativo, Vicente Hargous, publicada este lunes 2 de noviembre por El Líbero. La columna habla sobre los problemas de ciertas concepciones muy difundidas de la llamada «libertad de expresión»

—‘Esa opinión es inaceptable’.

Todos los días vemos dedos inquisitoriales que se levantan despiadadamente por redes sociales para ‘funar’ a todo el que se le ocurra pensar distinto. A punta de insultos y argumentos ad hominem hay una parte no menor de la población que censura a otra, que hoy tiene miedo de decir lo que piensa. Hay casos paradigmáticos de profesores de mucho prestigio que han sido brutalmente perseguidos por eso (así ha ocurrido, entre otros, con John Finnis). No pasa de ser un lugar común la constatación de la intolerancia de ciertas izquierdas progresistas con las ideas diversas de las suyas, sobre todo cuando se habla de temas ‘de la cintura para abajo’. Desde el Congreso estamos siendo bombardeados con intentos de la más feroz censura para el que piensa diferente, con el pretexto de siempre: adecuarse a ‘los estándares internacionales’ (es decir, a la agenda política de los burócratas de comités y organismos internacionales de derechos humanos). Así ocurre con el proyecto de ley de negacionismo, cuyo requerimiento de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional se alegará la próxima semana,  y el que modifica la llamada ‘ley Zamudio’ (ley contra la discriminación), a punto de ser despachado de la Comisión de Derechos Humanos del Senado.

Más allá de la evidente actitud totalitaria que se ve en estos casos, quizás conviene que miremos con mayor detención también el otro lado, el que dice defender la ‘libertad de expresión’. La defensa de la diversidad como un valor en sí mismo se basa en la búsqueda de la libertad a toda costa (sea la autonomía sexual del libertino progresista, sea la libertad de pensamiento de los liberales). Quizás hemos enfocado mal el problema. La libertad es esencial, sin duda, pero no es razonable buscarla por sí misma, porque siendo esencial es a la vez medial… o más precisamente, es condición de posibilidad para alcanzar ciertos bienes humanos, pero no constituye un fin, pues de este modo la libertad se podría anular a sí misma (es decir, el sujeto libre concreto de alguna manera se autodestruiría). Una libertad concebida como mera libertad de elegir sin ninguna dirección hacia el bien termina siendo un absurdo, una libertad vacía, como correlato de una vida también carente de sentido. ¿Por qué nuestra Constitución protege la libertad de emitir opinión? ¿Qué buscamos cuando aseguramos esta libertad? Respeto, sí, pero esto tiene sentido en la medida que lo que pensamos es algo que creemos conforme con la realidad objetiva, con la verdad (y por ende, en última instancia, con Dios), o lo que hacemos es algo dirigido a un bien (una vez más, a Dios, sumo bien que da sentido a lo real). La libertad cobra tanto sentido cuanto esté dirigida al bien y la verdad.

A fin de cuentas, el individualismo radical —la concepción de la persona como un núcleo irreductible de autonomía (o mejor dicho, de anomia)— es el fundamento de la actitud que promueve a toda costa las dos diversidades —del cuello para arriba y de la cintura para abajo—, sin justificarlas ni explicar por qué sería razonable buscarlas. La diversidad de la cintura para abajo es la de las generaciones de ofendidillos ciegos en su ideología, que son incapaces de dialogar con los que ellos mismos marcan con el sello de la homofobia y el cavernarismo. Por su parte, la diversidad del cuello para arriba es la indiferencia total del burgués que no quiere ningún estorbo: haga usted lo que quiera en su cama (o en su casa, o donde quiera, mientras no moleste), pero déjeme terminar tranquilo mi vaso de whiskey. El liberalillo egoísta, a quien no le importa lo que pasa afuera de sus 1.800 metros cuadrados (alguna vez serán menos, alguna vez serán más, poco importa para efectos de este tema), no suele tampoco importarle qué sea lo mejor para sí mismo ni para los demás, ni mucho menos qué sea la verdad y otras disquisiciones metafisicoides. Pero el debate de fondo es ineludible. Llega un cierto punto en que la visión absoluta en favor de una u otra diversidad se impone con fuerza hasta aplastar a su contrario. Por eso, la cómoda opción de vida del liberalillo burgués no es sostenible… su indiferencia pura lo hará vender sus convicciones para alcanzar su comodidad, so pena de caer en el ostracismo perpetuo, o cualquier otro castigo asociado al delito de ser marcado por las masas twitteras con los temidos sellos de la homofobia o del medievalismo.

¡Dirección al bien! ¡Volver a pensar en la naturaleza humana! ¡Recuperar el concepto de comunidad política como algo más que un conjunto de individuos! Y, ¿por qué no? ¡Restaurar el lugar de Dios en el espacio público! Mientras no rompamos los esquemas del individualismo radical —con su estructura binaria de progresismo de izquierda y liberalismo de derecha— no podremos articular una respuesta coherente que permita libremente buscar el bien.

«Diversidades del cuello para arriba y de la cintura para abajo» por Vicente Hargous

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