Corte Interamericana de DD.HH. vulnera el derecho preferente y deber de los padres de educar a sus hijos
Luego de años de una lenta tramitación, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) resolvió el caso Pavez contra Chile, con una sentencia que no protege el derecho de los padres a escoger la educación para sus hijos. Se trata de un derecho humano reconocido en múltiples tratados internacionales, incluyendo la Convención Americana de Derechos Humanos, la que en su artículo 12.4 dispone que “los padres, y en su caso los tutores, tienen derecho a que sus hijos o pupilos reciban la educación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”. La parte resolutiva de la sentencia, además, atenta contra la autonomía de las iglesias y la libertad de enseñanza.
La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha resuelto que no se deben tomar en cuenta las decisiones de los padres de familia respecto del modo en que se imparte la educación religiosa y moral a sus hijos, incluyendo la idoneidad de la persona que enseñe la asignatura de que se trate. La sentencia que hoy puso fin al caso Pavez contra Chile traerá enormes consecuencias para toda la región, pero especialmente para nuestro país.
Una primera consecuencia, de gravísima importancia, es la desprotección del derecho de las iglesias de elegir quién enseña en su nombre. “Bajo el razonamiento de la Corte, las iglesias solo pueden seleccionar a sus integrantes y representantes —según sus propios criterios— dentro de su esfera privada de competencias, pero no si se trata de la participación de las mismas iglesias en el ámbito público”, comenta nuestro abogado judicial Benjamín Gutiérrez. “La corte prácticamente anula la excepción ministerial tratándose de la educación en establecimientos públicos y nos dice básicamente —en los párrafos 128 a 131 de la sentencia— que las iglesias pueden elegir a los miembros de su jerarquía, pero si quieren participar de la educación pública, en establecimientos educacionales públicos, financiados por fondos públicos, entonces deben someterse a los criterios de selección del Estado cuando decidan quien puede enseñar en su nombre”.
Sandra Pavez era una religiosa que daba clases de Religión católica en un colegio en San Bernardo, para lo cual requería un certificado de idoneidad entregado por el Vicario para la Educación de la diócesis, en conformidad con la legislación chilena, pues ella enseñaba a nombre de la Iglesia. Cuando la diócesis se enteró de que había entablado una relación con una persona del mismo sexo, en contra de las enseñanzas de la Iglesia Católica, le revocaron dicho certificado, al no ser apta para enseñar la fe católica en nombre de la Iglesia, por vivir en pública contradicción con ella. Sin embargo, pudo continuar trabajando en el mismo establecimiento, sin ninguna interrupción, en el cargo de inspectora.
A pesar de ello, la Sra. Pavez interpuso una acción de protección contra el Vicario que revocó el certificado, alegando violación de su vida privada, su honra, su libertad de trabajo y su derecho a la igualdad ante la ley. Habiendo perdido en primera instancia, el caso llegó hasta la Corte Suprema en su momento, la que confirmó la libertad de la Iglesia para certificar a sus profesores y el derecho de los padres a que sus hijos reciban clases de religión de alguien que viva de acuerdo con su fe. A continuación, ella presentó su caso en el Sistema Interamericano de Derechos Humanos, mediante una petición individual contra Chile ante la Comisión Interamericana. Luego, el caso pasó a ser conocido por la Corte IDH, que ahora ha fallado contra el Estado de Chile, atropellando el derecho de las iglesias a decidir quién enseña en su nombre y el derecho preferente y deber de los padres de educar a sus hijos según sus propias convicciones morales y religiosas.
La Sra. Pavez alegaba “lesbofobia”, pero lo cierto es que la Iglesia sí tiene derecho de decidir quién enseña a su nombre, y fue en aras de una enseñanza de la religión católica tal como es que le revocaron el certificado de idoneidad, y no debido a motivos de “odio” o “fobia”. El desconocimiento de este derecho de las iglesias ―particularmente de la función magisterial de la Iglesia Católica― constituye, así, un atentado gravísimo contra su autonomía y contra la libertad religiosa de quienes profesan la fe.
“Estamos profundamente decepcionados por la decisión de la Corte, que no defiende el carácter fundamental de la autonomía de las iglesias como parte de la libertad de religión y creencia. Las comunidades religiosas tienen autonomía para elegir a sus profesores y los padres tienen derecho a que sus hijos reciban una educación religiosa de acuerdo con sus convicciones”, dijo Tomás Henríquez, miembro de nuestro Directorio y Director of Advocacy para Latinoamérica y el Caribe de ADF International. “Estamos en absoluto desacuerdo con la decisión alcanzada por esta Corte que se aparta por completo de la posición adoptada por la mayoría de los Estados de la región, así como en los precedentes consolidados de otros organismos internacionales de derechos humanos como el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. El fallo de hoy aísla a la Corte Interamericana entre otros tribunales internacionales, y amenaza con socavar los derechos de los padres y las comunidades religiosas de toda América”.
