Álvaro Ferrer: “Amor a la Patria”
“Post Deum, maxime est homo debitor parentibus et patriae”
Santo Tomás de Aquino; S. Th., II-IIae, q. 101, art. 1, co.
Como todos los años, nos deja la nostalgia del invierno y llega una vez más la alegría festiva dieciochera. Septiembre, el mes de la Patria, nos evoca la alegría de un buen asado, de compartir empanadas, fondas y un pie de cueca con familiares y amigos, pero también es una ocasión propicia para reflexionar sobre el amor que le debemos a Chile. Esta tierra que es nuestro hogar y un lugar de encuentro con nuestros hermanos más próximos. Es el lugar del que y en el que podemos ser una auténtica comunidad.
Vivimos en una época en la cual muchos jóvenes viajan mucho más que las generaciones mayores. Se ve el “tener mundo” como una cualidad valiosa. Todos podemos apreciar cosas buenas de culturas diferentes, pero quizás en estos tiempos hemos dejado de lado el aprecio por lo propio, y sobre todo la comprensión de uno mismo a partir de lo que hemos recibido de los demás. No en vano Santo Tomás de Aquino decía que “después de Dios, a quienes más se debe el hombre es a sus padres y a su patria” (S. Th., II-IIae, q. 101, art. 1, co.). ¿Quién podría decir que no se debe a nadie? ¿Quién puede afirmar que es realmente un individuo que se ha moldeado autónomamente a sí mismo? ¿Quién podría decir que no ha recibido nada de otros? El Papa Francisco nos ha recordado esta profunda verdad en múltiples ocasiones, no como una negación de la propia libertad o de la identidad individual, pero sí como una expresión entre muchas otras de la primacía de la recepción:
Todo es Gracia. Nuestra salvación es Gracia. Nuestra santidad es Gracia. Donándonos la Gracia, Él nos da más de lo que merecemos. Y entonces, quien razona con la lógica humana, la de los méritos adquiridos con la propia habilidad, pasa de ser el primero a ser el último. (Papa Francisco; Angelus, 20 de septiembre 2020)
Cada uno de nosotros comienza a existir en el seno de una comunidad familiar, entre otras personas que nos dan una lengua, una cultura y una historia, todo lo cual es expresión de algo que nos precede y que, en cierto sentido, hemos de recibir como un regalo. No en vano el amor a la patria es propio de la virtud cristiana de la piedad, pues debemos gratitud y honra a nuestros antepasados, a nuestra historia, y también a los demás con los que compartimos un mismo origen y con quienes caminamos hacia un mismo destino.
La fe nos recuerda constantemente esta verdad profunda: que hemos recibido mucho más de lo que merecemos y que, a fin de cuentas, nos debemos a Dios y a los demás. Por este motivo, la fe cristiana no solamente no es contraria al patriotismo, sino que es plenamente coherente con él. Y así, Pío XI afirmaba que “el buen católico, precisamente en virtud de la doctrina católica, es por lo mismo el mejor ciudadano, amante de su patria” (Pío XI; Divini illius magistri). La doctrina católica indica que el amor a la patria forma parte del contenido del cuarto mandamiento, el cual “se extiende a los deberes de los alumnos respecto a los maestros, de los empleados respecto a los patronos, de los subordinados respecto a sus jefes, de los ciudadanos respecto a su patria, a los que la administran o la gobiernan” (Catecismo de la Iglesia Católica, 2199). En los demás podemos reconocer a ese prójimo que nuestro Señor indica que debemos socorrer. El cuarto mandamiento, en ese sentido, “ilumina las […] relaciones en la sociedad” (Catecismo de la Iglesia Católica, 2212). No solamente en nuestros familiares, sino que en toda persona que nos rodea vemos a alguien que, quizás sin saberlo, quiere llamar “Padre” al mismo Dios que nosotros. “El prójimo no es un «individuo» de la colectividad humana; es «alguien» que por sus orígenes, siempre «próximos» por una u otra razón, merece una atención y un respeto singulares” (Catecismo de la Iglesia Católica, 2212). Nos unen no solamente lazos de justicia, sino también de caridad, vínculo de perfección que lleva a la justicia a su plenitud.
