Les dejamos a continuación esta columna de opinión escrita por nuestro Director Ejecutivo Álvaro Ferrer publicada el 07 de diciembre en Controversia
Imagino la siguiente escena en el Palacio (cualquier conexión con la realidad es simple coincidencia):
Un encumbrado asesor –de esos que no pisan la tierra, sino que pululan en un inalcanzable segundo piso–, con más agitación que reflexión, sugiere al Mandatario una genial idea: instituir un nuevo día feriado como Día Nacional de los Pueblos Indígenas. Explica que la conexión con la contingencia es total y permite alinearse con quienes tienen mejor derecho que el resto de los ciudadanos para integrar la futura Convención Constituyente. Añade -como expresión de su tacto estético- que la bandera chilena ya no es la más vendida y que otra, la indígena (aunque secundada por la del arcoíris), flamea con más fuerza en la Plaza Baquedano -perdón-, Plaza de la Dignidad.
El Mandatario -que ya manda re poco por pecados de acción y de omisión- reflexiona un momento (es decir, hace cálculos). El año tiene 365 días, el 2021 habrá 25 feriados -5 por elecciones- lo cual deja 340 fechas disponibles. El dilema es restar o sumar (porque el ser o no ser de Hamlet no aplica, se funda en principios). Se detiene.
El asesor, inquieto ante la duda, vuelve a la carga. Sabe bien que los mejores argumentos son los números. De los 20 feriados no eleccionarios hay 10 religiosos y el 90% son de la Iglesia Católica. Es demasiado. El 10%, añade, es para los evangélicos. El sonido de esa cifra provoca cierta descompensación en el Mandatario… El asesor, advirtiendo la debilidad, sugiere otro 10% y lo fundamenta -como todo 10%- en simple ideología: hay que quitar al que tiene más y dar al que tiene menos, con mayor razón si se trata de la Iglesia Católica. Además, quitarles a los católicos tiene costo cero: les queman las Iglesias y no pasa nada. Bueno, arden las redes sociales y sus pastores -que con ayuda de la Gracia logran abrir la boca- llaman al diálogo. Sí -confirma el asesor con cierta expresión burlesca-, no pasa nada.
El Mandatario ya no duda. Se barajan opciones. Mejor no tocar Semana Santa ni Navidad porque afectaría el comercio. Tampoco las solemnidades Marianas porque probablemente muchas Marías integrarán la mitad de la Convención. Queda el 28 de junio. Y se salva el feriado bancario. La decisión es impecablemente ortodoxa. No se diga más.
Se propone al Congreso, se refunde con otros proyectos que circulan con ideas parecidas, uno de ellos de un Senador de RN. Éxito total: aprobado con la unanimidad de los miembros presentes, uno RN y otro UDI. No aumentaron los costos y no hubo división en el sector.
Perdonarán mi febril imaginación. Puedo estar seguro que esta escena jamás ocurrió. Es imposible tanta frivolidad, ¿cierto?
Aterricemos entonces. No es dogma que tales o cuales fechas sean feriados en el calendario nacional. Sustituir la festividad de San Pedro y San Pablo es algo opinable. El día feriado es una fecha simbólica. Pero es precisamente por eso que el símbolo que viene del Palacio resulta groseramente imprudente.
Hasta la realidad más sencilla tiene una dimensión visible y otra invisible. Es aquí donde radica lo determinante, lo que hace que las cosas sean lo que son, porque “lo esencial es invisible a los ojos”, como dice el Principito (que bien podría dar algunas lecciones de mando al Mandatario). Y los símbolos son la clave: el símbolo es un signo expresivo que revela una realidad más allá del objeto material inmediatamente significado. Nos remiten a ella, nos vuelcan la mirada a lo esencial. Así ocurre con algunas fechas, por ejemplo. Las fechas simbólicas no son reproducción de un suceso sino evocación de un más allá –“revelación de lo Infinito a través de lo finito”, como pensaba Carlyle-. La finalidad de ellas no es tanto señalar lo que merece reconocimiento sino prevenir sobre lo que no debe ser olvidado. Estas fechas son el salvavidas de nuestra memoria e identidad, no la moneda de cambio para apaciguar reivindicaciones vociferantes y lograr la pasada de un especulador.
Por eso se trata de festividades donde celebramos la memoria que aún no hemos perdido. Conviene entonces recordar la advertencia de Nietzsche: “no es muestra de habilidad organizar una fiesta, sino el dar con aquellos que puedan alegrarse en ella”. La alegría de una fiesta no se impone por decreto ni “porque sí”. Corresponde al reconocimiento de un don inmerecidamente recibido, como el sacrificio de los patriotas o el martirio de los santos. Así, las festividades simbólicas ayudan a reconocernos como lo que somos: deudores de benevolencia inmerecida. De este modo, la expresión más necesaria de un día feriado -aunque resulte herética para el pragmatismo de Palacio- es el culto al Creador.
Decía Chesterton que el mundo moderno está organizado en relación a la más obvia y urgente de todas las preguntas, no tanto para responderla erróneamente sino para evitar del todo que pueda responderse. Esa es la pregunta del origen y el destino. Como dijo Jaime Guzmán (fundador del partido que ahora se sube al carro por la derogación de la fiesta de San Pedro y San Pablo): “sin ello, todo lo demás pierde su sentido más profundo, su norte u orientación”. Es la pregunta sobre Dios. Dudo que la sustitución de una festividad religiosa contribuya a responderla.