La Corte IDH al menos reconoció que los niños tienen derecho a recibir educación religiosa, y que ésta puede incluirse en la enseñanza pública para garantizar los derechos de los padres a educar a sus hijos. No obstante, contra el consenso internacional, señaló que el derecho a seleccionar a los profesores sería un “poder delegado” por el Estado si el establecimiento es financiado con fondos públicos. En efecto, la selección del profesorado siempre ha sido reconocida como esencial para la autonomía de los establecimientos educacionales, y también forma parte de la autonomía propia de las iglesias para salvaguardar la enseñanza de su propio credo. De esta manera, la dimensión educativa de la libertad religiosa de los padres y las comunidades sólo existiría si se tratara de establecimientos privados, lo que en la práctica priva a muchísimas familias de su derecho preferente de educar a sus hijos. La mayoría de los niños de la región son educados en escuelas que reciben financiamiento público, por lo que ellos no tendrían derecho a conocer plenamente su fe si ella fuese contraria a las ideologías impuestas desde el Estado.
La gravedad de este caso es especialmente fuerte, debido al alcance internacional que tienen las sentencias de la Corte Interamericana, que ha inventado la polémica doctrina del control de convencionalidad, mediante la cual los Estados deben siempre ceñirse a sus directrices. Por tanto, el fallo afectará no sólo a la sra. Pavez, sino también a todos los creyentes de Chile y del resto de la región. En la práctica, implica que los creyentes de cualquier religión ―no sólo religiones cristianas― no podrán tener la seguridad de una mínima coherencia con la vida de la fe por parte de los que eduquen a sus hijos, lo que sin duda significa que una parte de su contenido no se enseñará o se explicará de modo deformado. De hecho, diversas comunidades religiosas ―judía, musulmana, ortodoxa, anglicana y protestante de Chile, así como al presidente del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM)― se unieron para defender sus derechos, presentando un amicus curiae en conjunto ante la Corte en 2021, solicitándole que defienda las leyes del Estado de Chile. Además, más de 30.000 personas firmaron una petición a la Corte, para que reconozca el derecho preferente de los padres a educar a sus hijos de acuerdo con sus propias convicciones.
Javier Mena, abogado litigante de nuestra Corporación, señaló que “el fallo obliga a Chile a vulnerar un requisito de moralidad política básico, que es el respeto gubernamental por la autonomía de las esferas de autoridad no gubernamentales. Al constatarse esta invasión del Estado en la autonomía de las iglesias y la educación que los padres decidan para sus hijos, se ve un claro intento de dirigir la vida de las personas o usurpar los roles y responsabilidades de las familias y los organismos religiosos. La usurpación de la autoridad de las familias y las comunidades religiosas es injusta y frecuentemente daña a aquellos a quienes busca supuestamente ayudar bajo el concepto de ‘igualdad’, ambiguo y cargado políticamente”.
Vicente Hargous: “¿Dónde está, oh Muerte, tu victoria?”
Este Domingo de Resurrección, los invitamos a reflexionar sobre los últimos acontecimientos de Chile y Latinoamérica a la luz de los misterios de nuestra fe.
“Esta hora es vuestra y del poder de las tinieblas” (Lc. 22, 53), dijo Cristo ―en quien “estaba la vida, y la vida era luz” (Jn. 1, 4)―, cuando se dejó entregar al traidor y a los líderes de su pueblo, de los suyos, que “no lo recibieron” (cfr. Jn. 1, 11). Los discípulos huyen, Pedro lo niega… Y el que había venido a la tierra por nosotros y para nuestra salvación se quedó solo a merced del poder de la oscuridad. Se entrega a la muerte para darnos vida.
Latinoamérica vive tiempos revueltos, pero sobre todo tiempos en que la cultura de la muerte avanza a pasos agigantados. Algunos soñadores creyeron que el supuesto veranito de San Juan del continente, liderado por gobiernos de derecha (Duque, Piñera, Macri, Bolsonaro…), frenaría el impulso abortista, pero en pocos años se dio vuelta la tortilla. Hoy reina la nueva izquierda, y Chile lamentablemente va a la cabeza con Boric y la Convención Constitucional.
El Pleno de dicho órgano ya aprobó, en el marco de los “derechos sexuales y reproductivos”, la “interrupción voluntaria del embarazo” ―descarada forma eufemística para hablar de matar a niños en gestación―, sin mencionar ningún límite de tiempo ni causales y sin dar un mandato al legislador para que lo limite. Además, ya fueron definitivamente rechazadas todas las normas que de alguna manera apuntaban a proteger al que está por nacer… Las verdes (perdón, les verdes) trataron de excusarse señalando que no dice expresamente que será hasta los nueve meses, pero eso no es muy coherente con haber rechazado los límites, la protección del nasciturus o la remisión a la ley (¡ni hablar del contraste con la consagración de los “derechos de los animales” o de “la naturaleza”!). Algo parecido ocurrió con la legitimación de la eutanasia (bajo el disfraz “muerte humanizada”)… Todo esto nos permite decir sin tapujos que estamos frente a una Constitución de la muerte. Esta es la hora de los promuerte, la hora verde, que afuera de la Convención cantaban al ritmo de “alabaré”: “abortaré, abortaré… abortaré con misoprostol”. No hace falta dárselas de profeta para impresionarse al saber que el jinete del caballo verde del Apocalipsis “se llamaba Muerte, y el infierno lo seguía, y se le dio poder sobre la cuarta parte de la tierra, para matar a espada…” (Apoc. 6, 8).