Las enseñanzas de la Doctrina Social de la Iglesia, entonces, alientan y elevan la virtud natural del patriotismo: el fuego del Espíritu Santo nos mueve a aspirar a un bien común político trascendente, uno muchísimo más excelente que cualquier otro que podamos soñar y, en definitiva, nos lleva a buscar que Cristo reine en nuestra tierra.
Álvaro Ferrer Del Valle
Director Ejecutivo Comunidad y Justicia
«Esperanza» por Álvaro Ferrer
Leo numerosos análisis de lo ocurrido. Como siempre, el énfasis de cada uno obedece a la proyección biográfica de su autor, deliberada o inconsciente. El afán de tener razón erige a cada intelectual en su propio y pequeño oráculo de Delfos, con más soberbia o jactancia que sentido común.
Pontifican indeterminadamente al sector para el que piensan señalando lo que debe hacerse por lo que ya no se hizo, imponiendo rutas ancladas en falsos dilemas. Le hablan a la derecha, a la centro derecha, a la izquierda, a la extrema, en fin, a meras etiquetas o categorías abstractas en la altura inalcanzable de su podio y autoestima.
Pero no se comunican con la persona. Le hablan a todos sin conversar con alguien. “Lo que hay que hacer” se propone desconectado del quién -sin importar la comuna en que viva- olvidando que la persona tiene su historia y que difícilmente cambiará sus malos hábitos gracias a estas exhortaciones de papel que convocan a cumplir el designio dibujado por una lectura que interpela al género y jamás (o casi nunca) a la substancia.
Ese discurso desencarnado escudriña oportunidades en medio de un rotundo fracaso (el de los otros, por cierto). El misterio de la libertad le sirve de garantía para aferrarse a un optimismo que por bien intencionado no deja de lado su inocencia (o candidez, como lúcidamente expuso Matías Petersen). La ceguera ante lo obvio es total.
El “hay que”, “ahora sí”, “es el momento” y demases que plagan las redes son sandeces, pura fatuidad que tiñe de blanco -o amarillo- lo que evidentemente es bien negro. Chile está muy mal. La Patria sufre. El presente obliga a temer el futuro. Se viene durísimo. Y esto no es pesimismo sino puro y duro realismo.
Sume la casi exclusiva y burguesa preocupación de algunos por conservar lo accidental abandonando a su suerte -la de las “libertades individuales”- lo fundamental; el pregón pascual de los derechos subjetivos; las advertencias engreídas de algunos constituyentes obnubilados por su minuto de fama y cuota de poder; la cobardía silente de algunos Pastores que olvidaron la doctrina de las dos espadas, Quién manda y a Quién sirven, convertidos a estas alturas en cómplices de la tiranía del César; la patética y recurrente invocación de valores universales como remedio para absolutamente nada; en fin… Humanamente no veo salida ni solución.
Y es aquí, en la profundidad de un presente cuya pendiente conduce a paso firme al abismo, cuando no hay cómo ni queda otra, en que la luz del intelectual oscurece y enfría por su tibieza y las arengas en los chats se diluyen por su intrínseca esterilidad, donde entonces surge la alegría. Encarnada. Redimida. Así, tal cual.
Y es que la impotencia radical sacude todo resabio pelagiano. El peso de la cruz eleva la mirada al Cielo. Cuando todo es imposible aparece la auténtica esperanza. Hay salvación, sin duda alguna. Y no es un tercio ni la presidencia ni la constitución. Es Cristo. Lo digo sin vergüenza ni adornos acomplejados. Y lo repito: Cristo.
Todo lo podemos en Aquel que nos conforta. Adoración, Reparación, Contemplación, Comunión. Y desde ahí, firme y valiente decisión y acción. No al revés. De esta saldremos sólo si caminamos de rodillas.
Foto de Canva
«Estamos a Tiempo» por Álvaro Ferrer
El calendario es de aquellas obviedades que nos recuerda nuestra finitud. Días, semanas, meses van quedando en el papel junto con la experiencia de la alegría y el dolor, logros y fracasos. Damos vuelta la página, rayamos uno menos, otro más, y ya pasó. Se fue. Es el tiempo que pasa –que nos pasa– avanzando sin retroceder. Nos domina. Se impone a nuestros antojos por abreviarlo o acelerarlo sin que nada podamos hacer para evitarlo. No podemos detenerlo. Siempre gana la batalla.
