Este Domingo de Resurrección, los invitamos a reflexionar sobre los últimos acontecimientos de Chile y Latinoamérica a la luz de los misterios de nuestra fe.  

“Esta hora es vuestra y del poder de las tinieblas” (Lc. 22, 53), dijo Cristo ―en quien “estaba la vida, y la vida era luz” (Jn. 1, 4)―, cuando se dejó entregar al traidor y a los líderes de su pueblo, de los suyos, que “no lo recibieron” (cfr. Jn. 1, 11). Los discípulos huyen, Pedro lo niega… Y el que había venido a la tierra por nosotros y para nuestra salvación se quedó solo a merced del poder de la oscuridad. Se entrega a la muerte para darnos vida.

Latinoamérica vive tiempos revueltos, pero sobre todo tiempos en que la cultura de la muerte avanza a pasos agigantados. Algunos soñadores creyeron que el supuesto veranito de San Juan del continente, liderado por gobiernos de derecha (Duque, Piñera, Macri, Bolsonaro…), frenaría el impulso abortista, pero en pocos años se dio vuelta la tortilla. Hoy reina la nueva izquierda, y Chile lamentablemente va a la cabeza con Boric y la Convención Constitucional. 

El Pleno de dicho órgano ya aprobó, en el marco de los “derechos sexuales y reproductivos”, la “interrupción voluntaria del embarazo” ―descarada forma eufemística para hablar de matar a niños en gestación―, sin mencionar ningún límite de tiempo ni causales y sin dar un mandato al legislador para que lo limite. Además, ya fueron definitivamente rechazadas todas las normas que de alguna manera apuntaban a proteger al que está por nacer… Las verdes (perdón, les verdes) trataron de excusarse señalando que no dice expresamente que será hasta los nueve meses, pero eso no es muy coherente con haber rechazado los límites, la protección del nasciturus o la remisión a la ley (¡ni hablar del contraste con la consagración de los “derechos de los animales” o de “la naturaleza”!). Algo parecido ocurrió con la legitimación de la eutanasia (bajo el disfraz “muerte humanizada”)… Todo esto nos permite decir sin tapujos que estamos frente a una Constitución de la muerte. Esta es la hora de los promuerte, la hora verde, que afuera de la Convención cantaban al ritmo de “alabaré”: “abortaré, abortaré… abortaré con misoprostol”. No hace falta dárselas de profeta para impresionarse al saber que el jinete del caballo verde del Apocalipsis “se llamaba Muerte, y el infierno lo seguía, y se le dio poder sobre la cuarta parte de la tierra, para matar a espada…” (Apoc. 6, 8).

Las actitudes se dividen. Hay optimistas que creen que se rechazará el mamarracho plurinacional, inclusivo, indigenista y ecofeminista que saldrá de la Convención; hay otros muchos que ya no ven salida… Pero casi todos creen que, más allá del resultado del plebiscito de salida, la legalización del aborto es una inevitabilidad histórica, como si el futuro estuviera escrito en piedra y la historia avanzara sin remedio en la dirección de las ideologías hegemónicas. La actitud derrotista es casi parte a estas alturas de la identidad del sector provida. En el fondo, es una muestra de miopía secularizada, que acepta que la muerte tendrá la última palabra, así como la muerte de Cristo parecía a once de los apóstoles el fracaso de su misión.

Pero no
La muerte no tiene la última palabra, porque Jesús resucitó, porque los cristianos sabemos que Él es “la resurrección y la vida” (Jn. 11, 25). Decía san Pablo que “si Cristo no hubiera resucitado, vana sería vuestra fe” (I Cor. 15, 17), y es que debe haber una victoria sobre la muerte: el amor de Dios pudo y puede más que la muerte… No lo vemos, pero sabemos que así es. No comprendemos porque no hay luz. Hoy es el viernes en que se ha oscurecido la tierra (cfr. Lc. 23, 45), esta hora es del poder de las tinieblas, pero luego del silencio sepulcral de la muerte llegará el día en que amanecerá, el nuevo amanecer en que podremos decir “¿¡dónde está, oh Muerte, tu victoria!?” (I Cor. 15, 55). Aunque hoy sabemos casi con certeza que lo peor está por venir, tenemos el consuelo de que Él también lo supo antes de padecer. Estamos con Cristo en su celda, saludando los rayos del sol que se despiden de Él en la mañana del viernes, con la conciencia del triunfo final el domingo, “como un hágase la luz para el nuevo mundo”, según dijera Ibáñez Langlois. Los cristianos actuamos de cara a Dios y a la historia, sabiendo que, aunque todo parezca negro, la victoria definitiva es de la vida y el amor. Por eso seguiremos adelante, aunque perdamos todas las batallas una y otra vez: ¡acá no se rinde nadie! Porque ya ganamos la guerra: Cristo venció la muerte.

Vicente Hargous: “¿Dónde está, oh Muerte, tu victoria?”

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