Las actitudes se dividen. Hay optimistas que creen que se rechazará el mamarracho plurinacional, inclusivo, indigenista y ecofeminista que saldrá de la Convención; hay otros muchos que ya no ven salida… Pero casi todos creen que, más allá del resultado del plebiscito de salida, la legalización del aborto es una inevitabilidad histórica, como si el futuro estuviera escrito en piedra y la historia avanzara sin remedio en la dirección de las ideologías hegemónicas. La actitud derrotista es casi parte a estas alturas de la identidad del sector provida. En el fondo, es una muestra de miopía secularizada, que acepta que la muerte tendrá la última palabra, así como la muerte de Cristo parecía a once de los apóstoles el fracaso de su misión.
Pero no
La muerte no tiene la última palabra, porque Jesús resucitó, porque los cristianos sabemos que Él es “la resurrección y la vida” (Jn. 11, 25). Decía san Pablo que “si Cristo no hubiera resucitado, vana sería vuestra fe” (I Cor. 15, 17), y es que debe haber una victoria sobre la muerte: el amor de Dios pudo y puede más que la muerte… No lo vemos, pero sabemos que así es. No comprendemos porque no hay luz. Hoy es el viernes en que se ha oscurecido la tierra (cfr. Lc. 23, 45), esta hora es del poder de las tinieblas, pero luego del silencio sepulcral de la muerte llegará el día en que amanecerá, el nuevo amanecer en que podremos decir “¿¡dónde está, oh Muerte, tu victoria!?” (I Cor. 15, 55). Aunque hoy sabemos casi con certeza que lo peor está por venir, tenemos el consuelo de que Él también lo supo antes de padecer. Estamos con Cristo en su celda, saludando los rayos del sol que se despiden de Él en la mañana del viernes, con la conciencia del triunfo final el domingo, “como un hágase la luz para el nuevo mundo”, según dijera Ibáñez Langlois. Los cristianos actuamos de cara a Dios y a la historia, sabiendo que, aunque todo parezca negro, la victoria definitiva es de la vida y el amor. Por eso seguiremos adelante, aunque perdamos todas las batallas una y otra vez: ¡acá no se rinde nadie! Porque ya ganamos la guerra: Cristo venció la muerte.
Roberto Astaburuaga: “La No Constitución”
Este jueves en la columna Constituyente de El Líbero, nuestro abogado del Área Constitucional explica por qué el proyecto de la eventual nueva Constitución no cumple con ninguna de las dos funciones que debe tener toda Carta Magna: distribuir y limitar el poder.
Hemos llegado al punto en preferir la “Constitución de Atria” a la Constitución de la Convención. La primera sería una mesa puesta patas arriba, y si dijéramos que las mesas se ocupan al revés, nos responderían que -como siempre- no entendemos lo que sí es una mesa. La segunda sería como arrojar la madera, los clavos y el martillo y decir que lo quedó en el suelo es una mesa, aunque no se vea como una. Así nos tienen.
Desde que inició el proceso constituyente, escuchamos académicos, expertos y políticos que explicando las dos tareas básicas de una Constitución. La primera, distribuir y limitar el ejercicio del poder mediante un sistema de pesos y contrapesos, y la segunda, consagrar los derechos y libertades de las personas, y los mecanismos para hacerlos valer.
Las críticas, que llueven de derechas e izquierdas, no hacen mella en los convencionales. Insisten en mantener un Senado cojo, ciego y mudo ante una Cámara de Diputadas y Diputados que concentra demasiadas funciones y poder. A esto se le suma que la definición de su composición ya no sea sólo paritaria pues le suman escaños reservados para los pueblos originarios y los movimientos LGTB, lo que es una versión aún menos democrática que la actual Convención.
Luego de la pelea sobre cuál sería la figura que acompañaría al Presidente el poco poder que le dejaron debe compatibilizarlo con los nuevos feudos en que se convertirán las regiones y comunas. “Plurichile”, cantaba un convencional indígena hace unas semanas, burlándose del himno nacional, pero haciéndole justicia a las normas aprobadas, pues una señala que nuestro país está conformado por diversas naciones. ¿Quién puede gobernar con un país fragmentado en regiones independientes y pueblos con autodeterminación política? ¿El diálogo y las visitas no anunciadas? Si el pasado y el actual gobierno ya nos demostraron lo difícil que es mantener la seguridad ciudadana, el orden público y la unidad nacional bajo la Constitución de 1980, ¿Por qué deberíamos creerles a los que diluyen estos conceptos, que podrán dar paz y orden bajo una Constitución que divide y anarquiza?