Todo esto es natural, está previamente diseñado incluso en su avance ralentizado ante una mayor fuerza de gravedad. Vivimos, nos movemos y existimos en una realidad que nos antecede y envuelve con sus propias leyes.
Ese devenir inevitable (pero calculable) va acompañado año tras año de enorme ilusión. Se piensa que el paso de un año a otro hace o hará una diferencia radical, cuando en realidad el cambio de número es otra simple vuelta del planeta sobre su propio eje: la traslación se consuma con la luz habitual que nace del oriente. Lo nuevo no es más que la repetición de lo habitual y ordinario, por mucho que lo revistamos de fiesta y artificios. Otro día más…
Y sin embargo, es ley ilusionarse cada año con un nuevo comienzo al terminar y cerrar un ciclo –el envoltorio de nuestras certezas–, haciendo balances y proyecciones acompañadas del invariable “ahora sí que sí” confirmatorio de que volver a nacer es parte de nuestro status viatoris.
Es curioso: lo que anhelamos parece estar siempre en lo que ha de venir, en lo que está a la vuelta, en el no todavía del mañana inexistente. El presente ilusionado –con especial intensidad en esos minutos previos a las cero horas– se basa en la ausencia. El deseo se afirma y aferra a lo que no ha llegado, nuestras vueltas de tuerca descansan en la sucesiva rotación de la tierra gracias a la que (en estas fechas) suspiramos optimistas, entre abrazos y risas, mientras los patriotas en extinción entonan orgullosos el Himno Nacional.
Así, contamos con el tiempo sobre el que no tenemos soberanía como si fuera nuestro; lo asumimos cual dueño de un patrimonio asegurado del que puede disponer a su antojo. El mismo cuyo paso nos llena de ilusiones cada año es la mayor ilusión de todas. Paradojalmente, el “ahora sí” va de la mano con el “aún no” y nuestro ánimo se fortalece gracias a la incertidumbre del futuro que tal vez nunca llegará a realizarse. Dependemos del tiempo: es el presupuesto de nuestra confianza, sin mañana el hoy pierde toda esperanza.
Y esa dependencia debiese ayudarnos a recordar algo esencial: somos criaturas. Tal como necesitamos del tiempo, lo que somos y esperamos no depende enteramente de nosotros y nuestros esfuerzos, por buenos y serios que sean o aparenten ser los propósitos de medianoche. Dependemos de mucho más. El pelagianismo corre por las venas de esta cultura embriagada de irracional auto suficiencia. Mis planes, mis metas, según mis fuerzas. Tal vez por eso la demanda indefinida del burgés infanto-juvenil sea por mí tiempo…
Buen antídoto para ese espejismo egoísta sería reforzar nuestras dependencias con todo aquello que nos precede y sostiene. Es allí, en lo dado, en lo recibido, en lo que nos constituye primariamente como deudores, donde encontramos el fundamento de la genuina esperanza y de los proyectos para volver a nacer de lo alto, agradecidos y comprometidos, hoy: la familia, la Patria y Dios no son realidades para atender mañana.
«Arrodillarse» por Álvaro Ferrer
Se va el año y nuevamente es Navidad. Otra más. Algunos dicen que será muy diferente a muchas por las restricciones que impone la pandemia (secundadas por la autoridad que deliberadamente privilegia el consumo sobre la contemplación).
Pienso que ese cambio exterior no logra modificar mucho las cosas. Nada, la verdad. Salvo por las iglesias injustamente vacías, será otra Navidad. Pasará tan rápido como las demás. El esfuerzo, el ajetreo, las aglomeraciones, las filas de espera para satisfacer impulsos y comprar, los litros de alcohol gel para tener derecho a circular e ingresar, los tacos y bocinazos, el insoportable calor de diciembre… las buenas intenciones y deseos que circulan por redes sociales y permiten demostrar cariño con un solo click, en fin, todo se desvanecerá. Se abrirán regalos –en cantidad importante gracias al segundo 10%– y pocos minutos después habrá que recoger y botar los papeles. Y ya está. Eso fue todo, si eso fuera todo. Pero no lo es.
