En este Mes de la Patria, nuestro Director Ejecutivo recuerda las buenas razones de por qué es preciso celebrar a Chile. 

En el Libro I de la Ética, Aristóteles, citando un pasaje de las Leyes, de Platón, dice lo siguiente: es preciso aprender a alegrarse y dolerse como es debido, en ello consiste una buena educación. La síntesis es magistral. Ciertamente no se reduce sólo al modo, sino que, ante todo, supone el objeto ante el cual corresponde experimentar gozo o tristeza. Hay aquí una profunda teoría ética, pues la virtud supone alegrarse en el bien y dolerse en el mal. 

Desde esta premisa es posible anticipar la relación entre la alegría de la fiesta y el comportamiento virtuoso. Dice Pieper, en su libro El Amor, que una persona no desea sin más ponerse en ese especial estado físico de la alegría, sino que siempre desea tener una razón para alegrarse. La fiesta, desde este punto de vista, no se reduce a un pasarlo bien porque sí, o porque hay ocasión para ello en el calendario, o por mera huida del cansancio laboral acumulado. La fiesta no es simple jolgorio oportunista e insustancial. Es, ante todo, una celebración que responde a una recta razón. Dicho de otro modo, no cualquier razón la justifica. Es más, las malas razones la pervierten. Por eso hay festejos degradantes que, una vez concluidos, no dejan más que vacío, dolor de cabeza y en la conciencia. En cambio, festejar por una buena razón objetivamente alegra el corazón, y no sólo excita el tacto y el gusto.

Así, para alegrarse como es debido es preciso festejar por buenas razones. No por trivialidades, tampoco por cualquier cosa o simples banalidades. Lo normal es que los motivos para festejar nos antecedan y respondan a realidades previas a nuestro deseo. Las razones de la fiesta se reconocen, no se inventan. Es lo que ocurre, por ejemplo, al celebrar un cumpleaños: se reconoce el bien de esa existencia. Lo mismo pasa al celebrar un bautismo: se reconoce el bien de esa filiación y elevación. Siempre, la recta razón del festejo es el reconocimiento agradecido de un don recibido. La gratitud frente al don, por tanto, es el motivo fundante para festejar.

La Patria es un don. De ella hemos recibido, a través del esfuerzo de todos quienes nos antecedieron, nada menos que nuestra conexión con la humanidad. Lleva tiempo comprender lo que significa para cada uno, en primera persona singular, el hecho, fijo para siempre, de ser chileno. Tal vez el esfuerzo pueda hacerse al revés: es imposible comprenderse a uno mismo prescindiendo de la nación en que nacimos y nos formamos. Nuestra identidad está configurada por nuestra pertenencia a Chile, nos guste o no. El hombre es él y sus circunstancias, decía Ortega, y estamos rodeados, con sus luces y sombras, de la historia, el lenguaje, la cultura y la religión de nuestros padres. Sin caer en un determinismo, toda esa herencia configura nuestro presente y proyecta nuestro futuro. Nos acompañará siempre, incluso si llegásemos a renegar de ella. 

Nuestra nación chilena tiene un alma, un genuino principio psicológico y espiritual, un fondo de ideas que nos liga como compatriotas y genera entre nosotros una unidad moral que se transmite de generación en generación. Tal es la unidad espiritual que nos ata suavemente, conectándonos a una historia y un destino que se forja a través de los siglos por creencias y sentimientos que generan tradiciones y costumbres propias, y así intereses y esperanzas que, como decía Vázquez de Mella, después de haber sido efecto pasan a ser causa que influye en la obra colectiva por generaciones, sobre una población agrupada en un mismo territorio, formándose un todo sucesivo, una tradición, que ninguna generación puede variar de raíz ni tiene derecho a hacerlo.

Hace pocos días hemos sido testigos de la sólida y transversal defensa de esa tradición chilena. No fue necesario redactar ni acordar nada. Tampoco hubo que ponderar las infinitas, profundas y radicales diferencias existentes entre cada chileno. Bastó constatar la amenaza refundacional que nos disgregaba para que brotara lo común, el principio de unidad: el alma patriota, ese principio que a todos nos da vida en un horizonte vital compartido. El “no” al proyecto antipatriota surgió gracias al “sí” antecedente, al amor por lo que nos une, por la tradición que nos configura como nación.

Pues bien, esa tradición es algo que se nos ha dado y hemos recibido sin mérito alguno. Es anterior a cada uno de nosotros. En ella nos insertamos gratuitamente y a ella contribuimos con nuestra vida, sin esperar otra recompensa que servir a su continua edificación con fidelidad. La tradición de Chile, que nos llena de orgullo, que nos inflama el pecho al cantar el himno y recrea nuestra vista al ver flamear la bandera, es un auténtico regalo que, como todo don, merece y debe ser agradecido. Merece y debe ser festejado y bien celebrado. ¡Viva Chile! ¡Gracias Chile!

Álvaro Ferrer: “Fiestas Patrias”

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