Rosario Corvalán: “Familias”
Hoy en el Diario La Segunda nuestro abogada del Área Legislativa explica por qué la norma de “Familias” aprobada el 11 de abril por el Pleno de la Convención Constitucional desprotege a la familia y desdibuja su concepto.
Familias
Señor Director:
En el afán de limpiar la campaña del terror que ha venido haciendo la Convención respecto de sí misma, el pleno aprobó ayer una norma que fortalecería a «las familias». El problema de este artículo no es solo que la familia deja de ser el núcleo fundamental de la sociedad, sino también que se reconoce y protege a las familias, señalando que estas no se restringen a «vínculos exclusivamente filiativos y consanguíneos». O sea, se desdibuja el concepto de familia, ampliando sus límites lógicos, sin señalar hasta dónde se los pretende ampliar. Si cualquier grupo humano será considerado una familia, no tiene ninguna utilidad propender a su fortalecimiento. En efecto, proteger y fortalecer algo, por ser considerado importante, supone delimitarlo.
Que el borrador de nueva Constitución mencione la palabra «familias» no significa que efectivamente la reconozca y la defienda. En este caso, más bien sucede lo contrario: se la menciona para alterar su significado y, con ello, se la desprotege.
Rosario Corvalán Azpiazu
Comunidad y Justicia
Roberto Astaburuaga: “Eutanasia y Convención”
Nuestro abogado del Área Constitucional, explica la insuficiencia del recurso a la autonomía personal para justificar la eutanasia.
En su camino de escribir la Constitución que menos respeta la vida humana, una comisión de la Convención agregó un nuevo plato al desagradable menú que cocinan: derecho a la eutanasia. O, en su versión eufemística -para evadir las turbulentas aguas mediáticas y calmar las conciencias ingenuas-, derecho a la “muerte digna”, “muerte humanizada” o al “buen morir”.
Con esto, la Convención demuestra, una vez más, su desconexión con la realidad nacional de los últimos dos años de pandemia, después de los gigantescos intentos de salvarle la vida a la mayor cantidad posible de personas, priorizando especialmente a los adultos mayores y a quienes padecían enfermedades de base (primeros candidatos en ser eutanasiados). Es bastante evidente que los promotores de la cultura de la muerte no dudan, invocando su cargo de diosecillos constituyentes o pseudo padres (y madres) de la Patria (o Matria), en aprobar normas contrarias a la razón, al derecho y a la moral.
Hay dos principios generales del derecho que conviene tener a la vista, como recordaba Juan Manuel de Prada en esta materia. El primero señala que ningún principio jurídico puede invocarse como fundamento para su destrucción. La autonomía personal no justifica que queramos morir, pues su concreción significa la destrucción de la propia autonomía. El derecho es a la vida, no sobre la vida o de la vida, como ocurre con la propiedad. En otras palabras, es un derecho que tiene un contenido de protección positiva, que impide presentarlo como una elección que incluya el derecho a la propia muerte. No tenemos propiedad sobre nuestro cuerpo (no deja de ser curioso que estas lógicas mercantilistas de la persona humana sean planteadas desde la izquierda). Por ello, la fundamentación de la iniciativa aprobada es contradictoria, ya que comienza afirmando que el derecho a la vida contempla el derecho a la integridad personal, y que éste puede ser comprendido como el derecho a desarrollar la vida de acuerdo a las propias convicciones, para concluir que a partir de él se incluye el derecho al buen morir. Una argumentación que comienza afirmando un derecho para terminar negándolo.
Un segundo principio general del derecho que cabe mencionar puede tener graves consecuencias futuras. Se dice que quien puede lo más, puede lo menos: si se constitucionaliza que toda persona pueda determinar el momento de su propia muerte, entonces también podría disponer de su integridad física. Con esto se abre una puerta muy peligrosa: ¿Se puede ocupar este principio, la autonomía sobre la propia vida, para justificar actos como las autolesiones, el suicidio, las mutilaciones? (de hecho, el progresismo justifica en la autonomía las mutilaciones necesarias para una operación de cambio de sexo) ¿Deberíamos derogar la prohibición de prácticas eutanásicas de la ley de derechos y deberes de los pacientes, o el delito de auxilio al suicida?
Comunidad en Comunidad y Justicia: conociendo a Benjamín Gutiérrez
Ha llegado un nuevo integrante al Área Judicial: Benjamín Gutiérrez, abogado, licenciado en Derecho en la UC, nos cuenta de su vida y sus proyecciones en nuestra Corporación en la siguiente entrevista realizada por nuestro investigador, Vicente Hargous.