Trivializar es no dar la importancia debida a algo que la tiene y merece. Ocurre de muchas maneras, entre ellas, al dar por sabido lo completamente ignorado. Pero ni el más recalcitrante ateo ignora la Navidad y lo que en ella se conmemora. El nacimiento de Cristo, la estrella de Belén, el Pesebre, los Pastores y los Reyes Magos son parte de un relato instalado que marca un antes y un después. Es la historia dividida y conocida por todos.
Allí radica parte del reduccionismo que causa el vacío (y hastío) del día siguiente: hacer de la Navidad parte de la historia cuando en ella se realiza toda la historia. Como pensaba Chesterton, en ella se completan todos los mitos y todas las historias. La Navidad no es un cuento, es la Verdad.
La Navidad es el acontecimiento en que la realidad entera, temporal y atemporal, sucede de una vez y para siempre, cumpliéndose todas las promesas y realizándose todas las esperanzas. La creación, la caída, el anuncio, la huída, el destierro…, el 18-O, la pandemia; el pecado y la miseria personal y social, todo es un Adviento para este momento cúlmine: la Encarnación y el Nacimiento.
En nuestra pequeñez no cabe tanta grandeza. Seguro por eso no entendemos, o creemos entender e intentamos disfrazar el misterio con ropajes del polo norte que suavizan la febril fiesta mercantil. El misterio nos supera. Dios se hace hombre, el Infinito se criaturiza en la carne que es obra de sus propias manos, pasando por uno de tantos, asumiendo todo lo humano para rescatarlo y elevarlo a una plenitud antes imposible. Dios viene, Dios llega, Dios está entre nosotros. Se reemplaza la estrella que mostraba el camino por un niño que personifica el inicio y término de nuestro destino; la luz en el cielo es ahora Cristo, Luz del Mundo.
¡Que todo se detenga frente al Nacimiento, como todo se detiene y reordena cuando nace un niño!
No más dar y recibir –qué bien poco es lo que realmente necesitamos de aquello que regalamos y nos regalan–. No más ideas abstractas de paz, alegría y salud –la cajita feliz de los buenos deseos epocales–. No más distracción.
La Navidad sobrenaturaliza la historia. Es el momento, la Noche Buena, para sobrenaturalizar la mirada.
Es momento de adorar, de caer de rodillas –sí, tal cual– y reconocer que Dios es Dios, que Dios es hombre, que Dios es niño y ese niño –no la técnica, ni la vacuna, ni menos la nueva Constitución– es la única salvación para este mundo extraviado, para nuestro Chile enfermo.
De rodillas adorar; afirmar que la solución a nuestros dramas no se diseña ni se vota por mayoría, no se importa ni se impone, sino que viene envuelta en pañales y nace en el pesebre de un corazón bien dispuesto donde reina la pobreza y descansan a gusto las bestias.
De rodillas adorar; descubrir que la plenitud cuya lejanía y mezquindad nos desvive y enfurece no es una estadística material sino un encuentro en la intimidad del silencio contemplativo, ese de pastores laboriosos y magos amantes de la verdad, no de su erudición.
En Navidad, de rodillas y como Nicodemo, el Nacimiento nos renace desde de lo alto. ¡Venid y adoremos!
¡Feliz Navidad! ¡Santa Navidad! ¡Bienvenido Cristo al insignificante Belén de este pobre corazón donde has querido nacer y reinar!
«Tú bastas» por Álvaro Ferrer
Sufro mucho. Es indecible. Si pudieran escuchar mi grito interior. Si por tan sólo un instante sintieran la presión que tritura mis huesos y la prisión que encierra mi alma.
Sufro solo. Los veo y escucho, pero ellos no me miran ni entienden. Creen saber lo que estoy padeciendo. No es así. No pueden. Deliberan sobre dosis y medicinas, horarios y reportes. Entran, chequean, cumplen, y se van.
Sufro por sufrir. No es tan sólo el dolor que me aflige y no afloja. No es sentirlo, sino conocerlo. Está todo en mí. Tan íntimo como mi conciencia. Lo detesto, aunque sea ahora mi única e inseparable compañía. Mi peor enemigo es mi fiel amigo. Trato de hablarle, pero no responde. Le suplico compasión; con rabia, con calma, da igual.
Silencio. Su presencia es radical ausencia. De sentido, de razón, de explicación. No tiene rostro, sólo el mío desfigurado. No tiene voz, sino la mía, desgarrada, desesperanzada, cansada.
¿Por qué? ¿Por qué ahora? ¡¿Por qué a mí?! Por qué así…
¡Sufro por no morir!
Por favor, no más. No quiero. ¡No puedo! Así no. Es indigno. Tengan piedad. Es mi vida. ¡Mía!
Empieza un nuevo día. Lo sé por la rutina. Los técnicos acaban de salir. Su visita de hoy fue más breve, imagino que porque ya queda menos. ¡¿Por qué no terminamos con esto ya?! Este diálogo con el dolor es un insoportable monólogo estéril. ¡Quiero morir!
Escucho la puerta. Alguien viene. Será otra visita técnica. No logro ver. No sé si quiero.
Está a mi lado. Tomó mi mano. No dice nada. Pero está.
Sigue aquí. ¿Cuánto tiempo ha pasado? No lo sé.
Aún no dice nada. Solo sostiene mi mano. Siento algo distinto. Leve. Pequeño.
No es alivio. El dolor persiste. No sé qué será. No tengo recuerdo semejante.
Quisiera preguntarle, pero no puedo. Ya pasará. Ya se irá.
Y otra vez, esa suavidad se abre paso y traspasa la frontera de mi dolor implacable. El calor de su piel parece más intenso que mis quemaduras. Pero no quema. Comienza a extenderse, no por mi brazo sino desde el centro de mi pecho, de adentro hacia afuera. ¿Qué es esto? Mi dolor no se opone, lo deja pasar. Ahora somos tres.
¿Quién eres? No tengo familia ni amigos.
¿Por qué estás aquí, sin decir nada, con un extraño incurable, con este miserable desdichado?
¿Qué logra tu mano para que la mía cobre vida, para que mi vida se vivifique un instante? ¿Qué haces conmigo que quiero aferrarme a tu mano para siempre? Este instante… ¡si pudiera ser para siempre!
Han pasado varios días, no sé cuántos exactamente. Los técnicos van y vienen. Y luego ella. Y nuestras manos. Sólo eso. ¡Pero eso es todo!
Mi instante de eternidad. Inesperado, inmerecido, preferido e infinitamente bienvenido.
¡Cuánto quisiera agradecerte!
Percibo que se reclina y acerca a mi oído. ¡Por fin podré escucharla! Y entonces, por primera vez luego de tantos encuentros, con voz delicada y apretando mi mano con un vigor inusitado, me dice al oído:
“Gracias, qué alegría que tú existas…”
¿Qué significa esto? ¿Qué quizo decirme? ¿Yo soy algo para ella? ¿Soy motivo de gratitud? ¿Puedo ser causa de alegría? ¿Es bueno que exista?
Soy un moribundo, un doliente amargado, un mero acompañante del dolor despersonalizado. No valgo nada. Mi vida no tiene sentido.
Y, sin embargo, ella sostiene mi mano. ¿O soy yo quien sostiene la suya? ¿Puede ser? ¿Yo, un bien para alguien?
¡Es bueno que exista!
¿Qué me dices ahora, maldito dolor? ¿Permanecerás en silencio sabiendo que es bueno que yo exista? ¿Cuál es tu dominio frente a esta mano que se aferra a la mía? ¡Dí algo, habla! Tú respuesta es siempre la misma: sufrimiento. No sabes decir nada más. Pero ya no somos tú y yo. Somos ella y yo. Ya no eres tú. No eres alguien. No eres persona. ¡Yo sí! ¡Soy alguien! ¡No soy para mí mismo! ¡Soy alguien para alguien!
Ya no quiero morir. Tampoco sufrir. Pero si he de sufrir para que mi mano pueda sostener la tuya…, ¿con qué derecho podría privarte de este ínfimo bien? No tengo nada más que darte. Sólo ser alguien. Sólo ser persona. Y sostener tu mano mientras tenga vida.
Y ella, conociendo el fondo de mi alma, me respondió: “Con eso me basta”.