Cuéntame de ti. ¿Qué te gusta hacer en tu tiempo libre?
Soy católico, chileno y abogado. Nací en 1996 y soy el menor de tres hermanos (y el único hombre). Fui formado en un colegio perteneciente a la red del Regnum Christi y también, entre los 9 y 13 años, fui a un colegio internacional durante los años en que con mi familia vivimos en el Reino Unido.
Siempre me ha gustado aprender y entender mejor el mundo en general; por eso en mi tiempo libre me gusta aprovechar de conocer cosas nuevas o profundizar en el conocimiento de aquellas a las que ya he tenido alguna aproximación. Esto puede materializarse en distintas actividades, desde algunas más pasivas, como por ejemplo, leer algún libro o artículo o mirar un video en YouTube, hasta cosas más bien activas, como hacer un paseo para conocer una iglesia, un museo, un parque, un barrio desconocido. En cuanto a deportes, me gustan en general los de raqueta, es decir, tenis, ping pong, paletas y –ahora que está de moda– pádel. Por supuesto, también lo paso muy bien en reuniones familiares y sociales, especialmente si están acompañadas de algo rico para comer.
¿Cómo conociste Comunidad y Justicia?
Durante mi cuarto año de derecho, tuve la oportunidad de participar de un programa de formación de dos meses denominado Blackstone Legal Fellowship. Este programa era –y sigue siendo– organizado por una ONG norteamericana llamada Alliance Defending Freedom (conocida, por sus siglas, como ADF) y tenía por objeto equipar a estudiantes de derecho con conocimientos, recursos y amistades para poder ejercer la profesión en ámbitos de interés público y con una mirada explícitamente cristiana. En ese contexto, algunos de mis compañeros del programa vinieron a Chile a hacer una pasantía en Comunidad y Justicia y cuando nos volvimos a reunir me contaron sobre la gran experiencia que habían tenido en la Corporación. Antes de esto, el nombre de la ONG me sonaba, pero no sabía realmente qué hacía y quiénes trabajaban allí.
Al volver del Blackstone empecé a revisar el trabajo de Comunidad y Justicia y a seguir sus actividades y publicaciones en las redes sociales. También me tocó conocer a personas muy buenas en distintas circunstancias que luego me enteré estaban trabajando en la Corporación. Así me fui haciendo una idea de la ONG y su trabajo, el cual me empezó a parecer bastante interesante y atractivo.
¿Qué te motivó a trabajar en Comunidad y Justicia?
Esta pregunta debo conectarla con la respuesta anterior. La experiencia del Blackstone fue determinante en mi formación y fue la ocasión en que se sembró la semilla en mi cabeza de querer dedicarme a algo similar una vez que entrara al mundo laboral. Durante esos dos meses, pude conocer a muchas personas muy buenas que tenían la genuina intención de vivir cristianamente sus vidas, específicamente en el ámbito del derecho.
Desde antes yo venía desarrollando el anhelo de querer integrar los distintos aspectos de mi vida con mi fe católica y, en particular, de poder desarrollarme profesionalmente en el futuro en algún trabajo en que pudiera vincular el servicio a Dios, el derecho y el interés por lo público. ADF me mostró una vía concreta para hacerlo, cuyo símil en Chile estaba en Comunidad y Justicia. Las razones de ese anhelo son muchas para describir ahora, pero al menos podría destacar que influyeron de forma importante el carisma apóstolico del Regnum Christi (movimiento católico en el que participo desde el colegio), mi interés en lo público potenciado por distintos ramos de la carrera (como Constitucional, Administrativo, Penal) y el haber sido ayudante de Álvaro por un buen tiempo en las asignaturas de Filosofía del Derecho en la UC.
Gracias a la educación de mis padres, siempre he intentado mantener una actitud de agradecimiento a Dios por todas las gracias que me ha concedido y, por lo mismo, a medida que fui creciendo fui pensando en la necesidad de “devolver la mano” y, de alguna manera, ponerse a disposición del Señor para colaborar con la construcción de su Reino. Al haber descubierto mi vocación profesional en el ámbito jurídico, esa necesidad de retribuir debía especificarse con un trabajo en que pudiera integrar precisamente esas dos cosas: el servicio a Dios y el derecho. Esto fue lo que me motivó a trabajar en Comunidad y Justicia.
Tengo entendido que hasta hace poco tiempo trabajabas en un prestigioso estudio de abogados. ¿Podrías contarnos de tu experiencia previa a Comunidad y Justicia? ¿Fue una decisión difícil para ti entrar en un mundo tan diferente?
Efectivamente, estuve trabajando por un poco más de un año en una oficina de abogados muy buena. Fue un período en que pude aprender muchísimo y un lugar en el que conocí a grandes personas. Me tocó trabajar con abogados de excelencia en temas muy diversos y eso fue súper enriquecedor. De hecho, la posibilidad de trabajar simultáneamente en asuntos que normalmente estarían repartidos estrictamente en distintas áreas de un estudio es una de las “gracias” de la oficina. Este período también me permitió confirmar mi interés en el mundo de los litigios y tuve la posibilidad de participar activamente en un par de juicios de naturalezas muy distintas.
La decisión de cambiarse no fue fácil por distintas circunstancias. Por ejemplo, había tenido la suerte de entrar al estudio con muchos de mis amigos cercanos de la universidad y el cambio significaba entrar a un lugar con nuevos compañeros de trabajo. También iba a tener que renunciar a otros beneficios. Pero la verdad es que considerando lo que ya mencioné sobre mi motivación para trabajar en Comunidad y Justicia, pude llegar a la convicción de que el cambio era la decisión correcta. Tomando prestada la expresión de san Agustín, podría decir que mi corazón estaba inquieto por estar en un lugar en donde mi trabajo fuera un servicio a Dios y al bien común. Recuerdo, por ejemplo, haber estado en mi otro trabajo durante uno de los momentos más duros de la pandemia y haber seguido muy de cerca todo el trabajo que estaba haciendo Comunidad y Justicia para impugnar la inaceptable prohibición de celebrar la misa impuesta por el Gobierno. Recuerdo haber seguido ese trabajo y haber pensado: “me gustaría estar ahí”.
¿Cómo has sentido tus primeras semanas con nosotros?
Este primer mes en Comunidad y Justicia ha sido excelente. El equipo me recibió de forma muy cariñosa y hubo una preocupación desde el primer día por facilitar mi integración. Me ha gustado conocer en primera persona el modo en que en Comunidad y Justicia se intenta conciliar el trabajo riguroso y la formación con la conciencia de que somos meros instrumentos de Dios.
A modo más anecdótico, justo me tocó entrar en el mes de mi cumpleaños y ese día los demás miembros del equipo me enviaron un regalo sorpresa a mi casa (estábamos con teletrabajo), luego de que ya me habían invitado a almorzar el día anterior. Si bien esto puede parecer algo normal, para mí reflejó el espíritu de amistad y preocupación por los demás que se vive entre los miembros de la Corporación.
¿Cuál será tu tarea específicamente? ¿Qué desafíos crees que enfrentarás en el área judicial en tu nuevo trabajo este año?
Mi rol en la Corporación consistirá en trabajar en el área judicial. Específicamente, esto se traduce en distintas tareas como el análisis en profundidad de los casos que nos toque abordar, la preparación de estrategias concretas en que se determine la mejor vía de acción y, derechamente, la redacción de escritos y solicitudes judiciales o administrativas, según el caso.
Pienso que el principal desafío que tendré que enfrentar será el tener que manejar simultáneamente varias causas o asuntos y, al mismo tiempo, estar siempre listo para reaccionar con rapidez y eficacia ante algo nuevo que tengamos que atender. A esto se suma el tener que estudiar temas y procedimientos con los que no me ha tocado trabajar con anterioridad.
Te agradezco, Benjamín, tu tiempo y por darnos la posibilidad, a mí y a nuestros lectores, de conocerte un poco más y te deseamos el mayor de los éxitos en este nuevo ciclo.
Barómetro Constitucional de marzo
Roberto Astaburuaga: “Bien educado”
Este martes en la columna Constituyente del diario El Líbero, nuestro abogado del área constitucional, explica qué significa la educación, como marco en el cual se debe comprender el derecho preferente y deber de los padres de educar a sus hijos.
Los convencionales de la Comisión de Derechos Fundamentales han votado iniciativas convencionales en materia de educación. Como era obvio, las que reconocían expresamente la libertad de enseñanza y el derecho preferente de los padres de educar a sus hijos fueron rechazadas.
Ya sabemos que el proyecto de Constitución no respetará los derechos que corresponden por naturaleza a la familia. Muchos se sorprenden del abismo que separa a las visiones enfrentadas en la Convención en materia educativa. Algo que parece tan obvio resulta en dos posiciones absolutamente incompatibles. No obstante, si lo pensamos bien, sería raro lo contrario, es decir, que existiera acuerdo en los medios -cómo impartir educación- sin un acuerdo previo en el fin: ¿Para qué educar? ¿En qué consiste una buena educación? ¿Por qué la educación es socialmente deseable?
En efecto, la discusión sobre el rol de los padres en la educación de sus hijos y sobre la diversidad de proyectos educativos exige primero responder a esas interrogantes fundamentales. La diversidad de proyectos educativos garantizaría, en principio, que las familias tengan alternativas para educar, alguna de las cuales se adecúe a sus convicciones. La diversidad de proyectos educativos, o, como señala la iniciativa del Frente Amplio, una contribución al “pluralismo educativo”, sería positiva como un bien en sí mismo. Ambos sectores han acudido a este argumento liberal: la diversidad buscada por sí misma. Sin embargo, esta razón es insuficiente, pues significa desconocer el fin de la educación. Y es que se olvida responder a las preguntas fundamentales del problema.