«08 de diciembre» por Álvaro Ferrer
Te invitamos a leer esta reflexión de nuestro Director Ejecutivo Álvaro Ferrer
En una reciente y brillante columna titulada “Dueños de nada”, Pablo Ortúzar oportunamente nos recordó que el cristianismo es la opción al imaginario secular dominante que, sobre todas las cosas, proclama y exalta el individualismo como regla y medida del ser y el obrar. Cuesta compatibilizar semejante sentencia –que ya rara vez se escucha en boca de muchos Pastores– con el dato de la última encuesta Bicentenario UC según la cual en Chile los católicos han disminuido desde un 70 a un 45%. La opción cristiana parece ir en retirada. Ortúzar menciona que el cristianismo anda desorientado y dañado. Sobran razones para estar de acuerdo y conceder el punto. Sin embargo, quisiera discrepar.
Decía Chesterton que es más fácil deshacerse de la religión que de los propios pecados. Es curioso pero muy cierto: abrazamos con mayor fuerza lo que nos detiene y esclaviza que lo que nos impulsa y libera. La contradicción vital aparece en la experiencia universal. Será, quizás, por nuestra inclinación natural a tener algo como propio que nos aferramos tanto a lo que no existe sino por libre decisión. Tal cual es el pecado: el producto de la elección deliberada. No del vecino. No “social”. Mía. Soy dueño de mis actos, para bien o para mal.
Pero creo que más para mal. Al elegir actuar mal me resulta tan irremediablemente fundado en mi propia miseria que, aunque duela, poco me sorprende. Es casi obvio, tan propio de mi condición que se constituye por completo de mi propiedad, como mi obra, mi “creación”, mi tesoro, como diría Gollum… Es mi culpa, no del cristianismo. Por eso cuando el diario The Times le pidió a Chesterton un ensayo sobre el tema “Lo que está mal en el mundo” respondió: “Estimados Señores: yo. Sinceramente suyo, G.K.C”, y así sostenía con irónico realismo que el pecado original era la única parte de la teología cristiana que podía ser probada: basta salir a la calle y abrir los ojos. Otro tanto ocurre al verme frente al espejo.
En cambio, si alguna vez hago un bien me veo forzado a reconocer que pasó algo raro, que tuve suerte, que desafié las probabilidades, que el axioma “el efecto es proporcionado a su causa” debe tener excepciones metafísicas. Como decía San Pablo, no hago el bien que quiero sino el mal que no quiero. No se trata de falsa humildad sino de implacable realismo que me explota en la cara. No puedo achacarle esa bajeza y desorientación al cristianismo. Sería demasiado fácil. Y el ideal cristiano –de nuevo con Chesterton– “no ha sido intentado y encontrado deficiente. Se ha encontrado difícil y dejado sin intentar”.
El cristianismo decae por culpa mía. Porque me bastan las palabras y no el ejemplo. Y creo en que la Palabra se hizo carne, pero no hago carne lo que creo. Y creo en la Encarnación –que evidencia con cercanía íntima que la iniciativa y la fuerza no vienen de mí–, pero confío en mi esfuerzo. Y creo en la Redención –la que me muestra a un Dios que se abaja para salvarme–, pero no me abandono. Y compruebo que todo es Gracia, benevolencia infinita, inmerecida e inmerecible, puro don; que soy deudor que debe darse, pero elijo vivir como burgués acreedor.
Por eso el cristianismo es indispensable. No para el 45 sino para el 100%. Porque necesitamos plantarnos frente a la realidad de nuestra insuficiencia e ignorancia. Porque aspiramos a todo y solos no podemos nada. Porque el imaginario secular no cede ante buenas columnas.
El cristianismo es indispensable porque es doctrina encarnada en Alguien que nos salva. El cristianismo cae en las encuestas pero se sustenta en Cristo, vivo y siempre presente. Y Él no decae. No retrocede. No se aleja. Siempre triunfa. Ya triunfó.
La desorientación del cristiano –no del cristianismo– es olvidarlo, buscándolo fuera de las miserias personales (e institucionales…) que Él puede y quiere redimir. El daño se provoca cuando el cristiano pretende una vida inmaculada (personal y social) sin Encarnación y Redención. Las maravillas de Dios se realizan en la pequeñez y humillación en que se detienen sus ojos, tal como hoy nos lo recuerda María, en el día de la Inmaculada Concepción, signo inicial de nuestro destino final.