Educar no significa impartir ciertos contenidos -entregar información-, ni “dar las herramientas para subir en la escala socio-económica”. Educar es conducir al hijo a su bien integral, tanto en su dimensión corporal como espiritual, es decir, conducir y promover que cada uno de los niños y jóvenes sean más humanos, personas completas, pero sobre todo buenas personas: ciudadanos que con su trabajo sean un aporte para la sociedad, que sean honestos, generosos, justos, responsables, solidarios. En último término, es conducirlos a su fin último trascendente.
Así entendida, la educación no es sólo un derecho preferente de los padres, sino que también un deber para con sus hijos y la sociedad. Se trata de un deber irrenunciable, y no de una facultad que ejercen arbitrariamente, aunque tienen todo el derecho de exigir a terceros que no interfieran en el ejercicio que ellos hagan de su rol educador. Ellos tienen un papel insustituible en la educación de sus hijos, pero que no se agota en el ejercicio de una libertad vacía.
Roberto Astaburuaga B.
Abogado Comunidad y Justicia
Vicente Hargous: Masculinidad tóxica
Terminado el mes dedicado a celebrar el Día internacional de la mujer, nuestro investigador reflexiona, en una columna publicada en El Líbero, sobre algunas contradicciones del movimiento feminista y la necesidad de restaurar una verdadera educación humana.
Se fue marzo, con todo su entorno morado y verde. No faltaron, como ya se hizo costumbre, críticas a un etéreo “patriarcado” y a una “cultura de la violación”, haciendo llamados a que los hombres dejen atrás esos “estereotipos arcaicos” y el “viejo modelo de masculinidad”.
El feminismo progresista está repleto de contradicciones tremendas y, como toda ideología, se funda en supuestos a los que se les atribuye un poder explicativo que no tienen. Se piensa, como con fina ironía dijera Chesterton en El hombre Eterno, que mientras más atrás se retrocede en el tiempo más inhumano era el hombre: este cave man ―the Old Man―, cuya “principal ocupación en la vida era golpear a su esposa o tratar a las mujeres en general con cierta violencia”. Por cierto, nuestro gordo amigo no quiere tomar el maltrato hacia la mujer como algo de poca relevancia, pero sí enfrentar con humor el mito del progreso indefinido. Se tiende a simplificar el panorama, como si el hombre del pasado fuera un bruto y el moderno un ser puro (salvo quienes hoy “viven en el pasado” y no han querido dejar atrás la “masculinidad antigua”). Pero como bien nos enseña el gordo Gilbert, no existe ningún indicio para generalizar pensando que por el hecho de avanzar en la línea de tiempo crezcamos en pureza, respeto o cuidado por la paz. La paz perpetua es sólo un mito que nunca se ha realizado (no en vano el siglo XX ha sido el más sangriento de la historia, tanto en cantidad como en cualidad), y el ser humano siempre ha tenido defectos. La violencia sexual no es un problema del pasado con resabios actuales, como tampoco lo son los robos, las infidelidades o las guerras. Por supuesto que antes existían muchos aspectos culturales machistas, igual que hoy, pero la visión de la mejora exponencial es tan infantil como inútil para enfrentar los desafíos de nuestro tiempo, incluyendo las de la forma de comprender al hombre y la mujer.
En realidad, si miramos las cosas con detenimiento, veremos que muchas manifestaciones de la “masculinidad tóxica” que acusan las feministas no se encuentran en un “hombre arcaico”, sino todo lo contrario: se trata del hombre moderno, el mismo modelo que se ha promovido en occidente desde mayo de 1968. Por supuesto que el mundo estaba muy lejos de ser perfecto antes de la revolución sexual, pero al menos existía una cierta convención social que tendía al respeto entre los dos sexos. La mujer no había entrado al mundo laboral, e incluso en ciertos países todavía no votaba, pero la consideración de la mujer como objeto de placer no era socialmente aceptada. La mentalidad anterior no era la del machismo brutal ―la “masculinidad tóxica”―, que reafirma su masculinidad mediante un dominio despótico sexual sobre la mujer, sino la de una familia integrada por un padre y una madre que, desde sus propias cualidades, estaban entregados en un proyecto común. La norma social del antiguo caballero era el respeto a las mujeres, la fidelidad a la propia señora y la protección de la familia. Obviamente esa norma no siempre (quizás ni siquiera la mayoría de las veces) se respetaba, pero existía una cierta noción de respeto mutuo, una cultura que consideraba vulgar la cosificación de la mujer, que estigmatizaba el adulterio y la explotación sexual… y eso cayó con la revolución sexual. Por cierto, nadie sostiene que no existan cosas buenas en nuestra época ni que todo pasado fue mejor ―al menos no en todo sentido―, pero sí que antes había algunos aspectos positivos que se han perdido y que ―y esto es lo central― ciertos aspectos de la cultura del machismo han avanzado al alero de la revolución sexual y son incluso promovidos hoy por ciertos feminismos radicales Hay que reconocer que otros aspectos que fueron promovidos por la revolución sexual poco a poco han sido erradicados gracias a los feminismos de corte marxista ―una buena respuesta, por mucho que las razones no sean correctas―, pero en todo caso los feminismos todavía hoy suelen promover una forma torcida de la sexualidad.
Y es que no sólo las locuras de los 60 y 70 nos han llevado hasta aquí. La corrupción de la juventud incluso ha aumentado y se ha promovido más todavía en la última década, desde la más tierna infancia. La incoherencia de quienes primero empujan una educación sexual integral (ESI) desprendida de toda antropología razonable, con “enfoque en el placer” (como se señalaba en la propuesta despachada por la Comisión de Derechos Fundamentales de la Convención Constitucional), y luego rasgan vestiduras porque el perfil de egreso es el de un acosador, abusador o violador… Es obvio que si queremos promover el respeto hacia la mujer se debe tender a un modelo de formación basado en una ética equilibrada, promover el autocontrol y no el hedonismo desenfrenado. Como recientemente señaló el profesor Cristóbal Orrego, meter más ideología de la revolución sexual en los colegios es “apagar el fuego con bencina”.
Roberto Astaburuaga: No existe el derecho al aborto
Este jueves en la columna Constituyente del diario El Líbero, nuestro abogado asesor explica por qué el acto de “interrupción voluntaria del embarazo”, que deliberadamente pone fin a la vida de una persona humana que aún no ha nacido no es un derecho.
24 de marzo, 2022
Fue aprobada por el Pleno de la Convención la norma sobre derechos sexuales y reproductivos. Diarios, redes sociales y canales se llenaron de cartas, declaraciones, videos y entrevistas discutiendo sobre si se trataba de aborto libre o no, y también debatiendo si los límites debían establecerse en la Constitución o en la ley, y si debía existir o no remisión a la ley. En definitiva, más allá de tecnicismos leguleyos, el centro del debate es el de los límites del aborto, el que es concebido como un derecho (tanto es así que se aprobaron los dos primeros incisos -que reconocen los derechos sexuales y reproductivos, incluyendo la que con grosero eufemismo se conoce como “interrupción voluntaria del embarazo”-), pero el inciso tercero fue rechazado, supuestamente para que la Comisión de Derechos Fundamentales incluyera algún tipo de limitación o remisión a la ley… Sin embargo, la discusión al interior de la Convención dejó instalado un supuesto que está lejos de haberse demostrado o discutido: que el aborto es un derecho. Una premisa que confunde pretensión con derecho y que asume que el no nacido no es persona, siendo que ese debería ser el corazón del debate.
El convencional Agustín Squella señaló hace pocos días una obviedad, pero que en estos tiempos locos que nos ha tocado vivir hay que recordar: “No todo deseo es una necesidad, no toda necesidad es un derecho, no todo derecho es un derecho fundamental”. Que toda pretensión no es un derecho es evidente, pues las pretensiones son los anhelos que una persona tiene, mientras que los derechos fundamentales son aquellos atributos inherentes a la persona que se poseen por el solo hecho de ser humanos. La consagración normativa de dichas pretensiones como derechos las vuelve exigibles y oponibles ante todas las personas. Por ende, es irracional llamar derecho a una pretensión sin más fundamento que la sola pretensión: que la cosa debida sea justamente debida, por naturaleza, al titular del derecho. Dentro de la estructura del derecho se encuentra el titular o sujeto activo (quien detenta el derecho), el acto (la acción u omisión específica) y el sujeto obligado o pasivo (la persona en específico respecto a la cual se ejerce el derecho o adeuda una prestación o acción, la sociedad que debe respetarlos o los órganos que deben garantizarlo).
En este caso, el acto o acción es la “interrupción voluntaria del embarazo”, que deliberadamente pone fin a la vida de una persona humana que aún no ha nacido. Dicha acción, independiente de las circunstancias que la rodean, es injusta, por cuanto el embrión humano recién concebido -en cualquiera de sus etapas de crecimiento- es una persona humana. Así, la “cosa debida” o conducta adeudada sería provocar directamente la muerte de una persona inocente, lo que es absurdo, pues supondría que lo justo o debido sería un acto intrínsecamente injusto. En realidad, en esos casos hay una mera pretensión, no un derecho. La pretensión -el aborto- no puede ser un derecho… Por lo demás, cabe destacar que esto es reconocido también por los tratados internacionales ratificados por Chile (esos que el progresismo nunca cita textualmente, amparándose en la nebulosa de los “estándares internacionales” que se desprenderían de ciertas recomendaciones no vinculantes).